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Magdalena S. Blesa, versoterapia: la poesía como cura

Magdalena S. Blesa, versoterapia: la poesía como cura

Algún dios se ha entretenido jugando con su paleta de colores violetas y anaranjados, pintando un cielo de una belleza insultante. El ocaso se me ofrece en todo su esplendor mientras conduzco hacia el lugar de la cita. Una sinuosa carretera de curvas y contracurvas, flanqueada por cipreses y pinos, me lleva hasta ella.

Habita un recóndito paraje en la ascensión a Sierra Espuña, milagro verde en este árido rincón del sureste. Tres viviendas dispersas, un restaurante, ahora cerrado, un par de edificaciones auxiliares, varias decenas de venerables pinos y un pequeño huerto de cítricos conforman su mundo.

Me aguarda a la puerta de su hogar, embozada en un grueso chaquetón. La última quimioterapia la ha dejado muy floja de defensas y teme contraer alguno de los virus que asolan la región en estas calendas invernales. La invito a entrar a cubierto, pero se empeña en mostrarme antes los puntos cardinales de su universo.

"Rememora su niñez en un entorno humilísimo, en una barriada con casas cueva, en Puerto Lumbreras"

Me habla del restaurante que trajo a su familia a dar vida a este paraje. De cómo se metieron en la titánica empresa de rodar y producir una película a nivel profesional, Las aventuras de Moriana, protagonizada por Terele Pávez, Carolo Ruiz (madre e hijo) y Enrique Villén y dirigida por su esposo, David Perea, digno émulo de Luis García Berlanga y José Luis Cuerda. Ella misma actuaba, dando decorosa réplica a una excelsa Pávez. Todos y cada uno de los miembros de su familia, sanguínea y política, contaban con un papel adaptado a sus posibilidades dramáticas.

Con la película, de tintes autobiográficos, querían publicitar el restaurante que por entonces les daba de comer y el paisanaje humano que lo poblaba. Se empeñaron hasta las cejas y más allá. No se arrepienten. Gracias a ello también trajeron hacia el alma moriana a Terele y a Carolo y compartieron con su pueblo, Alhama de Murcia, esta experiencia transcendental.

Me guía hacia un horno moruno que levantaron su marido y el padre de éste, siguiendo ancestrales cánones. Allí me habla de su madre Beatriz, fallecida hace dos años. Da cuenta de que amasaba y horneaba el mejor pan del mundo, heñido con esas manos encallecidas de tanto trabajar para sacar adelante a su familia y sazonado con las lágrimas de impotencia, unas veces y, otras, de plenitud al ver que sus hijos se habían abierto camino en la vida como buenas personas, rebosantes de humanidad.

Rememora su niñez en un entorno humilísimo, en una barriada con casas cueva, en Puerto Lumbreras. A los 8 años la muerte sajó con su guadaña una infancia que, aun con estrecheces económicas, era feliz: un infarto fulminante les robó a su padre, con 5 hermanos más, el mayor de 10 años y el menor aún en el vientre materno.

Provenía de una familia de hondas raíces católicas. Precisaba creer en la resurrección de los muertos, tal y como predicaba el Evangelio. Durante un año entero, a la vuelta de clase, llegaba a casa soñando con que su padre había resucitado y Dios se lo había devuelto. Abría todas las puertas, armarios incluidos, buscándolo hasta debajo de las camas. Al no encontrarlo, salía a la calle a esperarlo, con el alma en un puño, olvidándose de sus estudios, de sus juegos. Tardó en asimilar, de boca de una amiga, que su padre no iba a resucitar. Al menos en esta vida, quiso, aun así, aferrarse a ello.

"Acaricia el poyo donde su madre amasaba aquel pan que sabía a tierra nutricia, a trabajo honesto, a filantropía"

Acaricia el poyo donde su madre amasaba aquel pan que sabía a tierra nutricia, a trabajo honesto, a filantropía. Pan que abastecía a las tres familias que moraban en aquel paraje y a los clientes del restaurante, atraídos por las hogazas de Beatriz y por sus propios versos.

A pesar de haber transcurrido más de 40 años, recuerda con claridad meridiana cuándo escribió su primer poema. Su madre la había mandado a una panadería cercana. Como aún no habían sacado del horno las barras, hubo de esperar. Sobre el mostrador observó un manojo de papeles en los que envolver el pan y un bolígrafo. Allí mismo compuso sus primeros versos para intentar confortar a su madre, rota por la muerte del padre y por tener que sacar adelante ella sola, a fuerza de innúmeras penurias, a sus hijos y a su suegra.

Al llegar a casa se lo entregó. Ella, que intentaba no llorar nunca delante de sus hijos, dejó escapar alguna lágrima y la abrazó, diciéndole que no dejara nunca de escribir. Fue así como Magdalena S. Blesa descubrió el poder curativo de la poesía. Pudo sobreponerse a la pérdida paterna a base de versos.

Venía de una familia de poetas. Su bisabuelo había destacado como trovero, esos ancestrales versificadores populares con una ingente capacidad de improvisación. Veía natural hacer de la poesía su néctar vital y compartir con el resto de la creación el poder que en ella había hallado. Soñó en su interior de niña rota por la desgracia el lograr algún día vivir de su don, el devolver lo que la poesía le había dado.

Acaricia con sus ojos aquel horno donde su madre amasaba sus sueños. Mientras me acompaña a la cabaña de madera donde aquélla exhaló su postrer suspiro, confiesa que ella fue su principal musa. De sus silencios, de sus miradas, de sus suspiros podía sacar un cantar sólo con mirarla.

La recuerda lanzándose a la calle cargada con una maleta de baterías de cocina para venderlas en mercados ambulantes o casa por casa, inasequible al desaliento, arreglándose para estar presentable ante sus clientes e hijos, indiferente a las críticas de vecinas biliosas por no guardar luto riguroso a su esposo, llorando en su alcoba al marido muerto, al padre hurtado a sus criaturas.

No lloraré a mis muertos como las plañideras

ni os dejaré asomaros al ancho de mi pena.

No voy a entreteneros como gustáis algunos

con un dolor tan hondo como tendré y tan mío.

Me veréis, es posible, con la sonrisa hundida,

percibiréis la lanza mortal que me atraviesa,

pero no os dejaré que asistáis a mi pecho

ni que taséis mi angustia, ni que midáis mi amor.

No me veréis de luto ni encenderé una vela,

viviréis con la duda de cuánto los amé,

porque no adornaré sus tumbas los domingos

con inútiles flores que no saldrán a oler. (De “Nana para dormir a mis abuelos”).

Vuelve su mirada de nuevo hacia el horno. Retrocede hasta aquella tarde en que Beatriz le confesó que, si de algo se arrepentía en esta vida, era de haberse perdido la infancia de sus hijos, por haber tenido que buscarles casa por casa su sustento. De ahí nació un poema que pronto conquistó el alma de sus vecinos de Alhama de Murcia y, conforme se fueron oreando sus estrofas, de sus lectores o escuchantes: La siesta.

Me muestra la cabaña de madera mientras me habla del tumor que fue consumiendo a la madre, menuda, pero dura como un quejigo. Cuenta cómo Terele Pávez acudió con su hijo Carolo a pasar con ellos su última navidad y a despedirse de la que se había convertido en hermana de alma en el rodaje de Las aventuras de Moriana.

Emocionaba ver a la mejor Celestina en el cine según la crítica, a la Régula de Los santos inocentes velando el sueño de su amiga, cogiéndole la mano y acariciándola cuando la sentía revolverse en su duermevela.

"El duro laborar en la hostelería no le hizo olvidar la poesía"

Para su musa compuso también el poema llamado La madre, como agradecimiento a sus desvelos. Pidió que la grabaran recitándolo tras la muerte de la misma y lo subió a internet cuando se celebraba el primer día de la madre sin ella. La magia, a veces inescrutable, de las redes sociales hizo que este poema se viralizara y que sus versos germinaran en almas de las que ni siquiera tenía noticia. Abrió otra cuenta en Facebook porque la que tenía se le quedó pequeña para compartir su poesía con sus seguidores.

La hicieron poeta Miguel Hernández, al que se sentía emocionalmente muy unida por compartir orígenes tan humildes y penurias comunes, y Rubén Darío, por la belleza lírica de sus poemas. Sueña con poder recitar alguna vez sus composiciones en la casa que Miguel Hernández poseía en Orihuela.

Buscó su camino estudiando, primero, Arte Dramático y, después, Filología Hispánica, mas no pudo completar estudios. La vida la forzó a dejarlos y ponerse a trabajar. En fábricas, en el campo cogiendo fruta y montando varios negocios de hostelería. Uno de ellos, el café de la Feria, se convirtió en un santuario cultural en la Alhama de entonces: poetas, músicos, pintores y artistas varios hallaron allí su Ítaca.

El duro laborar en la hostelería no le hizo olvidar la poesía. Con 19 años se autopublicó su primer poemario, Cosas de niña, del que vendió los 500 ejemplares que dio a la imprenta. “Más que Quijotes había en el pueblo entonces”, ríe. A éste le siguió lustros después Yo contra mí, un poemario también autoeditado, en el que aún no había alcanzado en conjunto su plenitud poética, pero que atesora poemas de honda carga emocional. Con alguno de ellos un amigo sacó un exquisito CD de boleros, Quién pudiera, agotados todos sus ejemplares, al igual que los del libro, en escasas fechas.

La poeta Magdalena es poseída por las musas cuando vive sus poemas en un recital. Se notan sus estudios de arte dramático, su inmensa capacidad de empatizar con su auditorio, sea de la condición que sea: niños, jóvenes, ancianos, presos, asociaciones de mujeres… Para todos atesora una oda. Siempre hay alguien que piensa que esos versos fueron escritos para él. A su restaurante acudían comensales de la variada geografía hispana a fin de que les recitara en la sobremesa. Varias mesas acababan llorando de emoción presas de su lírica.

Se define como poeta de patios y aceras, pues en muchos patios y aceras le han pedido gentes de toda condición escucharla, buscando alivio a sus angustias o confort en su solaz.

Cuando aún no había encallecido el alma de los suyos tras la muerte de su madre y de una cuñada, arrebatada en plenitud de vida, y poco después de haber emocionado a un auditorio repleto de mujeres enfermas de cáncer, le detectaron a ella un tumor en una mama. Otro infierno al que afrontar, a la vez que el restaurante empezaba a zozobrar como una nueva víctima más de la atroz crisis.

No perdió su serenidad. Sus 3 hijos. Su marido. Sus hermanos pendían de ella. Sólo el claustro de su alma y los bellísimos ojos de su esposo son testigos de la angustia vital que le supuso afrontar esta nueva calamidad. De puertas afuera, sobre todo de cara a su familia y a sus íntimos, se mostró robliza.

"De las eternas sesiones de quimioterapia y radioterapia, de las penosas secuelas de éstas buscó remedio en sus versos"

Ha sido capaz de sacar poesía hasta del cáncer. Una vez más sus trovas fueron su mejor terapia. No perdió el tiempo en vanas lamentaciones. Se necesitaba entera para encarar la enfermedad sin bajar nunca la cabeza. Consciente de su fragilidad corpórea, que no anímica, y del ciclópeo reto que supone combatir el cáncer, quiso dejar un legado a los suyos en forma de un nuevo libro: Instrucciones a mis hijos. En él  pretendía dar testimonio a sus vástagos para que “se hagan cargo de cada historia que pase por su lado, hagan la vida más fácil a cualquiera y no juzguen por juzgar, sino que se den cuenta de que cada uno venimos de una historia muy particular”. El libro contiene lecciones desde la humildad, la educación, los valores, y navega a toda vela impulsado por el amor. Amor a los suyos, pero también al género humano y, sobre todo, un inmenso amor a la vida, al mundo mismo (Querido mundo).

Atesora, incluso, unas estrofas contra el acoso escolar, que ella sufrió en su infancia, y el inclemente daño que éste puede causar en infantiles o adolescentes mentes: Ojalá volviera.

De las eternas sesiones de quimioterapia y radioterapia, de las penosas secuelas de éstas, buscó remedio en sus versos, convirtiéndose en paladín de las leonas, que no simples mujeres, que con ella afrontaban sus cánceres.

Pase lo que pase, me veréis erguida,

celebrando un lunes sin ningún motivo,

dándome un abrazo con todas mis fuerzas,

ganando una guerra mundial al destino.

Pase lo que pase, seguiré adelante,

si se acaba el mundo, pintaré un camino.

 

El buque insignia del libro es Instrucciones a mis hijos.

Jamás un conato de daros la vuelta.

Jamás una huida por muchos que sean…

Jamás en la vida

paséis por el lado de cualquier persona

sin una sonrisa.

No hay nadie en el mundo que no la merezca.

La obra volvió a ser autoeditada. Hubieron de sacar varias ediciones. Empezó a conocerse fuera de sus fronteras. Abarrotaba tanto pequeñas librerías como grandes auditorios. Decidió subir a sus redes sociales un vídeo en el que recitaba un poema al alimón con su hija menor, Beatriz. Como fuego bueno se esparcieron sus odas. Millones de personas compartieron su verbo a ambos lados del Atlántico. Tan grande fue el fenómeno que la editorial Ediciones Urano decidió ficharla y editar sus libros en la colección Umbriel Poesía. Hasta ahora ha publicado dos, Nana para dormir a mis abuelos y el citado Instrucciones a mis hijos, pero quedan otros dos títulos más, con los que quiere rendir cuentas de amor con el resto de su familia y, por extensión, con la humanidad.

"El dolor, las desgracias, la han hecho poeta, defiende. No se puede ser poeta si no se ha sufrido"

Fuera, ha anochecido. Me conduce hasta el salón de su casa, donde nos refugiamos de la gelidez invernal en el brasero de una mesa camilla. A su pequeña Beatriz los Reyes le han traído un juego de magia y se vuelca en hacernos varios trucos. Es otro animal escénico, como su madre. Cuando ésta trufa nuestra conversación con alguna de sus composiciones, ella se une al recitado. Conoce casi todas de memoria.

Magdalena suspira. El fuerte tratamiento médico la deja abotargada. Quiero dar por terminada la entrevista, pero se empecina en sacar unas cervezas para agasajarme.

El dolor, las desgracias, la han hecho poeta, defiende. No se puede ser poeta si no se ha sufrido. Mira hacia la niña huérfana que fue y que asoma sus inmensos ojos en sus versos como pilar de la mujer que la vida ha esculpido a fuerza de penalidades y gozos.

Labra sus poesías a golpe de zapato mientras camina por las solanas y umbrías de su paraje. Luego las pasa en un primer borrador a un cuaderno. Se considera una poeta muy lenta. La siesta le llevó seis meses. Sus poemas se van destilando al igual que esos espirituosos licores que sólo alcanzan su plenitud cuando han corrido todo el laberinto de un alambique, gota a gota, verso a verso.

Para sus seguidores sus palabras son agua prístina, de la que se instila en las entrañas de la madre tierra y que calma la sed mejor que cualquier destilado. Muchos se han acercado a la poesía a través de ella. Muchos llegan a Miguel Hernández, a Lorca, a Darío o a Machado gracias a sus recomendaciones.

"Su poesía es agua. Sus versos son mar"

Su poesía es agua. Por ello el pueblo que ahora la cobija, Alhama de Murcia, ha decidido pedirle una composición para ornar una fuente recién inaugurada, con lo cual ha podido cimentar la aspiración, no a todos concedida, de ser poeta en su tierra

Sus versos son mar. Por ello el músico Pipo Prendes ha compuesto un bolero con los extraídos de su balada Si me he dejado el corazón afuera, hospedado en Instrucciones a mis hijos. Ambos se han utilizado para dar a conocer el bellísimo municipio asturiano de Carreño, donde el Cantábrico se hace tonada y al cual los dioses descienden a libar un atardecer digno de su divinidad, arrullados por la música de Prendes y el verbo de S. Blesa.

Magdalena acaba de volver de la Feria del Libro de Guadalajara, en Méjico, la segunda más importante del mundo, en la que ha presentado sus obras. 40 años después de que aquella niña escribiera en un recóndito horno su primer poema para curarse de la pérdida de su padre ve a su alcance poder vivir de su don.

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