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Mamá, he matado a Kafka

Mamá, he matado a Kafka

Se me ocurre parafrasear a Jonathan Swift para presentarles una kafkiana y modesta proposición. Les cuento.

Al despertar la otra tarde después de un sueño muy tranquilo, una iluminación imprecisa provocó que ante mí se tambalearan ciertos cimientos de la literatura contemporánea. En plena siesta me asaltó la confusa conjetura de que Franz Kafka, como escritor, no existió, sino que se trata del fruto de una imaginación despabilada —acaso la de Max Brod, fervoroso sionista— con el apoyo eficaz del renombrado lobby judío, seguramente emergente por aquel entonces desde Tel Aviv, a donde fueron a parar Brod y los «supuestos» papeles de Kafka, quien habría de convertirse en un necesario icono de la causa judía, por más que escribiera en alemán. Ya digo, una conjetura onírica.

Instalado en la vigilia, no logro desprenderme de las dudas. De modo que, mascullando la descabellada proposición, pasé la tarde entera, y luego la noche y hoy la mañana y ahora la tarde, con la intención de descartar tan estrafalaria ocurrencia.

Kafka es un fenómeno en la literatura, y la trasciende. Lo es por su figura y su biografía y sus obsesiones, incluso por el amplio testimonio fotográfico que lo muestra, antes que por sus textos, muchos de ellos inacabados.

Es llamativa la minuciosidad con que conocemos su vida, como si de una biografía ad hoc se tratara. Para hacernos una idea, basta con hojear ese hermosísimo coffee-table book sobre el escritor firmado por Klaus Wagenbach (Galaxia Gutenberg).

"Ni Hašek ni Klíma ni Čapek ni Holan ni Winder... nadie parece estar dispuesto a dar noticias de Kafka; y él a ellos, en su Diario, tampoco los menciona"

Ya digo: Kafka, habiendo llegado a ser un autor imprescindible, no es un escritor modélico; por ejemplo, es incapaz de cerrar sus novelas. Su estilo, sujeto a un tierno expresionismo a través de geniales ráfagas y fogonazos, se sustenta en inigualables brochadas de arranque, siendo patente, cuando no cansino, el desfallecimiento de tan elevados inicios conforme avanza la historia —que apenas avanza—. El resto, toda esa prosa consecuente extendida hasta la declinación, se reduce a un inminente existencialismo revestido de guiños absurdos en el mejor sentido —superado por Albert Camus—. De ahí que en sus Diariossu mejor libro, como sucede con todo escritor impulsivo (Gide, Ribeyro, Renard…), en contraposición con los más dotados para la narración cuando deciden plasmar sosamente sus vidas sobre el papel (Mann, García Márquez, Chesterton…)— afloren sin cesar arranques de relatos fallidos, configurando eso que Scott Fitzgerald entendía como «comienzos vanos».

También sorprende la inexistente relación del autor de El castillo —por cierto, recuerda tanto a La abuela, de Božena Němcová…— con otros escritores convecinos suyos en aquella pequeña capital de Bohemia. Pues bien, ni Hašek ni Klíma ni Čapek ni Holan ni Winder…, nadie parece estar dispuesto a dar noticias de Kafka; y él a ellos, en su Diario, tampoco los menciona. Esto me hace evocar a aquel personaje de un cuento de Bashevis Singer cuando dice que «en Praga nadie había oído hablar de Kafka».

A propósito de La metamorfosis —cuya indiscutible genialidad comienza y termina en el primer párrafo—, por más que lleguemos hasta Ovidio, es de valorar la historia que nos cuenta Monterroso acerca del cambio de nombre de Mendel. El sabio, entretanto observaba las cucarachas de su cocina para llegar a la conclusión de que todo ser vivo se metamorfosea, decidió modificar su nombre, Johan, por Gregor. ¿Una simple premonición?… Ay, Gregorio y las cucarachas…

Como si alguien se empeñara en que, desde nuestra inconmensurable inocencia, nos entregásemos a la veneración sin paliativos de un escritor y su etnia para conjurar nuestras carencias en el ámbito estricto de los deslumbramientos. Eso es, un sueño.

—Mamá, he matado a Kafka…

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