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María Marín: una luz en un naufragio

María Marín: una luz en un naufragio

Parece ficción, pero es la vida, mi vida: he llevado tu último libro como una coraza sobre mi pecho. He soñado que, si me dispararan, las páginas mínimas de Lo que se hunde pararían la bala y podría sacarla —triunfal sonrisa de quien aún respira— pegada a la cubierta.

He medido este artefacto milagroso: quince centímetros de largo. Diez coma cinco de ancho. Cinco milímetros de fondo. Es un breviario, el minúsculo catecismo de los que han perdido el norte, la biografía del niño que recorre el pasillo infinito de su casa en la noche y tiene miedo. Lo he medido al descubrir que cabe en el bolsillo interior de mi americana. Y que podría dejarlo allí, para siempre, como si ese fuera su sitio por destino: cerca de mi corazón, pálpito con pálpito.

Ahora la obviedad (una más, quiero decir): ¿cómo guardar algo tan grande en este exiguo espacio? ¿Cómo esta poesía tuya, que encierra profundos misterios sobre la vida, se me acurruca entre las manos si las coloco ‘en oración’?

Llevo la americana. Camino bajo un sol de dos mil años. Miro a la gente y me reconozco más seguro: entrego el torso, lo abro en estampida.

Ahora comprendo el miedo.

Ahora comprendo el miedo.

Ahora comprendo el miedo.

Y aunque no desaparece, aunque sigue estando ahí, acechando, las palabras me cubren con sigilo, sin que nadie más lo sepa; me permiten seguir dando pasos hacia el frente, mirar la luz pese a estar lejos, enfrentarme a los demonios y, cuando ya todo se nuble, llevar mi mano a ese bolsillo talismán y decirme: tranquilo, estás en casa.

Nunca saldré de aquí.
No quiero.
Nunca saldré de aquí.
No hay allí afuera nada
—nada—
por lo que yo quisiera
salir de aquí.
Todo lo que necesito
lo tengo dentro.
Todo lo que quiero
no se extiende más allá
de estas cuatro paredes.
Todo lo que alguna vez querré
jamás estará fuera.
Nunca saldré de aquí.
No voy a permitir que nadie
me saque de aquí.

Todos los que quiero
ya están aquí dentro,
conmigo.

Leo este poema y manipulo sus significados. Lo releo y me digo que también aquí —mi mujer, que llega pronto; los libros, la paz del galgo, algunos cuadros, ese par de amigos relajados…— lo necesario se completa: desde que llegó tu libro, María, y supe que ningún incendio borraría los versos que has escrito a través de tu sangre hecha noche y desvelo.

ESTOS POEMAS QUE HAN DE LLEGAR A LOS LECTORES

Que María Marín (Cieza, 1991) sea mi amiga no justifica este texto. Que la haya ‘acompañado’ a lo largo de la escritura de sus dos libros de poemas, tampoco.

Sí, conozco su obra mejor que la de muchos otros escritores que están en mis estanterías, he visto sus titubeos, he discrepado de algunas de sus elecciones y también he caído fascinado ante versos que tienen un reflejo en la realidad de su hogar y que son una especie de falsa/real biografía.

Pero no, no es eso por lo que me siento y, tras leer Lo que se hunde y regresar a El desafortunado intento (Boria Ediciones, 2018), abro un documento en blanco y trato de escribir algo con sentido.

Si lo hago no es por el compromiso de la amistad: es porque creo que hay una verdad en su poesía que merece la pena celebrar como lectores.

Esa intimidad casi física, la presencia de una fina socarronería ante algunas cosas, el dolor de la niña que corre a cobijarse bajo el babi de su madre. Todo está ahí: y pocas veces he visto una encarnación tan importante, tan real en el papel.

Porque aunque ella, profesora de lengua y de literatura, tanto lo recuerda —“la poesía es otra forma de ficción”—, yo sé que detrás de anécdotas e imágenes reales o irreales hay una serie de certezas que el lector se lleva y que, como a mí, que la conozco, le permitirán dibujar la exacta silueta de esta mujer.

Pongamos un ejemplo.

Dice el poema:

¿Sabes?
Las despedidas
saben a tierra.
Y yo mastico
todas las noches
un trozo de barro.
Lo aguanto en la boca

y trago.

Con esos versos, yo trazo una melena breve y desbocada, una habitación pálida de luz, tal vez un gato, los ojos, sabios de mirar, enfrebrecidos, las manos mesándose a sí mismas con un descontrol agónico.

Después, me entrego a lo profundo y veo a una mujer que sabe amar a su manera, que va construyendo ausencias para encajar/encajarse y que tiene la misma tristeza larga de aquella canción tan antigua. Pero también a quien celebra los lazos que se generan por natura, quien se pierde en unas páginas de Plath, quien escribe a deshoras con alguna llama prendida en el ingenio, quien asume, poco a poco, su destino de escritora.

Y sé que no me equivoco. O tal vez sí, pero qué importa: “la poesía es otra forma de ficción” y en ella he construido a esta poeta de la que tengo que hablar, porque me lo impone la lectura.

Llevo días en una habitación negra.
Mis ojos parecen haberse acostumbrado
a la oscuridad, juraría que incluso
puedo ver en ella.
Mi cuerpo ocupa el suelo a lo largo
de la estancia.
Los brazos y las piernas estirados
me hacen parecer más grande.

Debe ser lo que siente una embarcación
hundida en el fondo del océano.

La oscuridad no sabes dónde termina.
Sientes el suelo sosteniendo tu cuerpo.

El silencio.
Todo este silencio.
El silencio hace a la oscuridad más infinita.

La imposibilidad de reflotar la embarcación,
el cuerpo inerte. El hundimiento,
la calma, el saber que aquí
acaba
todo.

HAS DESTILADO EL TIEMPO Y LAS PALABRAS

Quienes han leído los poemas de María Marín coinciden en algo: su escritura camina por lugares extraños y genera unas sensaciones complejas en quienes se asoman a sus libros. Da miedo: está desangelada. Da risa: la seriedad se da la vuelta y se destrona. Y obliga a pensar en este mundo acelerado en el que tratamos de sobrevolar por ideas y realidades como la desprotección, la soledad, la vejez, los lazos familiares… intentando que no hieran.

Desde el recuerdo y la observación de su presente, María Marín construye poemas en los que solo busca conocerse… sin darse cuenta así de que ayuda a otros —a tantos y tantos otros— a intuir otras verdades que nos rodean y perturban.

A mí, María me ha enseñado a abrazar una madrugada que hace tiempo siento ajena. Pero también a mirar con menos miedo la demencia, pues alguien —tal vez ella misma— estará cerca y tapará por mí los espejos, si es necesario. O que el mejor compañero de piso es uno mismo, y por eso hay que aprender a amarse, aunque no del todo, aunque no del todo.

Todo ello a base de composiciones breves, brevísimas en muchos casos, que nacen, lo sé, como un fogonazo en lo oscuro y que poco a poco, muy poco a poco, lentamente, se van modelando hasta convertirse en piezas como esa:

Llevo días sin dormir.
No es ninguna novedad.
A veces pienso
que es necesario no dormir
para detestarse a uno mismo.
Está demostrado que
cuanto más tiempo pasas
con la misma persona,
más posibilidad tienes
de acabar gastándote.
Imagínate pasar veinticuatro horas
contigo mismo.
Qué disparate.
De modo que
el desprecio hacia uno mismo
no es nada bueno, porque,
¿cómo te deshaces de ti mismo
sin morir en el intento?

El trabajo de escritura de María Marín es un acontecimiento apegado a la vida: de pronto, tres poemas que jalan las comisuras de lo estable; ahora, silencio por meses; más tarde, una única palabra cambia, se transforma, y el verso crece y crece y se hace inevitable.

Tiempo, mesura, dudas, cambios, versiones… El trabajo de esta autora ante el papel ya escrito es un poderosísimo imán para quien, como yo, ha tenido la suerte de observarlo: mima al poema como el herrero sus obras. Pone la dureza al fuego y la golpea feroz para, poco a poco, cambiar los grandes martillos por pequeñas herramientas con las que ir modelando los detalles. Cuidado: si te acercas demasiado, quema.

El sonido bajo el agua
viaja mucho más rápido que por el aire.
Su velocidad se multiplica más de tres veces,
y si yo gritara ahora aquí abajo
no tardaría apenas en propagarse.
Aunque solo lo escucharía quien estuviera también
en el fondo, y nosotros apenas podemos movernos.

Pero qué pasa si no hay quien quiera oír,
si tampoco sé si alguien se abrazaría
a un cuerpo muerto,
si tampoco sé si quiero
que me encuentren.

SER UNA LUZ

Nunca he aguantado demasiado tiempo debajo del agua. Cuando era pequeño y competíamos, siempre era de los primeros —siempre el primero, pero el orgullo infantil me obligaba a mentir/me y luchar por no perder todas las veces— en sacar la cabeza en la piscina.

Sin embargo, cuando estaba solo o me abstraía, mi juego favorito era agarrarme bien al borde y meter la cabeza estirando bien los brazos. Mi mirada llegaba justo a una de esas luces laterales que parecían una escotilla. Y me asomaba a un mundo imaginario en el que había ballenas y lo oscuro. Allí aguantaba todo lo que podía, más que en ese otro juego compartido: un tiempo que era la vida entera.

Los gritos de la gente de una piscina en verano parecen cantos de ballena si te sumerges bajo el agua.

La ventana, el ruido-canto, la sensación de no ser un peso para nadie, ni para mí mismo.

La luz de esa escotilla, como el enigmático péndulo inmóvil de un hipnotista.

Y, sin saber cómo, la plenitud del mar, las olas empujando hacia otros rumbos, el miedo deshaciéndose en la espuma, la libertad con las manos tendidas hacia quien es solo susto y prudencia.

Lo que se hunde ha sido esta semana una armadura; también un viaje hacia esa luminaria de la infancia. Y en el naufragio, la paz de quien ha llegado a su hogar, quien se mira, por fin, sin la pátina de la culpa, sin la mancha de quien otros quisieron que fuera.

Has sido destello: permíteme bajar contigo.

Y

Déjame descansar
lejos de todas esas grandes
palabras
que no caben en el centro
de este útero infinito.

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Pablo75
Pablo75
1 mes hace

Es difícil evitar el ridículo cuando se quiere escribir un texto hiperpoético sin el mínimo talento para la poesía.

Alfonso
Alfonso
1 mes hace

¡Qué bonita es la amistad! Pero los entusiastas y desbordados elogios de alguien muy próximo siempre están en riesgo de merecer poco crédito, por la sospecha de ser eso, una sentida celebración de la amistad y el tributo que se paga a la humana inclinación de loar y ayudar a los amigos.