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Naipes olvidados

Ni la habilidad ni los objetos son las piezas más relevante para construir el imposible: lo más importante para el mago es el secreto, el conocimiento del secreto. Eso es lo que verdaderamente lo diferencia del público: conocer cómo se genera lo irrealizable, custodiar esa información y ponerla ante los ojos de la gente llena de oquedades, para que no se intuya más que el milagro.

Luis Alberto de Cuenca es un buen prestidigitador. Como los ilusionistas, ha descubierto un secreto: el de su voz. Y la cultiva con talento, logrando poemas que funcionan siguiendo una línea única, que muta con el tiempo, pero se mantiene fiel a un mismo espíritu.

"El gesto mágico está lleno de recuerdos, de referencias a los clásicos, de amor a novias de ya toda una vida, de mar y cuentos. Todas para el lector que, expectante, asume con sus ojos el misterio"

El secreto de Mago (Visor, 2023) es la última muestra de ello. El libro, que se hizo con el Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma en su XXXIII edición, es un ejemplo de «heterodoxia de libertad e independencia en el que existe un gran dominio de la forma», a decir del jurado del certamen; unos adjetivos que siempre han acompañado la trayectoria del madrileño, nacido en 1950, y que en este nuevo trabajo siguen ofreciendo algunos regalos en forma de Haikus, poemas en verso consonante, sonetos e incluso soleares más ‘urbanas’ que ‘flamencas’, que se enlazan en ingeniosos juegos temáticos y narrativos.

Son 35 los poemas que integran este libro, compuesto entre 2021 y 2022. El poeta los distribuye en cinco secciones temáticas —e incluso estéticas, en algún caso—, engendrando un inventario de gabinete, una sala de objetos abstractos y concretos, como los que habitan en el maletín del ilusionista: gomas de esponja, monedas, pañuelos e incluso un ramillete de naipes olvidados que recuerdan el origen.

El gesto mágico está lleno de recuerdos, de referencias a los clásicos, de amor a novias de ya toda una vida, de mar y cuentos. Todas para el lector que, expectante, asume con sus ojos el misterio.

No hay que ser un Houdini para escapar de aquí.
Bastan ganas, arrestos, velocidad, sorpresa,
todo lo que una fuga comme il faut presupone.
Estoy aquí. No estoy. Tan solo una palmada,
un abrir y cerrar de ojos, y me esfumo
del reino de la vida, buscando otro lugar
menos hostil, más claro, menos real, más libre
que el que ocupé hasta hoy y que ahora, de repente,
se me antoja podrido, vetusto, soporífero.
Pero es el Mago, siempre, el que con su varita
maravillosa apunta al corazón del mundo
para que la partida se haga más confortable.
Es Él, no yo, quien puede deshacer el entuerto
del ingreso en la nube de donde nadie vuelve
con un único gesto, una sola palabra
florecida en milagro. Y esa palabra vuela,
veloz, hasta la altura del enésimo cielo,
donde las negras sombras no existe, y la noche
se disuelve en el éter, y reina una luz tibia
que baña el universo y escribe en las estrellas,
con letras imborrables, el secreto del Mago.

Oirás el llanto

En el preámbulo de El secreto del Mago, Luis Alberto de Cuenca explica que este está muy unido al dolor provocado por la desaparición de un ser querido: «la muerte está más presente que nunca en el libro, pues perdí a uno de mis mejores amigos cuando lo estaba escribiendo, y una pérdida semejante construye imágenes especialmente doloridas en los poemas que tratan de suavizarla», cuenta el autor de La caja de plata.

Este es un hecho que no solo se aprecia en el tono general del libro, sino que se experimenta con la propia lectura: el autor dedica un capítulo central del mismo —oficio de difuntos— a unos poemas construidos, evidentemente, como un absoluto recuerdo de su amigo. Son textos en los que el llanto es manifiesto, casi la llantina de un niño despoja. Aquí la línea clara no es solo estética, sino biográfica y sentimental. Luis Alberto se abre en unos versos donde no predomina el lenguaje sino la vivencia, en los que la imagen cede ante el sentimiento. Y eso, ese extraño aporte, otorga más verdad si cabe al libro:

Últimamente estoy rezando mucho.
Convierto mis poemas en plegarias
porque me estoy muriendo de tristeza.
Ha cruzado el espejo mi más antiguo amigo,
José Luis Chousa, con quien me inicié
en el difícil arte de estar acompañado
a diario, pues éramos vecinos.
Cuando uno está mal, recurrir a Dios siempre
resulta positivo, aun sabiendo que no
va a hacerte ningún caso, pero eso es lo de menos.
Lo importante es saber
que hay un tipo con barbas allá arriba
que, en compañía de un joven muy guapo
con estigmas en las extremidades
y de un espectro en forma de paloma,
recibe tus mensajes, aunque nunca los lea,
y que esos mensajes se llaman oraciones,
como esta que ahora escribo.
No pido en ella más que algunas cosas
sencillas para Él, como que José Luis
esté ya disfrutando de la visión divina
y se siente en la mesa donde se sienta Dios
allá arriba, en un cielo que tiene muchos nombres,
pero siempre es el mismo.
O como que permita que pronto nos volvamos
a ver los dos en ese lugar tan estupendo
y juguemos a mil juegos distintos,
como hacíamos antes, cuando el mundo era joven,
hace más de seis décadas.
Solo eso le pido. Si me escucha
—que lo hará, porque Él lo escucha todo—,
tal vez le dé por complacerme.

Junto a este poema, Luis Alberto desliza otras composiciones, menos obvias, donde la construcción de la imagen del dolor es paralizante. Dice: «Deja que me refugie en esta vana / sensación de creer que hay algo eterno», «Adónde iré, / rodeado de muerte / por todas partes», «Esa mirada / de despedida a orillas de la nada / sería para mí un triste reflejo».

Desde luego, no es solo la muerte de los otros —aunque podríamos reconocer en los poemas aquella letra de Sabina: «Me duele más la muerte de un amigo / que la que a mí me ronda»—: todo el poemario tiene ese sabor de balance de quien ya se acerca, con pequeñas tentativas, hacia el último capítulo. Así, poemas como ‘Otra vez tú’, ‘La caseta’ o ‘Soleares de tus manos en el cine’, donde mira a su pasado al tiempo que se anima a aprovechar un presente que se le escamotea entre las manos como un juego de magia sin truco.

Ironía atada en corto

El autor de línea clara, Premio Nacional de Poesía en 2015 por su libro Cuaderno de vacaciones, publicado también en Visor, ha sido, desde siempre, un excelente manipulador —en el sentido más mágico del término— de la ironía.

"Madrid, que ya no es la ciudad que fue; la sempiterna crítica a lo políticamente correcto, el desencanto por un modo de vivir, el actual, que le parece impuesto e impostado..."

Este recurso, de fino humor, también está presente en El secreto del Mago, aunque una versión depurada. El autor parece haber domesticado a este animal hasta hacerlo casi subliminal. De este modo, el atisbo de lo que podría llegar a ser se convierte en un mecanismo todavía más interesante que un uso explícito y directo. Lo lees y surge la media sonrisa, pícara, que tan bien ensaya Luis Alberto en las distancias cortas.

Madrid, que ya no es la ciudad que fue; la sempiterna crítica a lo políticamente correcto, el desencanto por un modo de vivir, el actual, que le parece impuesto e impostado… Muchos de ellos son temas sobre los que el poeta trabaja una y otra vez. Sin embargo, el milagro mágico sigue ocurriendo: como buen ilusionista, cuida los ángulos, trabaja la presentación y, sobre todo, ensaya, ensaya una y mil veces para conseguir el aplauso inteligente, la ovación emocionada.

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