Llevo un tiempo sin salir a escribir. Lo hago como siempre, en la intimidad de mi casa. Y es que hay algo que me inquieta cada vez que pongo un pie en la calle. No sé si le pasa a todo el mundo; me parece ridículo hablar de ello con gente con la que no tengo confianza: he notado que los vados permanentes se han multiplicado en los últimos meses de un modo que casi me parece alarmante. Ya no se puede aparcar en la calle.
Me he fijado en cómo se comportan. Sus movimientos son erráticos cuando creen que nadie les ve, pero dudo que no sean conscientes de mi escrutinio severo. Cuando subo a la terraza para tender la ropa, me recreo aposta. Observo con paciencia y disimulo. Cuando no están tumbados al sol, se mueven de aquí para allá como autómatas. Los veo ensayar sus sonrisas. Esas sonrisas en las que estiran tanto los labios y enseñan tanto los dientes que parece que se les va a partir la cara en dos o se les va a dar la vuelta. Resulta inquietante verlos abrir y cerrar la boca, estirar las comisuras de los labios y forzar esa expresión que nos regalan cada vez que nos cruzamos con ellos. Cuando nadie les ve, caminan con los brazos pegados al cuerpo, el rictus serio y los ojos bailando de un lado a otro en busca de qué sé yo. Si me detectan, vuelven a la sonrisa, al saludo exagerado con el brazo levantado y los ojos tan abiertos que desaparecen los párpados.
La calle se ha llenado de vados, sí. Y la línea amarilla abarca toda la acera, también. Sin embargo, hay coches aparcados frente a sus puertas. Los de ellos. No usan sus garajes para guardar sus vehículos. Algunos ni siquiera tienen cochera y el acceso es una mera trampilla metálica junto a la pared del fondo de la terraza. Lo que sí tienen todos los sótanos es una diminuta ventanita por la que suele salir aquella luz brillante como de discoteca. Esos lugares en el subsuelo parecen estar destinados a otros menesteres. Me pregunto si el ayuntamiento sabe algo de esto, si se molesta en preguntar a sus vecinos la finalidad de esos vados cuando se los conceden, si realizan algún tipo de investigación —aunque sea básica— para saber si, al menos, tienen coche, si no se hacen con la señal para conseguir una plaza de aparcamiento a coste ridículo en la puerta de casa. Lo de las luces es algo común entre los nuevos vecinos. También los ruidos de metal chocando contra metal o arrastrándose por el suelo de cemento. Nadie sabe lo que hacen, pero sí que prefieren hacerlo a altas horas de la madrugada.
La otra noche aparcó una furgoneta de mudanzas en la puerta de casa. La vecina de enfrente, amiga de la madre de la que hablé antes, salió a recibir a dos tipos corpulentos con mono de trabajo azul. No pude ver el nombre de la empresa, pero sí el arcón que bajaron de la parte de atrás. Debía medir como unos dos metros de largo por medio de ancho y otro tanto de alto. Parecía de acero bruñido y, por entre sus rendijas, se escapaba aquel fulgor que ya había visto a través de las ventanitas de los sótanos. Arañazos y gruñidos apagaron los ruidos de la noche y la dejaron en silencio. Uno de ellos miró hacia la ventana desde donde los observaba y me sonrió. No me gustó. No me gustó nada. Se me erizó la piel de los brazos y la nuca. Lo que más me inquietó fue el movimiento de sus ojos y su parpadeo vertical. Un claro efecto de la incidencia de la luz de la farola sobre aquel rostro ceniciento de dentadura blanca y estremecedoramente perfecta. Eso es lo que me digo. Constantemente. Me recordó al remake de la peli de Noche de miedo. Esa en la que un nuevo vecino llega al barrio y resulta que es un vampiro. Si no supiese que los vampiros no existen, ahora mismo estaría acojonado. A las tres y pico se subieron de nuevo a la furgoneta y se marcharon, no sin antes levantar el brazo y saludar efusivamente con la mano en mi dirección. Los dos. Al unísono. En una coreografía perfecta, sincronizada con sus sonrisas.
Hoy me había propuesto acercarme al Café Moi y retomar los viejos hábitos. Pero, por mucho que me agradara la idea de ver a Lola —aún no la había visto después de su concierto—, no me apetecía soportar a su jefe babeándome con sus tentáculos y —he aquí la verdadera razón— tampoco quería cruzarme con la vecina. Porque intuyo que espera a que salga, como cada día, para aparecer de repente en su porche, levantar el brazo y sonreírme de aquella manera. Y, como cada día, me dará deliberadamente la espalda y dejará que vea las junturas de su disfraz de piel, esas que se unen en la parte más alta de la cruz que forma su espalda. No. Definitivamente no son vampiros.


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