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Mobland: Livin’ in a Gangsta’s Paradise

Mobland: Livin’ in a Gangsta’s Paradise

Si la memoria no traiciona a Henry Hill (Ray Liotta en Uno de los nuestros), desde que tuvo uso de razón siempre quiso ser un gánster. Del mismo modo, desde que uno almacena recuerdos de vida no tan adulta, siempre quiso saberlo todo de ellos. Y a los cincuenta y cuatro, salvo rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhauser, uno ha visto de todo. La historia de las cinco familias neoyorquinas desde el salón de Bill Bonanno por obra y gracia de Talese en Honrarás a tu padre (el árbol genealógico desde la guerra de los Castellammarenses es un auténtico vademécum). Capos a la antigua usanza, respetuosos a su manera con ciertos principios, como Vito, o herederos fríos y ásperos como la noche neoyorquina a las puertas de un hospital, como Michael, en El Padrino. Jefes con esa clase que sólo tienen irlandeses como Leo en Muerte entre las flores (¿hay algo más elegante que descargar el tambor de una Thompson, en batín y con un puro en la boca, sobre sicarios enviados para matarte en tu propio dormitorio, mientras suena “Danny Boy” en un gramófono?) o con esa forma de ser hortera tan particular de los italianos de Newark (que es a Nueva York lo que Móstoles a Madrid) en Los Soprano o en Goodfellas. Atracadores con pulso de cirujano y una vida planificada con la minuciosidad y la pausa de un coleccionista de sellos como Neil McCauley (Robert De Niro en Heat), que no se encariñan con nada que no puedan dejar atrás en treinta segundos, o descerebrados como James Coughlin en The Town, a los que no les puedes encargar ni el riego de tus plantas en agosto.

También uno ha conocido todo tipo de consiglieri (o fixers, como se los conoce en los días de TikTok y la IA): discretos y obedientes como Tom Hagen, arrogantes y caóticos como Tom Reagan, leales y letales como Luca Brasi, con los armarios repletos de debilidades como Eddie “el Danés” o ubicuos como el señor Lobo, que estará de allí a media hora pero que llegará en diez minutos.

"Con el paso del tiempo y los cruces matrimoniales, ahora se llaman Harrigan y conservan el instinto pero… no se parecen a los Shelby. Son más bien los Logan de Succession"

Y así uno intuye a Guy Ritchie, inconformista como es él, innovador, observando todo esto y preguntándose qué más se puede aportar. Dónde está el siguiente nivel. Y dejándose llevar, arrullado por pensamientos de ofertas que no se pueden rechazar y maleteros forrados con plásticos, uno  imagina al mejor director de su generación quedándose dormido. En su sueño inmediatamente aparecen los suburbios de Birmingham. “¿Qué habrá sido de la estirpe de los Shelby (Peaky Blinders)? ¿Cómo viven sus herederos en 2025?”. Y resulta que, efectivamente, los ve. De algún modo sabe que son ellos. Pero se han sofisticado. Viven en casas de campo señoriales a las afueras de Londres y conducen coches de lujo. Con el paso del tiempo y los cruces matrimoniales, ahora se llaman Harrigan y conservan el instinto pero… no se parecen a los Shelby. Son más bien los Logan de Succession, con el mismo Roy implacable, que en este caso se llama Conrad y lo interpreta un sublime e inesperado Pierce Brosnan, y con los mismos hijos idiotas de los que no se puede esperar nada aprovechable. Conrad se ha casado con Maeve (una Helen Mirren que, entre esto y 1923, está bordando sus últimos años de carrera) que maneja a su marido como Claire Underwood a Frank: con mano firme e inteligencia sádica.

Ante este panorama de descendencia, Maeve, que es quien se preocupa de la sucesión al trono familiar como lo haría la mismísima Cersei Lannister, ha puesto todas sus esperanzas en su nieto, que resulta ser una especie de Nerón rubio de 70 kilos. Aunque, si se fija mejor, si achina los ojos para enfocar, en realidad a quien está viendo Guy es al mismísimo Joffrey Baratheon, con su crueldad aleatoria y su calculado desprecio.

"Y eso es Mobland. Una versión corregida y aumentada de todas las historias de gánsteres en una única obra maestra"

Como cualquier familia de mafiosos que se precie, los Harrigan tienen su propio fixer. El tipo actúa como Ray Donovan, se anticipa igual, resuelve del mismo modo expeditivo y habla lo imprescindible, con el mismo hastío de quien está aburrido de explicarle a todo el mundo siempre lo mismo. Si acaso sólo abre la boca para decir “yo me encargo”. Se llama Harry de Souza y, como Ray, tiene su pareja de ayudantes, su Lena y su Avi. Y está casado con una mujer idéntica a Abby, rubia, menuda, de origen humilde y enamorada de su marido hasta las trancas pero desesperada por un permanente sentimiento de abandono. Sabe que tanto ella como su hija siempre estarán protegidas y vivirán en la abundancia pero, como las Donovan, jamás disfrutarán de un marido y un padre en sus vidas. Al menos de uno convencional. Y el caso es que Guy sabe que Harry es Ray pero no se parece a Liev Schreiber. Es más rudo, más corpulento. De hecho, le va aún mejor el papel. La luz se aclara y reconoce las facciones de Tom Hardy y se decepciona consigo mismo por haber tardado tanto en darse cuenta de algo tan obvio.

El ruido de una motosierra en un garaje despierta a Guy, que comprende, todavía en duermevela, que no hay nada que inventar. Que, como los buenos sastres, lo único que tiene que hacer es hilvanar los retales de genialidad de las mejores ficciones conocidas. Y eso es Mobland. Una versión corregida y aumentada de todas las historias de gánsteres en una única obra maestra. Que yo recuerde, desde que tengo uso de razón siempre quise ser Guy Ritchie.

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Mario Raimundo Caimacán
Mario Raimundo Caimacán
2 meses hace

Nunca me gustó el género cinematográfico de pandilleros, delincuentes organizados o “gánsters” en expresión de los norteamericanos. Esas películas generalmente los retrata como “hombres honorables” y pretenden idealizarlos como una especie de “héroes de los bajos fondos”, pretendiendo ocultar la realidad, la verdad, que son unos delincuentes, unos criminales y muchas veces la peor basura, que viven de las extorsiones, del narcotráfico, del tráfico de personas, de la prostitución alentada y forzada, del homicidio por encargo, del fraude, del robo y de cuanto delito exista. En un país civilizado no debería tolerarse la existencia del crimen organizado. Y sí los villanos se convierten en “héroes” en el imaginario colectivo, ya venció la perversión. Lo que intentó sin éxito James Joyce con su Ulises, lo están logrando los grandes estudios de cine con sus “gánsters”. Existe una película titulada “Mi criminal favorito” o algo parecido, destinado al público infantil, para inocular el veneno desde la más tierna infancia. Vivimos en un mundo salvaje, primitivo y sin brújula moral, sin capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Estas aberración se constatan cuando se perpetra un genocidio como el actualmente en curso contra los palestinos en la Franja de Gaza y muchos aún apoyan a genocidas como Benjamín Netanyahu, o al dictador Carnicero de Ucrania, o a la Dictadura Comunista de China que perpetra un genocidio contra los Uigures o apoyan a los delirantes dictadores de América Latina, incluídos los nuevos Reyes de Nicaragua.