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Monstruos y lógica, de Gilbert K. Chesterton

Monstruos y lógica, de Gilbert K. Chesterton

Acerca de Chesterton dijo alguna vez Jorge Luis Borges que no hay una página suya que no encierre una sorpresa o una felicidad. Monstruos y lógica es una recopilación de artículos aparecidos originalmente en Illustrated London News, revista en la que Chesterton colaboró semanalmente durante más de veinte años, y publicados en 1934 por la casa inglesa Methuen & Co. Esta es la primera vez que se publican traducidos al español.

Zenda adelanta el capítulo XXVI, titulado «Libros para pesimistas», de este libro publicado por Ediciones Espuela de Plata y por Renacimiento, editorial en la que el lector puede encontrar una buena representación —más de veinte títulos— de la obra de Chesterton.

XXVI. LIBROS PARA PESIMISTAS

En una peluquería, de forma inesperada un perfecto extraño me preguntó qué libro podría recomendarle a una mujer sumida en la depresión. El extraño parecía ser inteligente, pues logró formular su pregunta de forma inteligible. De inmediato me detuve a darle una respuesta con toda mi habilidad, con tanta naturalidad como si me hubiera detenido a darle fuego para encender un cigarro. Entonces, de repente, me encontré confrontado ante un abismo que se abrió entre el tiempo presente y el tiempo que más vivamente recuerdo. Me vi obligado a hacerme la pregunta fundamental: «¿Se le puede decir a un joven pesimista algo diferente de lo que se diría a un viejo pesimista?» Lo sé todo acerca del viejo pesimista: lo he visto desvanecerse hasta desaparecer, lo he visto vivir y lo he visto morir. Sé que hoy ya no tiene importancia que Swinburne haya dicho que el fruto de la vida es el polvo o que Byron haya dicho (con mucha mayor veracidad) que no hay una alegría que el mundo pueda darle que no pueda también quitarle. Había mucho pesimismo en la época en que comencé a escribir. De hecho, fue en buena medida a causa del pesimismo que comencé a escribir. Naturalmente, se esgrimirá como argumento a favor de los pesimistas el que yo haya comenzado a escribir.

No obstante, se plantea aquí una cuestión importante. Cuando era niño, el mundo realmente estaba dividido entre optimistas y pesimistas. Ninguno de los dos términos es filosófico y acaso ninguno de estos dos tipos podría ser un verdadero filósofo. Sin embargo, ambos eran verdaderas personas. No había modo de convertir a Walt Whitman en pesimista más que asesinándolo. No había modo de convertir a Thomas Hardy en optimista excepto torturarlo hasta convertirlo en algo completamente diferente a Thomas Hardy. Se estaba peleando una verdadera batalla, se entablaba una controversia legítima, en aquella era victoriana que algunos han imaginado unánime y estólida. En la superficie, no se trataba de una controversia religiosa. Por decirlo de alguna manera, se enorgullecía de no ser otra cosa que una controversia irreligiosa. Whitman era tan librepensador como Hardy. Tenía ante sí los mismos hechos del mundo material, y el mismo desdén hacia los hechos inmateriales que pudiera haber invocado en su auxilio. Por exponerlo con sencillez, la pregunta era: «¿Vale la pena vivir?» Incluso si la vida fuera solamente lo que se implica en la palabra biología, y haciendo de lado la inmortalidad, ¿la vida vale la pena? Al hacer de lado al cielo, ¿vale la pena vivir en la tierra?

Ahora bien, cuando era joven, había escritores que decían (para usar la célebre frase de Asquith) que la respuesta era afirmativa. Solamente dependían leve e indirectamente, o por lo menos en grados distintos, de cualquier ayuda fuera de este mundo. Con todo, Browning claramente estaba del lado de las creencias religiosas, mientras que Meredith claramente estaba en contra. Stevenson, a pesar de que a menudo utiliza frases que expresan simpatía por la religión, suele basar su confianza en ideas que no son religiosas. Lo importante es que, en aquella vieja atmósfera literaria, de inmediato podría haber respondido a un depresivo: «¡Lee a Stevenson!», «¡lee a Browning!» o «¡lee a Meredith!» Y entonces algo me dijo, en el silencio de la peluquería, que ya no tiene caso sugerirle a los pesimistas que lean escritores optimistas, y no porque los optimistas se hayan echado a perder. El problema es con los pesimistas. Pero, ¿y cuál es su problema?

Me parece como si todos los viejos inquietos, desde Job hasta John Galsworthy, quisieran ser convencidos de que todo está bien. Pero también me parece que todos los inquietos modernos quieren ser convencidos de que todo está mal. Darles buenas noticias es una forma de darles malas noticias. Por ejemplo, suponiendo que le pudiéramos probar a los pacifistas que desfilan en procesión interminable, diciendo que la Primera Guerra Mundial fue un acto de horrible crueldad, que fue un acto de necesidad inevitable. No quiero decir que ahora me propongo probarlo, aunque podría dar razones mucho más fuertes de las que pudieran ser imaginadas. Pero imaginen, solo mentalmente y con el propósito de debatir en abstracto, que algo así se pudiera probar. ¿Quedarían satisfechos los jóvenes pesimistas? ¿Al instante se convertirían en jóvenes optimistas? ¿Sus facciones refinadas se encenderían con gozo y alegría y quedarían reconciliados con la nacionalidad y la vida normal? Me parece que no. Me parece que el joven moderno (tras del susto que pasé en la peluquería, evito tocar el tema de la joven mujer moderna) de verdad quiere ser pesimista. Yo no creo que Thomas Hardy haya querido serlo. Por el contrario, me parece que tomó todas las oportunidades que le ofrecían las circunstancias para evitarlo. Cuando se ponía a describir los gloriosos paisajes del resplandeciente sur de Inglaterra, los describía movido por su pura belleza; hizo de sus colinas y valles algo más vívido que sus varones y mujeres. Hay pasajes de sus novelas que todavía recuerdo, largo tiempo después de haber olvidado las novelas. Puedo recordar la impresión de un pastizal espléndido que terminaba en una hilera de árboles nobles y edificantes. Para el nuevo pesimista ello parecerá una extensión de vegetación uniforme que termina en unas como plantas muy grandes. Me parece que el problema radica justamente no en que haya muchas personas que encuentran motivos para el descontento, pues siempre las ha habido, sino tantas que quieren estar descontentas. Mucha gente se siente descontenta si no puede estar descontenta.

Habida cuenta de que conozco muy poco el problema doméstico que me fue referido en la peluquería, sé que no cae en este caso. Lo tomé solamente como base para una especulación divagante, y esta especulación ya ha divagado demasiado lejos. No obstante, pienso que vale la pene persistir en ella con la esperanza de encontrarle un fin lógico, que no pretendo haber encontrado. Por decirlo de manera muy cruda: en la época victoriana, hasta los ateos podían ser optimistas. En estos tiempos del rey Jorge, los ateos están resueltos al pesimismo. Un hombre genial como George Meredith podrá, en lo fundamental y quizá no de manera abierta, confrontar la Naturaleza contra Dios. Un hombre genial como Aldous Huxley está mucho más molesto con la Naturaleza que con Dios. Cuando era niño, podría haberle dicho a cualquier chica deprimida que leyera La isla del tesoro para alegrarse; haciéndolo, sin duda alguna hubiera subestimado la complejidad, y peor aún, la perversidad de las niñas. Pero hubiera estado suponiendo que el espíritu de lucha de Stevenson realmente proporcionaba un apoyo para entrar en la vida. Mucho más importante, Stevenson ciertamente pensaba que era un apoyo para entrar en la vida. Si hubiera estado buscando optimistas para contestarle a los pesimistas como Schopenhauer y Hardy, al instante podría haberme vuelto hacia Browning o Whitman. Confesaré que, si bien he encontrado la justificación más profunda para la gloria de estar vivo, todavía pienso en esos jocosos paganos de la época victoriana que, como Whitman y Meredith, hacían una vigorosa defensa de la vida. Lo que quisiera saber es por qué aquellos que hoy son muchachos, como yo entonces lo fui, están de modo tan extraño y singular volcados en atacarla. Nosotros también éramos morbosos, puesto que éramos muchachos, y por eso también éramos maniáticos; éramos muy capaces de matarnos a causa de la belleza positiva de una mujer concreta y también capaces de asesinar a un semejante a causa de la justicia positiva de una revolución concreta. Pero siempre estaba la bondad positiva de una cosa en particular. ¿Por qué es que ahora hay tanta gente que solamente quiere defender la maldad negativa, no solamente de algo malo, sino de todas las cosas como si fueran malas? La presente generación tiene más placer y entretenimiento que la anterior. ¿Ese esa la manera correcta de enunciar la paradoja? ¿O acaso se trata de la respuesta?

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Autor: Gilbert K. Chesterton. Título: Monstruos y lógica. Editorial: Espuela de plata. Venta: Amazon y Casa del libro

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