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Mudanzas, de Margarita Leoz

Mudanzas, de Margarita Leoz

A mediados de los años noventa, dos jóvenes y doctos profesores de la Universidad Pompeu Fabra —Jordi Balló y Xavier Pérez— publicaron un ensayo titulado certeramente La semilla inmortal. Se planteaban una pregunta comprometida: ¿son tan originales las historias que nos cuentan las películas? Recorriendo el primer siglo de vida del cine, anudaban relaciones, semejanzas y herencias entre grandes largometrajes y los relatos fundacionales de la narrativa universal. Veintiún núcleos temáticos pueblan las pantallas, concluían. Con coincidencias en lo esencial.

Por ejemplo, la creación de vida, como se aprecia en el mito de Pigmalión, el chipriota enamorado de la estatua que él mismo modela, repite formas en Blade Runner y la hermosa replicante.

Más casos: el regreso de Ulises a la patria, a la isla de Ítaca, tras diez años de guerra en Troya, se parece, en esencia, al retorno desde Vietnam —con la medalla del Congreso o en silla de ruedas y sin condecoración—, de un marine. O a la vuelta en Mercedes de un campesino nacido en un pueblo de la Mancha tras quince años madrugando para trabajar en una fábrica en Stuttgart.

Las bandas rivales de puertorriqueños y de irlandeses y continentales —Sharks contra Jets— de West Side Story o las familias de etnia gitana de la periferia chabolista de Barcelona en Los Tarantos redoblan la trama de aquellos apellidos enfrentados, Montescos y Capuletos, en el amor sin aprobación parental que se profesan Romeo y Julieta. La semilla que no muere, que se transforma.

Margarita Leoz (Pamplona, 1980), licenciada en Filología Francesa y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, destacó pronto con un libro de cuentos francamente bueno: Segunda residencia (2011), al que siguió Flores fuera de estación (2019). Pero también ha mostrado ser novelista de ley y alma. De momento, con dos títulos: Punta Albatros (2022) y la íntima Lo que permanece (2025). Qué bien sabe titular.

Cuando la revista 5WWho, what, when, where, why— preparaba un especial, «Habitantes», le pidieron a Margarita Leoz esta maravilla de pieza que mejora con cada lectura: «Mudanzas». Regresar a la segunda vez que se repasa el texto agranda la impresión de la primera. Va más allá de los límites de la ficción. Los colonos, los habitantes pioneros de la primera fase de una urbanización, detalles sabios como el vestidor, las croquetas… Quien lo cuenta sabe de qué habla. Como sabía Euriclea, nodriza de Ulises, anciana, el origen de aquella cicatriz retorcida en el muslo de Ulises disfrazado. La narrativa pende de detalles y minucias. Hacen nuevo lo de siempre. Lo hacen, sobre todo, humano, palpable.

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Mudanzas

A principios de aquel verano nos mudamos a un chalet a las afueras. Mi padre organizaba barbacoas en el jardín, mientras mi madre enseñaba a las amigas su tan ansiado vestidor. Teníamos tres cuartos de baño, una parabólica en el tejado, la piscina comunitaria, una alarma antirrobo, persianas de seguridad, el vado permanente. Mi hermano y yo recorríamos en bici el perímetro de la urbanización, delimitado por los solares donde se promocionaban nuevas viviendas de próxima construcción. Llegábamos hasta el cementerio del pueblo viejo y volvíamos. Más allá solo estaban los trigales, el runrún de la autopista en sordina. Las calles no poseían ningún nombre todavía.

Duró poco. Un día mi padre regresó del trabajo a deshoras con el nudo de la corbata demasiado suelto y mi madre se encerró en el vestidor. Creía que no oíamos sus hipidos. La empresa de mi padre cerraba. El chalet se puso en venta. De regreso a la ciudad, ya en casa de la abuela, mi madre repetía: «Esto es temporal; es como irse de campamento». Era un entresuelo, en una calle ruidosa del centro. En las noticias hablaban de la crisis, de la burbuja inmobiliaria, de los tipos de interés, de nada que entendiésemos. Yo compartía dormitorio con mi hermano; sus escupitajos desde la litera de arriba solían acertar incluso en la oscuridad. Mi madre y mi abuela discutían en la minúscula cocina, mientras mi padre, repantingado en el sofá, fumaba hasta bien entrada la madrugada. Por la mañana, cuando mi madre nos arrastraba a la escuela, él aún dormía.

Aquello también pasó. Mi padre encontró otro empleo. Íbamos solos al colegio. Nos acostumbramos al entresuelo. Nadie volvió a mencionar el chalet. Mi abuela dejó de hacer masa de croquetas, su cuerpo se redujo, se quedó sentada en una butaca. Una tarde, sin embargo, mi hermano y yo cogimos las bicis, que ya nos quedaban pequeñas, y pedaleamos hasta la urbanización por unos caminos de tierra. Había farolas medio arrancadas, escombros, fachadas sin paredes ni ventanas. Me recordó al escenario de una película de zombis. Cuando nos aburrimos de tirar piedras a los agujeros de las alcantarillas, intentamos buscar la calle donde habíamos vivido. En vano. Se parecían todas tanto que fuimos incapaces de encontrarla.

De vuelta no podía parar de pensar que aquel decorado fantasma a mis espaldas había sido, en algún momento difuso, mi hogar.

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Publicado originalmente en el n.º 4, «Habitantes», de la revista 5W

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