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Ni siquiera humanos

Ni siquiera humanos

Hubert Mingarelli (1956) tiene algo que lo hermana —o lo hermanastra— con los autores centroeuropeos que provienen de la rama de Robert Walser: su predilección por abarcar los confines profundos de la experiencia a partir de la más pequeña odisea humana. Su última novela, Lhomme qui avait soif (El hombre que tenía sed; Stock: 2014), trata, sencillamente, de un hombre que tiene sed. En literatura no hay asuntos pequeños: la sed de un hombre puede antojarse algo insignificante o grandioso. El comienzo de la novela sorprende al protagonista en un acto entre ridículo y desesperado: “Hisao Kikuchi s’était couché sur le côté et ouvrait la bouche sous la pierre doù leau gouttait (“Hisao Kikuchi estaba tendido de lado y abría la boca bajo la piedra de la que goteaba el agua”), pero anuncia una épica no menos portentosa que el regreso de Ulises a los brazos de Penélope: a causa de esa sed tan intensa que le hace “tener ganas de comerse la piedra”, Kikuchi deja escapar el tren que debía llevarlo hasta su amada Shigeko y emprende un viaje para recuperar la maleta y el huevo de jade, “envuelto en papel rojo y protegido por sus calzoncillos de lana”, que han quedado en su vagón. Pero la sed se impone a todo, y con ella el deseo del agua: “Elle était sa vie et son bonheur. Elle était plus importante que la Patrie et le pays natal, plus belle que Shigeko, bien que, dans son imagination, cette dernière l’était déjà beaucoup. Leau était devenue, depuis la montagne de Peleliu, sans rivale.” (“Era su vida y su dicha. Era más importante que la patria y el país natal, más bella que Shigeko, y eso que, en su imaginación, esta última ya lo era y mucho. El agua se había convertido, desde la montaña de Peleliu, en una cosa sin rival.”) ¿Cómo se sacia algo que se muestra inalcanzable, y para lo que no hay nada que se le parezca?

"Se trata de una historia sobre la pérdida no de la inocencia (sus protagonistas tienen más de cuarenta años y bastantes fusilados a sus espaldas), sino sobre la pérdida de la ternura"

La encantadora miniatura de Mingarelli que acaba de publicar Siruela, Una comida en invierno (Stock: 2012; Siruela: 2019), en la excelente traducción de Laura Salas Rodríguez, es la historia de tres soldados que abandonan su destacamento en medio de la nieve para “salir de caza” (poco a poco sabremos en qué consiste esa caza) y evitar así formar parte del pelotón de fusilamiento que la mañana siguiente acabará con la vida de un grupo de prisioneros. Pero igualmente cabría decir que se trata de la historia de tres soldados que intentan calentar un caldero de sopa. También, que se trata de una historia sobre la pérdida no de la inocencia (sus protagonistas tienen más de cuarenta años y bastantes fusilados a sus espaldas), sino sobre la pérdida de la ternura: y esto es infinitamente más importante que la inocencia porque, aun sin inocencia, todavía nos quedaría la ternura, pero sin ternura no llegamos a ser ni siquiera animales. La voz narrativa redunda en esta idea a través de pequeños giros coloquiales y el recurso de las frases hechas que en ocasiones —y salvando las distancias de intención y asunto— recuerdan a la ligereza de Holden Caulfield. Causa un placer enorme para el lector que no se queda en la superficie de la prosa la manera en que Mingarelli describe esa pérdida, empleando tan sólo dos elementos que reviste de una condición simbólica y alterna sigilosamente en la novela: los círculos y las manos. Lo primero evoca la doble dirección de la ternura; lo segundo, nuestra relación más inmediata con el mundo. Me encantaría detenerme a explicar el modo en que esos elementos son una y otra vez manipulados para crear una narrativa por debajo de la narrativa y un efecto de cercanía inocente en el lector, pero este texto pretende ser una invitación a la lectura, y entrar en ese juego sería privar al futuro explorador de uno de los mayores placeres que encontrará en este libro. Pondré sólo un ejemplo que demuestra la sutileza de Mingarelli como narrador: los soldados alemanes y el judío al que encuentran oculto en un agujero utilizan las manos para hacerse entender (p. 38); uno de los soldados, cuya muerte se anuncia muy pronto, deja por dos veces de saber qué hacer con las manos (p. 72 y p. 103), y sólo recupera su movimiento (p. 105) cuando dos cosas aparentemente aisladas se revelan como una sola cosa ante él: la piedad hacia un joven desamparado y el amor hacia su propio hijo. Una segunda lectura permitirá entender qué terrible significado esconde el silencio futuro ante el cuerpo desangrado de ese mismo soldado (p. 21) y por qué “aquel día en Galizia” en que encontró la muerte “era necesario que alguien hubiese hablado” (p. 33).

Toda la novela, que parece dibujada en un solo trazo transparente como los cómics de la línea clara francobelga —y, de hecho, hay algo en los protagonistas que hace pensar en los soldados de Tardi—, discurre entre el blanco de la nieve y el negro de los hechos contados, con sólo dos maravillosos golpes de color: la ventana iluminada (amarillo) ante la que el narrador querría haberse detenido para pedir un tazón de leche (blanco) y el recuerdo de los girasoles (amarillos) en el lugar ahora tomado por la nieve (blanco): colores cálidos, símbolos evidentes de los consuelos del pasado y la esperanza. Ni siquiera el fuego que arde para hervir la sopa en tiempo presente parece, en comparación, otra cosa que humo. Entre todos estos aciertos, sólo cabe señalar un error: a un pueblo polaco que los soldados atraviesan se le describe “triste comme une assiette en fer quon na jamais lavée” (“triste como un plato de hierro que nunca hubiese lavado nadie”, p. 15). La metáfora resulta demasiado elaborada e implausible, y si la excusamos es sólo porque el frío de ese plato de hierro resuena delicadamente en el “sol pálido” que emerge un párrafo más abajo.

"Donde la crítica anglosajona ve a Hemingway, yo veo a Camus con un leve acento alemán"

Los críticos, principalmente en el ámbito anglosajón, han dedicado a la novela toda clase de elogios : “obra maestra”, “belleza devastadora”, “luminoso relato”, son sólo algunos de ellos; sin embargo, tengo la impresión de que en todos esos merecimientos pesa más su condición de novela de guerra, o “novela del Holocausto”, que el hecho, precisamente, de haber sido escrita con la intención de trascender esa condición y transitar por el territorio de la alegoría. No el de la fábula —una forma rudimentaria de la novela de tesis, en palabras de Borges—, y tampoco, por suerte, el de la fantasía, como habría sucedido con que Mingarelli hubiera apuntado un dato que deliberadamente no menciona (la segunda guerra mundial) o hubiese sustituido el origen (judío) de uno de los protagonistas. Naturalmente, también pesa en ellos la sutileza del estilo semingrávido de Mingarelli. En un artículo anterior (La grandeza de un estilo) describí las peculiaridades del estilo francés, y todo lo que comenté entonces acerca de la sencillez en la forma y su capacidad para profundizar en el sentido último de la experiencia sirve también para ensalzar la delicadeza expresiva de esta novela: donde la crítica anglosajona ve a Hemingway, yo veo a Camus con un leve acento alemán (y haciendo alguna que otra visita a los hornos donde Flaubert forjó los símbolos escondidos en Madame Bovary). Sin embargo, más allá de cualquier mensaje —territorio del publicista pero no del artista—, y todavía más allá de los halagos que, de tan usados, pueden llegar a sonar a hueco, existen mejores motivos por los que esta novela merece cualquier elogio desde el punto de vista de la calidad literaria, y confío en haber sido capaz de llamar la atención sobre al menos algunos de ellos. Curioso momento este, por cierto, en que es preciso puntualizar que los libros deben ser juzgados, y aplaudidos o denostados, por su calidad literaria, y no por el valor que supuestamente les otorga el estar en el lado correcto de una u otra etiqueta.

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Autor: Hubert Mingarelli. Título: Una comida en invierno. Traducción: Laura Salas Rodríguez. Editorial: Siruela. Venta: Amazon

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