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No desearás la muerte en Venecia, de Carlos Clavería Laguarda

No desearás la muerte en Venecia, de Carlos Clavería Laguarda

Thomas Mann publicó La muerte en Venecia en 1912 en la revista Die Neue Rundschau, pero no fue hasta el año siguiente que consiguió que se imprimiera y distribuyera en formato libro. Para conmemorar el 110 aniversario de aquel acontecimiento editorial, Altamarea publica un libro de Carlos Clavería compuesto por dos novelas, cada una de las cuales narra un retrato distinto del bello Tazio.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de No desearás la muerte en Venecia (Altamarea), de Carlos Clavería.

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No era un nido de espías, nada se fabricaba allí y hacía siglos que era solo un lugar acostumbrado a la muerte. En Venecia vivía una clase de muerte que cuando te mira de cerca te inyecta una seña de identidad, una muerte que no es necesario matar porque se muere sola. Y de la muerte hizo la ciudad una seña de identidad. Primero vino la decadencia —una decadencia tan eterna como la muerte—, después vivió allí la muerte, lenta como solo la decadencia de los que bajan de la gloria, sin ser conscientes, puede ser lenta.

Pensó: no fue la belleza lo que la libró de una nueva destrucción. La historia la había dejado sin el valor estratégico que necesitan las bombas para ser rentables, y quizá eso la salvó de la destrucción. Ya no era un nudo de comunicaciones y el mar ya no bastaba para hacer de muralla. Los buques de guerra disparaban en 1944 proyectiles a decenas de kilómetros de distancia de un objetivo terrestre sin respetar belleza ni historia; sin embargo, la dejaron intacta. Una ciudad que comienza en una vía muerta no necesita ser bombardeada porque ni tan solo es lugar de paso, es poco más que el final de una vía muerta. Venecia no servía ni para huir, pues nadie que huye en desbandada se refugia en un puerto del que no se puede escapar. Y aún menos si el refugio, el puerto —se sabe desde hace siglos—, atrapa al prófugo que va allí a esconderse y lo arrastra y lo aniquila como muere la belleza en los callejones sin salida: sola, desleída y podrida por la nostalgia. En 1944, Von Stadion no había profundizado aún la lección de 1911, pero no la había olvidado, por eso no dejaba de fantasear sobre Venecia.

En la primavera de 1944, Tadeusz von Stadion hacía tiempo que no aceptaba triunfalismos. Noble, soldado de carrera y militar de altísima graduación, sabía desde hacía meses que la guerra estaba perdida. Lo supo cuando tuvo noticia de que las acciones innobles eran más frecuentes que los valores nobles. La última posición que le tocó defender, antes de asumir que el mejor general iba a ser el que mejor organizara y soportara la retirada, fue la ciudad de Treviso o, si se prefiere, la última frontera italiana.

El 7 de abril, cuando las fuerzas de tierra del Ejército alemán resistían todavía en Montecassino, Von Stadion rechazó escolta y compañía para recorrer la ciudad devastada. Poco quedaba en pie de Treviso. Los soldados intentaban rescatar lo rescatable y lo hacían mecánicamente, derrotados, con ojos de no comprender cómo aviones enemigos salidos de bases a mil kilómetros al sur podían destruir una ciudad sin que su gloriosa aviación opusiera resistencia. Los soldados llegaron a la misma conclusión que el militar de más alta graduación, aunque a través de razonamientos diferentes: si la retaguardia es más vulnerable que el frente terrestre situado casi setecientos kilómetros al sur, solo queda habituarse a mirar el cielo, los cascotes y los incendios con los ojos de la derrota. Unas veces, la derrota tenía el rostro de la rendición, otras, el de la retirada; la muerte superaba los límites de ambas.

Von Stadion no necesitó dar órdenes a sus soldados. Tampoco hizo falta que nadie dijera a los italianos cómo debían apilar los muertos, llorar o dirigirse a los alemanes: estos aprendieron al instante a ser hombres vulnerables; para aquellos, era el primer escalón que iba a llevarlos a vivir entre ruinas los próximos años, y prófugos en su tierra. Tras el bombardeo, se cruzó con ciudadanos valientes y con ciudadanos acobardados, a estos los miraba con atención y a aquellos con la triste compasión de quien detecta la maldad y el pillaje en el corazón ajeno. El militar se detuvo ante el Palazzo dei Trecento y creyó ver evaporarse en el humo el color de unos frescos que abandonaban las paredes para siempre. Pensó en las veces que la fachada triangular le había recordado algunos palacios del Augsburgo de sus antepasados. Pensó en las veces que asumió el nuevo código de conducta, aunque no coincidiera con el suyo, y lloró los motivos que lo habían llevado hasta allí. Se arrodilló para recoger los restos de un libro que había volado decenas de metros y pensó en Venecia.

Tadeusz von Stadion, veinte generaciones de prelados, de margraves, de maestros de capilla, de privados palaciegos en sus venas, hombre de marcialidad en el gesto y de mirada que recibe tanta belleza como esparce, hombre derrotado en pie, recorrió con la vista la plaza en ruinas para encontrarse con la mirada de un hombre que había sido un muchacho hasta hacía apenas ocho minutos. El militar, impecable, y el chaval, polvoriento, ambos desorientados, compartían un sentimiento, fruto de la mezcla de conmoción y rabia: el de saberse testigos de lo monstruoso, de lo grandiosamente cruel y horrible. Sobrevivir a la destrucción, cuando es hija de la maldad universal del hombre, identificó a quien la causaba y a quien la sufría. Y fue así porque lo horrible sucedía en un país cuyos habitantes habían declarado la guerra a los ocupantes que el Gobierno consideró hasta hacía poco bienvenidos; sucedía en un lugar en el que ocupantes y habitantes sufrían por culpa de la maldad universal también presente en un tercero. El tercero pretendía liberar a los habitantes de maldades aún peores y para las que no iba a haber penitencia ni arrepentimiento suficiente en la tierra, tampoco en el infierno.

Von Stadion había estado una vez en Italia, pero no era una Italia en guerra. Cadete militar por obligación de las cuotas familiares que distribuían cargos eclesiásticos, académicos y militares con la precisión que exige la necesidad de expandir el apellido, se distinguió como joven oficial imperial en algunas batallas en el frente occidental antes del armisticio de 1918. Poco después de cumplir los veinte años se vio obligado a abandonar la convicción imperial para abrazar sin ganas la nueva estructura republicana del Ejército. Hombre de tradición, decidió mantenerse fiel al primer código de honor que juró cuando entró en el cuerpo del Ejército bávaro. Había continuado la carrera militar más por obligación que por convicción y la llevó más allá de los tiempos estúpidamente heroicos en los que sus superiores mostraban con orgullo las medallas y no la marca de nobleza en el apellido. El escalafón fue para Von Stadion una serie de peldaños subidos sin alardes y con inercia irrenunciable y, por eso, algo doloroso cuando lo descubrió corrupto, hipócrita y maliciosamente racional; más doloroso aún cuando comprobó que el honor había perdido la guerra contra la malicia racional y la inercia irracional.

Von Stadion había dado orden de ser llevado el día 7 de abril de 1944, Viernes Santo, a Venecia. Las alarmas aéreas de Treviso dieron el primer aviso poco después de la una del mediodía: la visita a la ciudad marina debería esperar. Aquella tarde, Von Stadion intuyó que retirarse iba a ser la única manera de resistir, pero supo confidencialmente que ningún enemigo (occidental u oriental) aceptaría el plan de retirada que proponía por separado un ejército moribundo, indigno y mezquino. Mientras conversaba en silencio con la figura de aquel joven italiano, reflexionaba acerca de la diferencia que, según su idea del honor, había entre retirarse y rendirse, entre conjurar y traicionar. La ciudad fue bombardeada diez veces entre abril de 1944 y marzo de 1945. Las suyas fueron las últimas divisiones alemanas en rendirse. Cuando el 25 de abril le llegó la noticia de que un gran número de partisanos, en su mayoría comunistas, habían tomado Bolonia, sabía qué noticias iba a recibir de Caserta: él fue uno de los más de un millón de militares alemanes en suelo italiano que entregaron las armas entre el 29 de abril y el 2 de mayo de 1945. Para un soldado, entregar las armas puede ser una liberación; para un Von Stadion, entregar el poder y el honor no fue nunca una liberación, quizá porque para el soldado la muerte tiene rostro y para un Von Stadion era solo marcas de colores en los mapas, noticias lejanas de ofensivas y glorias, de soldados que ejecutan civiles y partisanos por las cunetas, de soldados degollados por la espalda en las colinas del sur, tristeza de ver una guerra violentísima que se acaba a escondidas y a emboscadas.

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Autor: Carlos Clavería Laguarda. Título: No desearás la muerte en Venecia. Editorial: Altamarea. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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