No cabe la menor duda de que la obra de Nabokov Lolita se ha erigido como una de las más polémicas de la literatura contemporánea. Sin embargo, como todo en esta vida, la polémica no siempre debe ser sinónimo de admiración o respeto; es más, en ocasiones debería ser motivo de reflexión crítica, de desacuerdo y de esa valentía que caracteriza a los que se atreven a ver más allá de la brillantez de la palabra. En mi opinión, Lolita es una novela que, aunque envuelta en una indiscutible habilidad literaria, adolece de una moral corrosiva que, lejos de aportar algo valioso, termina por prostituir el concepto mismo de la literatura como vehículo de reflexión ética y humana.
Nabokov se esmera, no en mostrar la verdadera naturaleza de Humbert, sino en hacernos sentir simpatía por él, como si su talento narrativo fuera suficiente para justificar el abuso que se describe. Aquí radica el primer gran fallo de Lolita: la obra no es simplemente un relato de la degeneración moral de un hombre, sino que, a través de la mirada fascinada de Humbert, el lector es inducido a participar, de alguna manera, en esa visión distorsionada del mundo. En un momento, uno se encuentra leyendo las atrocidades de un criminal y, sin embargo, la pluma de Nabokov nos invita a disfrutar de la prosa, a admirar la elegancia con que se describe el dolor y el sufrimiento. Es como si, en última instancia, la belleza de las palabras fuera más importante que la belleza del alma, como si la estética fuera el fin último, y no los valores humanos que se deberían defender.
El retrato de Lolita, la joven víctima, es igualmente problemático. Nabokov, a pesar de sus esfuerzos por darle complejidad, la presenta principalmente como un objeto de deseo. La mirada de Humbert hacia ella se convierte en la nuestra, y es imposible escapar de la deshumanización que impone esa perspectiva. No importa cuántas veces Humbert se refiera a ella como un ser etéreo o un “símbolo”, Lolita sigue siendo, ante los ojos del lector, una niña que se ve constantemente reducida a un cuerpo y un deseo, sin agencia, sin voz. Y no se engañe el lector: este es el verdadero “logro” de Nabokov, que logre que el lector se identifique con la mirada del agresor, que acepte como legítima una forma de ver el mundo que no solo es errónea, sino peligrosa.
Se nos dice que la novela es una reflexión sobre el mal, sobre las profundidades a las que puede llegar un ser humano cuando pierde toda brújula ética. Pero lo que Lolita realmente propone, con su estilo barroco y su prosa envolvente, es un enfoque que trivializa esa maldad. Cuando se le da forma literaria, el mal deja de ser condenable, y pasa a ser simplemente una anécdota literaria, un tema sobre el que se puede divagar con cierta fascinación esteticista. De este modo, lo que debería ser un relato conmovedor sobre la inocencia perdida se convierte en una celebración del egoísmo y la degeneración humana, un ejercicio de exhibicionismo intelectual que no busca redimir a nadie, sino tan solo captar la atención del lector con la agudeza de sus frases.
Nabokov, al contrario de lo que algunos de sus seguidores aseguran, no está aquí para iluminar el alma humana, sino para mostrar, a través de su destreza lingüística, hasta qué punto la literatura puede ser utilizada para embellecer lo que es moralmente atroz. En este sentido, Lolita se convierte en una obra profundamente peligrosa. No porque nos presente una historia compleja y humana, sino porque transforma lo inaceptable en algo tolerable, incluso atractivo, gracias a su envoltorio narrativo. La literatura debe ser un espejo de la condición humana, no un artefacto para distorsionarla.
A los lectores que defienden a Lolita como una obra maestra literaria, les invito a pensar qué significa realmente ser un “maestro” de la literatura. No es simplemente una cuestión de técnica; es la capacidad de guiar al lector hacia un mayor entendimiento de sí mismo y del mundo. Nabokov, en cambio, en su afán por sobresalir con su pluma, nos lleva a una región oscura de la mente humana sin ofrecer ninguna salida, sin provocar una reflexión genuina, sin dejar espacio para la reparación o la justicia. Y eso, a mi juicio, no es literatura, sino una mera exhibición de talento vacío, una provocación sin propósito.
En conclusión, Lolita es un canto envenenado que, bajo la superficie de su prosa refinada, esconde un mensaje tan turbio como la mente de su protagonista. Una obra que, lejos de sublevar nuestra conciencia moral, parece reducirla a la fascinación por la forma y el artificio, sin importar cuán destructivos sean los contenidos. Si la literatura tiene alguna función moral, es la de desentrañar los horrores de la condición humana, no de vestirlos con ropas de seda para hacerlos más atractivos. Y, lamentablemente, Nabokov, con todo su talento, ha optado por el camino más fácil: el de la seducción intelectual a costa de la verdad.


Pues esta vez coincido, punto por punto, con Joyce. No creo que una obra literaria, o una película, deban tener necesariamente una intención moralizante, pero la lectura de Lolita, precisamente por el desequilibrio entre lo que se cuenta y cómo se cuenta, no abruma por su belleza sino que produce un rechazo (y un desprecio) similar al que sentiríamos si, por ejemplo, una obra maestra como “Henry, retrato de un asesino” se nos contara no ya en forma de comedia, sino haciéndonos admirados e ilusionados partícipes de las lamentables andanzas de sus protagonistas. De todas las formas que hay de sumergirse en el horror, Nabokov eligió la más indigna, logrando, como bien dice Joyce, “una mera exhibición de talento vacío, una provocación sin propósito.”