Los hechos de Key Biscayne de Xita Rubert ha sido galardonada con el Premio Herralde de Novela, un reconocimiento que me ha permitido descubrir a una escritora intempestiva. A pesar de su juventud, la novela parece reunir la madurez de una larga trayectoria literaria. Su estilo danza entre lo jovial y lo clásico, entre la vitalidad y lo crepuscular, fusionando con talento lo cómico y lo filosófico.
Su hija, protagonista y narradora, es una adolescente de doce años que comienza la difícil etapa de “matar al padre”. Poco a poco observa cómo se desvanece el carácter idealizado de la figura paterna. Lo que antes le parecía divino ahora se muestra lleno de costuras y remiendos, defectos, trucos y trampas que él usa para sobrevivir. Este momento de desvelamiento abre un abismo de orfandad existencial, pues la protagonista quiere conservar a su padre en un pedestal, pero comienza a ser consciente del daño que implica mantener esa mirada. La interacción entre ambos está marcada por la ternura, el desencanto, la manipulación involuntaria, el conflicto de lealtades, la complicidad intelectual y el rechazo a la superficialidad hedonista de un padre que oculta su propio malestar.
Ricardo, su hijo mayor y su hija se instalan en la isla de Key Biscayne, dejando atrás el frío del invierno bostoniano para adentrarse en el eterno y húmedo verano del sur de Florida. La familia parece una especie exótica trasplantada en un territorio que no es su ecosistema, rodeados de diplomáticos, famosos, mafiosos y adolescentes que tienen pechos de silicona. La isla se convierte en cómplice del intento del padre por huir de sí mismo.
Además del choque cultural con el medio, la familia enfrenta sus propios conflictos. Uno de ellos es la distancia generacional entre el padre y sus hijos; el otro aparece entre la madre, que es responsable y teme por la integridad de sus hijos desde España, y su exmarido, que se comporta de forma negligente y parece más preocupado por hacer reír a sus hijos que por la cordura doméstica. La protagonista se aproxima a otras personas y lugares donde se dan situaciones siniestras en un sentido freudiano, es decir, desvelando todo aquello que, debiendo permanecer oculto, no obstante se ha manifestado (el mejor ejemplo es el prólogo dedicado a la primera visión de un pene).
La madre decide ir a Key Biscayne para recomponer el orden que sospecha fracasado. En esa recomposición de la familia surgida como un apósito temporal, la protagonista descubre que la vocación por la escritura nace de la búsqueda de un tono, capaz de versionar los hechos para congraciar a su padre y a su madre. Irónicamente, y en relación con el título, no hay hechos en Key Biscayne, solo hay interpretaciones de un pasado que la protagonista recuerda, o mejor dicho, que su memoria falsifica de forma autónoma para mantenerse a flote.
En este momento, la novela se convierte en una reflexión sobre la escritura, que brota cuando surge la tensión entre el fin del paraíso de la infancia y lo traumático de la iniciación en el mundo adulto. Como Nietzsche señaló, se necesita un gran caos interior para dar a luz a una estrella danzante, y Rubert logra justamente eso: cuando la narrativa heredada del padre ya no es suficiente, aparece la ficción como creación de sí mismo. Si no producimos estrellas que nos guíen, la adolescencia es un caos que puede prolongarse hasta la muerte.
Uno de los aspectos más destacables son las observaciones de la protagonista sobre la naturaleza humana, entre mis favoritas: la auténtica soledad no ve a personas, sino a instrumentos; pero también: el único modo de enseñarle algo a alguien es mintiéndole. No se accede a la verdad desde la verdad. Al oasis se llega, si se llega, porque uno ha descubierto el espejismo. Aunque si tuviese que elegir uno de los aforismos, me quedaría con este, que cuestiona la potestad del conocimiento: lo que sabemos nos deja a la deriva. Así, Los hechos de Key Biscayne se convierte en una novela pensante, que pone la prosa al servicio de la reflexión filosófica.
Resulta difícil renunciar a ser la princesa del hogar, pero si no se “mata al padre”, se corre el riesgo de acabar con sus arrugas. En la niñez, el amor paternofilial es puro; en la adolescencia, se convierte en algo carcelario. Por ello, quizás el acto supremo de amor hacia un padre se traduzca en una frase: “no moriré contigo”.
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Autor: Xita Rubert. Título: Los hechos de Key Biscayne. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.
Excelente reflexión de nuestro escritor-filósofo Sergio Antoranz sobre una novela de su propia generación en la que se reflexiona sobre cuestiones específicamente filosóficas, la complejidad de ir cumpliendo años , la relaciones entre la literatura y la vida, y especialmente cómo salvar la herencia del padre, al mismo tiempo que la protagonista se va a transformando en un espejo del padre , filósofo y escritor. El profesor Antoranz acierta plenamente al comunicarnos que la literatura va unida a la biografía íntima de sus autores y nos presenta un mapa de la obra que nos impulsa a su lectura. Enhorabuena Sergio!!!
Vuelvo, no puedo dejar de darle vueltas a todas las migas que dejó diseminadas la narradora. Me viene a la cabeza Ele: Electra, digo Eleonora.
Querido Sergio:
Me ha fascinado esta novela a la que me has llevado por tu presentación, tus palabras, tu mirada.
Y viajar a Key Biscayne desde Boston, siendo recibida al lado de los personajes protagonistas, sobre todo de la conciencia narradora, por tremendo temporal ha sido una sacudida tan fuerte que como palmera indefensa ante los embates del tornado, algo he perdido para siempre y algo he ganado: la necesidad de fortalecerme ante las tormentas sangrantes de la vida.
Ese temporal presagiaba aspectos desoladores de una existencia, tan dolorosos y terribles que la misma conciencia narradora voladora en el tiempo y necesitada de engaños para soportarla anuncia tajante desde el principio, serena, clara, sincera que ha de tergiversar lo ocurrido para narrarlo.
Así ha de ser para hacer frente a los carruajes tirados por cocodrilos o para dejarse la piel engullida por oportunista caimán.
Hay sombras, hay hechos siniestros que nunca deberían ser revelados, y si lo son bajo el sol incontestable del trópico, qué han de hacer a plena luz, asumir únicamente otra apariencia para poder soportar la visión prístina y clara del espanto.
No nos engaña la joven narradora, más joven aún en sus recuerdos, no podemos acusar de mentira el relato de hechos, por verdadero más refugiado en la mentira. La alerta es máxima en la lectura desde el inicio, desde el perturbador frío que encoge nuestros huesos en el Norte de los EEUU hasta el frenético calor que envolverá nuestras certezas bajo las cómodas nebulosas de la claridad y de los carritos de golf de cuerpos perfectos.
Dos reminiscencias me sacuden a la par, a saber, la primera viene cantando en la voz de Víctor Hugo, así rezan mis recuerdos:
¨Las casitas del Barrio Alto
con rejas y antejardín,
una preciosa entrada de autos
esperando un Peugeot.
Hay rosadas, verdecitas,
blanquitas y celestitas,
las casitas del Barrio Alto
todas hechas con resipol.
Y las gentes de las casitas
se sonríen y se visitan.
Van juntitos al supermarket
y todos tienen un televisor.
Hay dentistas, comerciantes,
latifundistas y traficantes,
abogados y rentistas.
Y todos visten policrón,
juegan bridge, toman martini-dry.
Y los niños son rubiecitos
y con otros rubiecitos
van juntitos al colegio high.¨
La segunda, cómo no, la extraordinaria película de “La invasión de los ultracuerpos”, delata lo perturbador, lo sinestro, aquello que hay que esconder bajo la apariencia de lo bello, de lo conocido, de la aceptado y aceptable, de lo políticamente correcto. Ciertamente, esta película de Don Siegel, basada en la novela de Jack Finney, nació al amparo de una situación política concreta: el anticomunismo y la caza de brujaS macarthista, pero su simbolismo es tan extraordinario y profundo que se hace extensible a cualquier situación de mascarada visible y ahogo o muerte internas. Así pudiéramos decir de nuestra frágil protagonista enfundada en traje de resistencia, aunque este también en hábil simbolismo se resquebraja con su cocodrilo Lacoste harapiento por ardiente cigarrillo inoportuno, nótese ya la metáfora fálica. O la dificultad de hacerse con el uniforme reglamentario, o lo que es más terrible, rogar por el dolar del viernes para deshacerse del mismo, mostrándose en lo venidero desprovista incluso del traje engañoso, dejándose morir por el calor de la cómoda piscina un día tras otro, tras otro, tras otro, sin decir nada, en la aplastante y terrorífica asechanza de lo familiar, de lo cómodo, de lo no dicho por la indolencia del sofoco tropical, extendido a la primavera, como si la llegada de esta no fuera una prolongación de lo untuoso fuera de plazo, de estación, de edad, de abuso indeseado y terrible, sofocante hasta el extremo de no poder gritar, ni luchar, ni quejarse, ni hablar, ni moverse siquiera, ni reaccionar….
“También Eleonora, más que mirarme a mí, miraba el cocodrilo Lacoste de mi chaqueta, que llevaba por encima del uniforme. La chaqueta estaba roída y con agujeros de cigarrillo, como todas las prendas que yo tomaba prestadas de mi padre, pero Eleonora –su visión de rayos
X– solo veía el cocodrilo y mis rasgos caucásicos, tan parecidos a los suyos.”
Calor que no deja pensar como el que se respira en una fragua, como la arquetípica de Vulcano, el dios cojo, que, casado con Afrodita, era repudiado por esta, y violó a la mismísima Atenea, la bella e inteligente diosa de los ojos glaucos. Ausencia de pierna que se hacía notar gritando en los aeropuertos que le impedían la llegada al cielo, del que fue arrojado Vulcano, y que sirvió de terrorífica escena sumergido en la laguna
«En bicho-bicho yo me
convertí, un cocodrilo soy».
La distancia de la madre es aterradora, en el plano emocional y en el físico. Será el hermano de nuestra desdichada protagonista sin nombre, convertida en voz mentirosa para no nombrar lo innombrable, el que imprecará al cielo en busca de auxilio. La madre removerá cielo y tierra para aparecer y hacerse cargo de la situación, videmus nunc per speculum et in aenigmate.
“Lejos de mi madre porque vivía en otro continente. Y lejos de mi padre porque nunca nadie estuvo cerca de él. Ninguna hija, ninguna mariposa, ninguna mujer.“
La voz narrativa nos habla desde el velo del engaño, paradójicamente ha sido absolutamente honesta desde el primer momento en compartir con nosotros, los náufragos lectores de un barrio salpicado de gángsters, mafiosos y niñas víctimas de la sexualización más ínfame, la visible y la oculta, su disimulo, su escondite, pero ah, sí, eso sí, al mismo tiempo, nos ha brindado todas las armas, como la pistola de la fiesta que convierte a la familia en bien querida por la comunidad, y que esconderá ella en su propia cama. Sí, nos ha brindado todas las armas, aunque sean tan manifiestamente fálicas como la que habita tras los tarros de mermelada, tan cercanas, tan sobre la mesa de la niña y tan dentro de su cama, todos los símbolos posibles para que veamos bajo el velo que tapa el espanto, bajo el velo de la ilusión que esconde un carro de ocio tirado por cocodrilos.
«En bicho-bicho yo me
convertí, un cocodrilo soy».
Nuestra niña quiere esconderse bajo el velo, pero no tiene siquiera bragas para cubrirse en casa:
“Durante días tras la fiesta, recordé las escenas peligrosas que narraron todos aquellos hombres como si yo las hubiese vivido, pero también permanece en mí la explicación de un periodista anónimo en la televisión. Eran las tres de la tarde: mi padre y mi hermano estaban en la piscina, yo sola en el apartamento, rodeada de ventiladores y con el telediario puesto de fondo, sin bragas.”
Escapar de ese universo donde los niños son víctimas de abusos de manera cotidiana no se puede hacer de manera física, distanciándose a través de un camino largo surcado de quilómetros, ni por tierra, ni por aire, ni por mar…
“–¿Por qué te mueves así? Si sigues bailando como esas niñas que parecen prostitutas, pues me disculparás que me pierda, claro que me pierdo.
Fingí no haberlo oído. Me tragué sus palabras.
–¿Quieres que ponga el GPS?”
Pero, por supuesto, la niña que intenta guiar a su padre, no conseguirá hacerlo, llevada de la mano de un cocodrilo que la arrastra a la deriva, hasta que ella recuerda haberlo abandonado y escapado, y, sin embargo, su memoria es tan abrumadoramente desquiciante que no puede salir a la luz, si no es bajo la apariencia de símbolos y códigos que exigen la implicación aguzada del lector, su sensibilidad empeñada en denunciar todo tipo de abusos que estén cercanos a su mirada, permitiendo simplemente suspirar con pena por tantas situaciones que conocemos a través de informativos que vemos protegidos por nuestros derechos y nuestra ropa interior, no como niñas y niños no solo del sudeste asiático, sino de lugares plagados de gente rica y famosa que avala su aparente legalidad.
«En bicho-bicho yo me
convertí, un cocodrilo soy».
A pesar de lo terrorífico del accidente, hay algo tan siniestro en la escena que permite a la niña, tomar consciencia de su necesidad de supervivencia, de salir a flote, no obstante, su perturbador talante enamorado
“Si hasta ese momento un cordel invisible me ligaba a los movimientos de él, a cada espasmo y accidente, a cada ocurrencia de su cuerpo y cada devaneo de su conciencia, y aunque el día anterior yo hubiese saltado al manglar igual que saltábamos, sin que nadie lo supiera, a otros abismos, hoy mi piel no era la suya. Mis brazos eran míos, y mis piernas, repletas de huesos, también. Sus arrugas y su soledad en nada se parecían a las mías, que no eran en absoluto arrugas. El suyo no sería, pese a todo, mi final.”
La presencia de la madre, impotente ante la dificultad de hacer valer la necesidad de poner en su sitio el derecho de sus hijos y la perturbada inviolabilidad infantil de la hija parece clamar en desierto sin tener un verdadero apoyo, ni siquiera de derecho al que agarrarse. Finalmente, los hechos se precipitan, aun a pesar de la compañía de la niña víctima, que quiere aún guiar la situación y el futuro del hombre al que aún necesita para sentirse valiosa y aceptada… y querida y amada, y de sí misma.
Pero no son fotografías de una infancia idílica y de un viaje de ensueño las que la acompañarán, sino fotografías de otro talante, las que la llevarán a una fragua en forma de piscina y de tumbona.
“El niño también me dice que por las noches a veces no te encuentra en casa. Y a la niña tampoco.”
Las palabras de la madre son demoledoras, pero se camuflan de manera anfibia como el baño del padre, simulando ser presa del caimán, en la ambigüedad necesaria del texto para no hacer visible lo que se ha asomado tan manifiesto.
¿No serán más demoledoras aún las palabras de la niña aterrorizada por la visión de su padre?
“Yo intuía las caricias de otro ser, reales o imaginarias, bajo el agua, pero me quedé quieta en los brazos de Nico y miré al padre títere que chapoteaba, su cuerpo de huesos antiguos y parciales. Su piel siempre había estado cerca de la mía, pero hay un día en que se mira al padre por primera vez.”
Lo siniestro se manifiesta en la revelación: no es el miedo a que el padre hubiera sido atrapado, desgarrado, devorado, descuartizado, engullido por un cocodrilo, sino en el rechazo a las caricias de otro ser.
La necesidad del padre, la creencia necesaria de sentir que eso es el amor, se revela igualmente en su amiga operada de los pechos, náufraga en un piso extralujoso, con barco propio y servicio personal para cada capricho o palabra, en la odiosa y a la vez igualmente desdichada Eleonora:
“A Eleonora no le importaban las guitarras en sí, ni los coches en sí, ni siquiera se bañaba en el jacuzzi ni se hacía fotografías en la moto de agua, como juraba hacer. Al contrario, para ella también eran reliquias. A cada objeto le correspondía un canto elegíaco, una historia sobre su padre: el relato de dónde él lo había comprado, lo que él le había explicado acerca de aquella marca, el error de él al encargar el jacuzzi equivocado, o las consideraciones de él acerca de cuándo ella podría sacarse el carnet y conducir alguno de aquellos coches.
¿Qué vida llevaban ellos dos, y qué vida llevábamos mi padre y yo, pese a todas las personas y objetos que nos rodeaban a diario, pese a las historias que nos contábamos sobre nosotros mismos?
La vida siamesa es funesta, pero se relata envuelta en ocre. Nadie excepto una tiene autoridad para separar el bronce del oro, el pene del corazón.”
La rechazada por su vida miserable, la haitina Marchelle, “la negra” dirá el desaprensivo fotógrafo, parece al menos haberse librado de la maldición del padre, dada la cercanía de la madre, y su vida entre mujeres. Si bien, el neblinoso anuncio del inicio sobre su relación con Eleonora, se desvela al final, como una víctima más.
En todo caso, hay fragmentos que parecen tan esmaltados, adornados y lujosos que quieren esconder lo que resulta mucho más sórdido que una redada policial donde hay menores implicados y borrosos, que se muestren en un telediario. La narradora consigue llevarnos a su infierno, con paredes pintadas ya no de rosa, ni con cuadros lujosos, simplemente con aspecto de trastero habilitado. En este infierno, queremos huir de los cocodrilos, que están a punto de engancharnos un pie:
“No se puede precisar lo que ocurre mientras una observa, interpretar la propia percepción resulta siempre en autoengaño, pero puedo decir que nada me asqueó en el cuerpo de aquel hombre. Ni sus manos ni su miembro tenían un mal aspecto, las primeras eran más blancas de lo que yo esperaba y el segundo más oscuro. ¿Sus ojos? No los miré durante aquel intervalo, como si yo también fuese capaz de disociar la cara del cuerpo con suma educación. En ningún momento se acercó.
Tampoco me pidió que me acercara. Así –si yo no lo tocaba era como si me estuviese haciendo un favor. Negar esta sensación sería mentir, reinterpretar el pasado desde el presente: sentí un ambiguo respeto por él, sentí su ambiguo respeto por mí. Se mantuvo en esa posición durante unos minutos a la vez fugaces y eternos, nosotras frente a él. Cuando terminó, al subirse la cremallera, brotó de él un nuevo hombre: nos prestó máxima y académica atención a las dos.
Nos preguntó sobre el colegio.”
Recapitulemos, la narradora, nos puso desde el inicio sobre la pista:
“Compartimos el año en Key Biscayne, pero no vivimos exactamente lo mismo; cada uno recuerda a su manera los hechos, y no es la manera en que quiere, sino en que puede.”
Y es que, ciertamente, la narradora, desesperada, nos va dando todas las señales, debemos despertar, es nuestra obligación. Así desde esta afirmación:
“Cerré la puerta para no despertarlos, pero, sobre todo, para experimentar aquel primer encuentro con el espacio en soledad. Recorrí el salón blanco, la cocina abierta, acaricié cada electrodoméstico. Aquella mañana, la casa me protegía, aún no estaba regida por nadie, yo era huérfana y virgen.
Tanto yo como la casa estábamos ordenadas, limpias, no olíamos a nada en particular.”
A los fármacos del padre:
“–Con mamá solo tomamos esas pastillas si estamos muy malos.
–No, no, esta es distinta. Esta te ayuda a dormir y a relajarte.
Recuerdo negarme escandalosamente porque me gustaba hacerle reír, patalear como si tuviera menos edad de la que tenía, fingir que me obligaba a tomar las pastillas cuando no sucedía tal cosa: pero entonces tomé una y quedé drogada de felicidad, y él también, ambos suspendidos en la cama. No me acuerdo qué hicimos a continuación. Me costó trabajo recordar qué le quería preguntar –siempre quería preguntarle cosas–, pero algo me ralentizaba el pensamiento, la reacción. Él también estaba a punto de dormirse. Dije algo y asintió. Se tocó la entrepierna.”
Se ha desvelado por demasiado tiempo lo que apaciblemente suele estar oculto. Que sirva para sacar a la luz de la denuncia lo que no es bello, pero es más siniestro cuando permanece en el misterio.
Bueno, pues después de este viaje al centro de la oscuridad de la luz y el calor, vuelvo a respirar conforme frente a mi ordenador, con las noticias de fondo … ¿o no?
Querido Sergio, gracias infinitas por poner sobre la mesa esta historia y propiciar el coloquio sobre una novela tan punzante y sublime. Un abrazo enorme para ti, querido.
Víctor Jara, por supuesto, mil perdones