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Órgano muscular muy movible, un cuento de Elena Pinedo

Órgano muscular muy movible, un cuento de Elena Pinedo

‘Reading’ (Detalle), Tomm El-Saieh

Qué mejor que inaugurar el año con un relato divertido. En la Escuela de Imaginadores también cultivamos la literatura de humor, y la extraña, y la absurda, y la desconcertante. Y nuestra gran bibliotecaria nos ha traído a esta nuestra sección un documento insólito.

La imaginadora Elena Pinedo (Madrid, 1961) comenzó a catar los libros muy pronto. Durante sus primeros años los chupaba, después pasó a darles algún bocado aquí y allá. Hasta que aprendió a leer y empezó a devorarlos. Esta costumbre la ha convertido en la actualidad en la directora de la Biblioteca Pública Manuel Vázquez Montalbán y en la autora de este texto inclasificable que ahora se disponen a degustar. Disfrútenlo, saboréenlo. ¡Relámanse!

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Órgano muscular muy movible

La sacó justo cuando ella ya se disponía a zanjar la cuestión y dar media vuelta. Lisan [1] se quedó quieto, indeciso, sin decidirse a chupar su preciosa cara. Se retrajo y la guardó húmeda y cálida a la vez.

—Ni lo sueñes, no pienso ir contigo a ningún sitio a babearnos —le recalcó ella de nuevo.

Quizás se había equivocado al invitarla al Salón Bienal de las Lenguas. Consideraba que no podía dejar pasar esta oportunidad de probar y experimentar con la lengua sin trabas ni restricciones.

Podía ir solo, no tenía ningún problema, aunque sentía que con ella la experiencia sería intensa. Se habían acercado mucho e intuía en ella algo profundo, la compañera esperada.

Se conocieron hacía poco en un hotel de carretera, viajando los dos de vuelta a casa después de unos días de trabajo fuera de la ciudad. La soledad hizo que entablaran una conversación algo mística sobre la vida y el tránsito que conlleva hacia la muerte. Así que pasaron la primera noche haciendo trabajar a la lengua de una forma, según él, errónea.

Deseó enseguida dar un paso adelante y arrastrarla por el rostro de ella, descender despacio sobre el cuello y continuar hacia su pecho. Más abajo, de momento, le parecía un atrevimiento que podía acarrear un rechazo definitivo.

No hizo ni lo primero, ni lo segundo. La contuvo y solo le dio el uso convencional. Le sirvió para pedirle el número de teléfono y acordar un encuentro posterior, gracias a su utilidad dentro del aparato fonador.

Ella no tardó en contactar. Bastaron dos conversaciones filosóficas para pensar que a ella también le gustaría asistir. Incluso en una de las citas ella se la enseñó con cierta coquetería, la movía intencionadamente voluptuosa, o al menos eso le pareció. De hecho, estuvo a punto de acercarse y rozar levemente la suya con la de ella. ¿Acaso no le estaba invitando a hacerlo? Sintió pudor y decidió aplazarlo hasta hacerle la petición formal de participar juntos en el Salón de las Lenguas.

Ahora se quedó allí, viendo su espalda alejarse y dejando escapar a la mujer con la piel más deseable de las que había conocido.

Ella no respondió a sus mensajes, ni llamadas. Lisan se sintió frustrado.

Llegó el esperado momento. Acudió solo al Salón y utilizó la lengua con poco control y bastante desenfreno. Sin hablar, nada de hablar esta vez, solo disfrutar deslizándola por la piel de cualquiera que se pusiera cerca y le mirase. Acabó desnudo en una mesa redonda sobre Salivación exagerada. Practicó la tarde entera junto a los compañeros de mesa y terminó con la boca seca. Tuvo que abandonar la sala, muy a su pesar, para ir a recuperar líquido.

Estaba orgulloso de su intervención y ni se acordó de la invitación rechazada. Intercambió números de teléfono, convencido de que les había impresionado el uso que hacía de su órgano muscular preferido.

Durmió agitado, soñó toda la noche y al despertar, quería lamer el mundo entero.

—Buenos días —le saludó la vecina en el rellano.

Se acercó a ella y le chupó el carrillo derecho con fruición. La señora se asombró, se alejó y decidió bajar las escaleras en lugar de entrar en el ascensor. Pareció sentirse incómoda, pero Lisan no se amilanó.

En el portal, se encontró al portero y antes de que le saludara, le dio un lengüetazo por la frente y la nariz. El hombre sonrió, había sido en plan amistoso.

—¡Que tenga un día genial! —oyó que le decía a su espalda.

Bien, pensó Lisan, le ha gustado.

Ya en la calle, no le pareció oportuno probar a desconocidos. Esperó a llegar al trabajo.

—El informe que dejaste en mi escritorio está incompleto, ponte a ello ya, lo quiero dentro de una hora —lo interpeló su jefe.

—De acuerdo, me pongo —dijo, sin perder el estupendo humor que llevaba consigo desde el día anterior.

Le hubiera gustado dejar claro, con un chupetón de oreja a oreja, que por supuesto que corregiría rápidamente su informe. El jefe no le dio opción, pues se metió raudo en su despacho como para no ver a nadie.

Ante la máquina de café, rememoraba las cosas tratadas en el Salón Bienal de las Lenguas y sobre todo en la mesa redonda. Quería ponerlo en práctica en cuanto le fuera posible.

—¿Tienes diez céntimos? —le preguntó desde atrás la secretaria del jefe.

Se puso la moneda en la lengua y se dio media vuelta ofreciéndosela con insinuación. La mujer no habló más, recogió la moneda con la suya propia y comenzó a chuparle el cuello en agradecimiento. Tardaron un rato en sacar los cafés.

De vuelta a su tarea, se sentía feliz, funcionaba. Estaba seguro de que había hecho muy bien en ir, incluso se alegró de haber ido solo.

—¿Necesitas ayuda para mejorar ese informe? —le preguntó su compañero acercándose con la silla rodante.

No lo pensó dos veces, salivó conscientemente y extendió la lengua hasta su cara, restregándosela arriba y abajo. Era un sí.

En un principio, el compañero se echó hacia atrás sonrojándose. Él insistió de nuevo hasta que consiguió una sonrisa en el rostro del otro. Trabajaron juntos durante una hora aproximadamente, y al final intercambiaron unos tímidos lametones para corroborar el buen trabajo hecho entre ambos.

—¡Lisan! —Justo al terminar le llamó el jefe desde su despacho.

—Ya se lo llevo, jefe. —Cogió el informe de la mesa, guiñando un ojo a su compañero.

—Ya puede estar perfecto, porque los últimos eran malos. —Y se entretuvo en leerlo.

Lisan permaneció de pie, expectante.

—¡Vaya! Esto es otra cosa —le dijo el jefe, dándole la típica palmada en la espalda.

Todavía se pregunta cómo tuvo la osadía de lamerle en la frente, ¡a su jefe! Ese era un gesto de demasiada confianza, si hubiera sido en un carrillo… Menos mal que el humor le había cambiado a mejor tras la lectura, y lo aceptó.

Lisan salió de trabajar alegre, estaba siendo una jornada redonda. Hizo una llamada.

—¿Te vienes esta noche a tomar algo? —preguntó a su amigo Jezik [2].

—Desde luego, ya sabes que siempre estoy dispuesto.

—Entonces te espero en la calle Tais [3] número veinticinco, quiero que conozcas un sitio nuevo —añadió consultando sus notas en el teléfono.

Era la dirección de un local que le habían recomendado en el Salón. Quería más.

Según entraron, les recogieron los abrigos y les lamieron las dos mejillas. Buen comienzo, pensó Lisan. Miró de reojo a Jezik y parecía que todo estaba correcto, claro que su amigo solía llevar algún estimulante ya puesto desde casa.

Acomodados en unos amplios sillones, les invitaron a despojarse de cosas: fuera teléfonos, también la ropa. Una camarera les sirvió un líquido espeso y caliente. Les mostró con un gesto que debían echárselo por encima. Así lo hicieron mientras reían. Después, se acercó otro empleado que comenzó a recoger con su lengua el líquido esparcido sobre los cuerpos de Lisan y Jezik. Recorrió el cuello, los pezones, el ombligo, los testículos…, y hasta los tobillos, pasando de uno a otro con una increíble maestría.

—Maravilloso, me ha dejado limpio y relajado —dijo satisfecho el amigo.

—Un verdadero profesional —corroboró Lisan.

A la salida, se despidieron tras un chupetón de amistad, sin decir ni mu.

Durante un tiempo Lisan pasó la lengua por amigos, vecinos, conocidos… No salía de su asombro, jamás pensó que la gente le correspondiera. Se sorprendía de cómo se había animado a dar rienda suelta a sus deseos de usarla de forma adecuada.

Hablaba cada vez menos, lo estrictamente imprescindible, no fuera a ser que la dañase a lo tonto. Debía cuidarla, reservarla para lo importante.

No era el único, su nueva forma de expresión se extendía como si se tratase de una moda. No le importaba, solo deseaba que no se pasase nunca.

Sintiéndose a gusto con su vida, comenzó a pasar por el puesto de helados todas las noches antes de ir a casa, si no le surgía ningún otro plan. Compraba uno con palo y lo iba degustando por el camino. Un día, en el puesto de flores cercano, observó a una chica cuya silueta le resultaba familiar. No se paró apenas y siguió andando al ritmo de sus propios lametones. Después de coincidir varias veces, comenzó a fijarse más en ella. Olía cada flor de una manera romántica. Algo se le revolvió dentro y sin pensar lo que hacía, la siguió. Casi seguro que era ella. Creía que la había olvidado, pero no. Andaba detrás, a una distancia prudencial, admirando su forma de caminar, su larga melena que la brisa removía graciosamente.

Acabó en un bar tranquilo donde solo se oía una música suave de fondo. No le dio tiempo a fijarse en nada, porque ella se dio la vuelta y le arrinconó en un recodo de la entrada.

Con una mirada penetrante le estaba preguntando si la seguía. Sin mediar palabra y deseando retomar la relación, Lisan le lamió la cara con ganas, olvidándose por completo del porqué dejaron de verse.

Hubo unos segundos de incertidumbre esperando la reacción de ella. Entonces, la chica sonrió y, despacio, acercó el rostro hacia el cuello de Lisan y comenzó a olerlo en profundidad. A continuación, le agarró la cabeza con las dos manos para que la inclinara y olió su pelo. Lisan se mantenía paralizado mientras ella le cogió las manos y las acercó a su nariz con delicadeza.

¿Lo estaba oliendo como si fueran animales? Consiguió recobrarse y echó una rápida mirada por el local. Vio cómo los presentes se olfateaban unos a otros cualquier parte de sus cuerpos. Ella seguía oliéndole sin parar. La separó bruscamente y salió de allí horrorizado.

¿Qué narices había pasado ahí dentro? Sintió asco y escribió un mensaje a su amigo Jezik, tenía que relajarse.

—¿Nos vemos en la calle Tais número veinticinco?

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[1] «Lengua» en árabe.

[2] «Lengua» en bosnio.

[3] «Húmeda» en gaélico.

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