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Nombres de alquiler, un cuento de Quique Fernández

Nombres de alquiler, un cuento de Quique Fernández

‘House at Dusk’, Edward Hopper.

El relato del mes de la Escuela de Imaginadores lo firma el periodista Quique Fernández (Vélez-Málaga, 1992), afincado en Madrid desde que cumplió la mayoría de edad. Aunque Quique es periodista de profesión, su corazón se lo entregó a la literatura: es un escritor de raza, obsesionado con las letras y con mantener viva la llama. Es autor del libro de relatos Línea 2 (Haz Milagros Ediciones, 2016) y sus cuentos han sido galardonados en certámenes como el Premio Zenda sobre el amanecer, el Premio Gavia Breve, el Premio Energheia de la revista Quimera o el festival MálagaCrea.

En la actualidad, nuestro imaginador cuenta con dos flamantes manuscritos inéditos, que buscan editor: la novela Actores secundarios y el libro de relatos Vidas de alquiler. Grandes títulos. El texto que se disponen a leer, como adivinarán, pertenece a este último volumen y representa una pequeña muestra de lo que es capaz de hacer. Quién fuese editor para correr a publicarlo.

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Nombres de alquiler

El cuarto de baño está dentro de la cocina. Es un detalle que M no pasa por alto, pero que tampoco le produce desazón. ¿Quién en su sano juicio se quejaría de algo tan estúpido después de meses buscando piso? Semanas y semanas pateando la ciudad en pleno verano, hablando con las inmobiliarias, con los propietarios, con los porteros de los edificios, husmeando cada anuncio colgado en semáforos y farolas. ¿Y qué había encontrado hasta ahora? Pisos diminutos, pisos alejados del centro, pisos con precios desorbitados, pisos en los que no viviría ni en la peor de las circunstancias.

Por eso a M no se le ocurre poner ni una sola pega al agente inmobiliario, que le muestra cada rincón de la vivienda impostando la voz y señalando con el dedo índice. El piso es barato, está cerca del centro, bien comunicado con la universidad, tiene tres habitaciones y tres somieres. ¿Qué más puede pedir? No están las cosas como para andarse con exigencias, piensa M al mismo tiempo que saca la cartera del bolsillo y entrega la señal en metálico. Al fin y al cabo, se trata de una peculiaridad como cualquier otra. Sólo tendrán que atravesar la cocina, entrar en el baño, cerrar la puerta y así disfrutar de la intimidad deseada, independientemente de que alguien se encuentre preparando la comida u ordenando la nevera a escasos centímetros. Siempre permanecerán separados por una pared y un cerrojo; más que suficiente.

Z y G, los compañeros de M, habían confiado en las habilidades de su amigo a la hora de encontrar un piso que reuniese las condiciones indispensables, que fuese del gusto de todos, pero como son conscientes de que no han movido un dedo, que apenas han colaborado en la búsqueda, no se atreven a abrir la boca para criticar perversidad semejante: la ubicación del cuarto de baño es una broma de mal gusto. Por no hablar de otras carencias que resultan evidentes y que provocan que se muerdan las uñas por la ansiedad: apenas hay muebles en toda la casa, una mesa en el salón, un par de sillas, y una estantería vieja que se cae a pedazos; por no hablar del sofá, incómodo, pequeño y con la tela tan rasgada que se asemeja a un cuerpo perlado de cicatrices.

Z, G y M pasan la primera noche sin saber qué hacer, sentados en el suelo del salón, mirando al techo y sin intercambiar palabra. Mañana comenzarán el último curso en la universidad y no cabe duda de que el primer objetivo que se marcaron al empezar el verano, el de encontrar un piso de decente a un precio asequible, ha fracasado.

El único que se atreve a romper la quietud es M que, a través de un movimiento felino, inopinado, se levanta del suelo y se dirige a la cocina. La atraviesa sin mirar atrás, ignorando las muecas de incomprensión de sus compañeros, y una vez está dentro del cuarto de baño cierra la puerta y se queda mirando fijamente el retrete. Así transcurren los segundos, los minutos, con M escrutando el centro de todas las discordias, la dichosa taza del váter. ¿De verdad es para tanto? ¿Acaso no hay pisos más feos e incómodos que el suyo? Las condiciones podrían ser aún peores.

M está convencido de que la elección ha sido un acierto y lo celebra con el primer gesto que se le viene a la cabeza: tirando de la cadena; lo hace como si se tratase de un capitán bautizando su barco, como si acabase de ejecutar una liturgia necesaria y cargada de significado. El retrete tarda varios segundos en absorber el agua y en volver a expulsarla, escupiendo a su vez un ruido de motor gastado o de instrumento que desafina. A M le parece una imagen poética, una escena que tal vez representa los grandes acontecimientos que están por llegar; y gracias a esa sensación logra marcharse a la cama con una sonrisa pintada en los labios.

Con el paso de las semanas, G y Z terminan por adaptarse a las peculiaridades de su nuevo piso. No han colaborado en la búsqueda y aun así se han topado con una vivienda habitable, quizás más incómoda de lo que esperaban, pero habitable. Como los tres compañeros tienen turno de mañana en la universidad aprovechan las tardes para buscar muebles con los que adecentar el piso. Lo intentan en las tiendas del barrio, en los grandes almacenes y por último a través de internet, pero no tardan en enfrentarse a la cruda realidad: los precios son elevados y no tienen dinero suficiente como para amueblar la casa, viven de una pequeña mensualidad que les ingresan sus padres y no pueden gastar demasiado. Una vez pagan el alquiler y compran la comida para todo el mes apenas les queda cantidad suficiente como para malvivir. Además, ¿qué harán con los muebles en cuanto se independicen y se marchen del piso?  ¿Dividirlos entre los tres? ¿Regalarlos al casero? Es una idea nefasta, la de comprar muebles.

Una noche, gastando las pocas monedas que resisten en los bolsillos, copas en mano y chupitos en ristre, glups glups glups, G, Z y M llegan a la conclusión de que no pueden tener posesiones, que el sistema les ha empujado a vivir como unos parias. Y lo aceptan, lo asumen mientras agitan y levantan los vasos y canturrean melodías borrachas, la silueta de la barra reflejada en los ojos.

Esa misma madrugada a M se le atraviesa una idea en los pensamientos. Volviendo a casa junto a sus amigos, las pupilas manchadas de whisky, se queda paralizado frente a un contenedor de obra. G y Z no comprenden la actitud de su compañero, que no mueva ni un solo músculo ante una imagen tan cotidiana; quieren llegar a la cama y acostar la melopea, pero M tiene el semblante afiebrado y no presta atención a las quejas de sus compañeros, que le palmean el hombro y le gritan al oído para que continúe el trayecto. No, M está centrado en una labor más importante, no es momento para el descanso porque alrededor de los escombros se acumula toda suerte de útiles: sillones, mesas, escritorios, cuadros con dibujos extraños, una mesita de noche, lámparas pequeñas y grandes, incluso ropa usada. Todo roído y viejo, todo perfectamente aprovechable. Piensa M, que no necesita grandes argumentos para convencer a sus amigos:

—Es gratis, no pertenece a nadie y nos quitamos de encima el marrón de amueblar la casa, ¿no creéis?

Al día siguiente, a pesar de que la resaca les martillea las sienes, ninguno de los inquilinos muestra arrepentimiento por lo sucedido. Bien al contrario, les muerde la ilusión y las ganas por decorar el piso. Incluso discuten y pelean a la hora de colocar los muebles: que si esto queda mejor en el pasillo, que si esta silla la llevo a mi dormitorio que no tengo donde caerme muerto, que aquella mesa está muy estropeada y me la quedo yo por no haceros el feo y tener que dejarla otra vez en mitad de la calle…

Reparten el botín en apenas unos minutos y llegan a un acuerdo: cada vez que caminen juntos por la calle y encuentren un obsequio o mueble, este será de uso común, y si uno de ellos desea algo para sí mismo, algo que no quiere compartir, deberá buscarlo y subirlo a casa por su cuenta y riesgo, sin ayuda de los demás. Es un acuerdo justo, irrefutable, que convence a los tres y que sienta las bases de una relación pacífica y generosa que se extiende durante la totalidad de meses que dura la convivencia, cobijados bajo el mismo techo, en el número quince de la calle Pierre Menard.

Sin ser apenas conscientes de ello, G, Z y M ponen en marcha un ritual que llevarán a cabo en las escasas noches de diversión y desenfreno que se pueden permitir. La liturgia consiste en la ejecución de una sola tarea, una labor sencilla pero no por ello menos emocionante: recoger todo mueble y elemento decorativo que encuentran alrededor de los contenedores y de los cubos de basura. Las primeras noches se limitan a subir a casa aquello que resulta verdaderamente necesario: sillones, cojines, almohadas, un par de edredones para pasar el invierno, una pequeña estantería y una cómoda para el salón. No deja de sorprenderles que sus vecinos se desprendan de objetos tan aprovechables, ¿acaso les sobra el dinero? ¿Tienen tantos muebles que acusan ya la falta de espacio? En cualquier caso, G, Z y M se sienten especialmente felices, pues están consiguiendo adecentar el piso sin rascarse los bolsillos.

Y esa misma sensación de agradecimiento y plenitud es la que les empuja a dar el siguiente paso. Lo hacen de forma natural, como un instinto que les llenase las retinas de monstruos. ¿Que salen una noche y acaban hasta arriba de whisky y de chupitos? Pues aprovechan los efluvios del alcohol para arrasar con aquello que se les pone por delante, sea o no necesario.

Para empezar, un televisor con la pantalla llena de agujeros:

—Y vemos los partidos de la liga de fútbol —propone G.

También una pizarra magnética en la que alguien se ha dedicado a dibujar toda suerte de falos y de protuberancias masculinas:

—Lo borramos y pintamos nuestras propias guarradas —dice Z.

Después, llega el turno de una colección de novelas de Haruki Murakami:

—¡Y las utilizamos de pisapapeles! —recitan al unísono.

Y es que han subido a casa hasta un par de cubos de basura de los que coloca el ayuntamiento frente a los portales de los edificios y los bares y restaurantes; ¿para qué quieren un par de cubos de basura en mitad del salón? Pues para no hacer el esfuerzo de bajar las bolsas a la calle, que es una pérdida de tiempo y de energía fuera de toda lógica, responde M. ¿Y qué harán cuando los cubos estén repletos de bolsas? Preguntan G y Z, a lo que M contesta de forma tajante, el rostro salpicado de ira, que entonces tendrán que subir más cubos, que en la calle hay decenas y decenas y que pertenecen a todos los vecinos, especialmente a ellos.

Así cada noche de fin de semana, una borrachera detrás de otra. En ocasiones amanecen junto a muebles y objetos que no recuerdan haber subido a casa: un extintor cuya espuma se dedican a esparcir por el cuarto de baño, el neumático gastado de un coche que cuelgan en el techo a modo de columpio, un cuervo de plástico de enormes proporciones que pegan en la pared como si se tratase de la cabeza de un ciervo… son conscientes de que han sobrepasado los límites y sin embargo G, Z y M agradecen haber llegado a una vivienda desolada y triste, y que a base de esfuerzo y dedicación hayan logrado construir un hogar. Y siguen actuando así, sin cortarse un pelo, haciendo acopio de lo que empiezan a denominar provisiones o víveres, como si creyesen firmemente que el ejercicio de husmear en los contenedores les fuese a proteger de un apocalipsis o un cataclismo.

Son felices así, los tres compañeros, marcando las normas de su propia existencia y sobrepasando las fronteras y los límites que jamás pensaron llegar a cruzar.  Por ello les apena y les aterroriza que esta época dure apenas nueve o diez meses y que los planes de uno y de otro al obtener el título universitario les sitúen en caminos distintos, prácticamente opuestos.

G volverá a casa de sus padres para preparar unas oposiciones. Z se marchará a otro país en el que, según dice, tendrá más fácil encontrar trabajo de lo suyo, porque además aquí le han tratado siempre con la punta del pie, suele quejarse. Y M aun lo está meditando, quiere seguir en la ciudad, por desgracia en otro piso y con otros compañeros, pero en la misma ciudad, sobreviviendo como dicten las circunstancias.

Al finalizar el curso, semanas antes de comenzar los exámenes, G, Z y M se reúnen en el salón, cada uno arrinconado en una esquina, para no tener que apartar la enorme cantidad de muebles y objetos decorativos que inundan el espacio, e intentan llegar a un acuerdo. Ahora que cada uno toma un camino diferente, que van a separarse de forma definitiva, que seguramente jamás volverán a pisar el número quince de la calle Pierre Menard, ¿cómo deben repartir el botín?

Es una decisión difícil, lo saben desde que empiezan a negociar no sin demasiadas intenciones de alcanzar un pacto, y ya el armisticio se torna imposible cuando cada uno de los tres compañeros se enroca en una solución diferente.

—Que todas las pertenencias se dividan por igual —expone G—, pues ponerse a discernir quién es dueño de qué es una tarea engañosa e innecesaria. Tal vez lo más adecuado sea repartirlo en base a los términos de la justicia social, que más reciba el que menos tenga: de cada cuál según su capacidad, a cada cuál según su necesidad.

Cuando escucha hablar a su amigo, a Z se le oscurecen las facciones y empieza a defender justo lo contario.

—No voy a regalarte las cosas que he recogido yo, porque desde luego eres el que menos se ha esforzado, ¿por qué debe recibir más el que menos ha hecho? No hay que premiar a los parásitos.

G y Z se enzarzan en una discusión que poco a poco sube en agresividad, en insultos, en empujones y amenazas que se pronuncian a gritos. Y mientras los dos amigos pelean y tropiezan contra la maraña de muebles y artilugios, ¿qué hace M? Pues contemplar la escena con el rabillo del ojo y llenar las maletas y la mochila: cojo esto de aquí, meto también esto de allí, bajo lo otro al portal sin que se den cuenta…

—Que sigan, que sigan peleando, y así yo me lo voy quedando todo —piensa mientras entona un silbido triunfal, mientras las costuras de sus bolsillos comienzan a agrietarse porque no pueden soportar más peso.

La melodía que brota de los labios de M es tan poderosa y embaucadora que ninguno de los compañeros escucha el sonido del timbre, por más que resulte atronador y que envuelva el piso en un ambiente púrpura. Están demasiado ocupados, Z intentando zafarse de G, que lo agarra de las solapas y trata de asfixiarlo apretando las manos en torno a su cuello, y M picoteando de un lado y de otro, las maletas a rebosar de trastos inútiles, de trastos preciosos. Y cuando despiertan ya es demasiado tarde, la tragedia se abalanza sobre ellos, una tragedia protagonizada por dos agentes de la policía:

—¿Qué es ese ruido que se escucha desde la calle, a estas horas de la noche?

Y también por el propietario del piso:

—Los vecinos quejándose durante meses por el mal olor y ahora me venís con estas, liándoos a gritos y a golpes a las tantas de la madrugada, ¿de quién es toda esta basura que tenéis aquí? En mi vida había visto semejante vertedero.

No hay explicaciones que dar, tampoco quieren pedir disculpas o hacer un esfuerzo por convencer a los policías y al propietario de su buena fe. G, Z y M se quedan callados y agachan la cabeza ante la reprimenda, y es que el enfado del dueño del piso aumenta conforme revisa cada una de las estancias, basura en todos los rincones, una interminable cantidad de basura, hasta una plaga de cucarachas y de pequeños ratones correteando de un lado a otro, también un perro de enorme tamaño que empieza a ladrar y a rugir a los policías, y un hombre barbudo y de aliento aguardentoso que duerme plácidamente dentro de uno de los armarios y que nadie se atreve a despertar.

—Os doy un par de días para que lo recojáis todo y os marchéis de aquí, ¡para siempre!

La pareja de agentes contempla la escena de brazos cruzados, los ojos tan abiertos como las bestias, sumidos en un silencio patibulario. Antes de abandonar el piso uno de ellos pide permiso para entrar al cuarto de baño, me vais a perdonar pero es que no aguanto, y no es capaz de ocultar su sorpresa cuando atraviesa el pasillo:

—Mira, qué curioso, ¡está dentro de la cocina! Creo que es lo más extraño que he visto en todos mis años en el cuerpo, que haya que meterse en la cocina para entrar al baño, ¿no te parece?

Los tres compañeros cumplen las órdenes a rajatabla: a los dos días ya se han deshecho de todo cuanto copaba el piso, dejándolo vacío, sucio, y también un poco gris. Han repartido y llenado las maletas con todo aquello que les parecía indispensable y también han enterrado el hacha de guerra.

¿Y qué hacen ahora, con las rencillas solventadas y nuevos problemas en el horizonte? Pues sobrevivir como buenamente pueden, no les queda dinero para alquilar una habitación, así que deambulan por las calles y se dejan ver en algún que otro bar, gastando las escasas monedas en cerveza y chupitos, haciendo tiempo hasta que se consuma la época de exámenes y puedan volver a casa.

Las últimas horas las pasan junto a un contenedor de obra, manteniendo conversaciones estúpidas, fumando los cigarrillos a medio terminar que los transeúntes arrojan al suelo, rezando para que la nicotina ayude a matar el hambre. Están solos, están demudados, están abatidos y empiezan a sufrir picores por todo el cuerpo y a oler a sudor y a taberna. Pero en el fondo, muy en el fondo, en lo más profundo de sus entrañas, guardan el deseo y la esperanza de que la situación cambie y vuelvan a ser felices y vuelvan a estar protegidos. Los tres compañeros esperan que alguien, cualquier persona de cualquier apariencia o edad, raza, sexo o religión, les regale un techo bajo el que cobijarse aunque sea durante un par de días. Que ellos, al igual que los muebles rotos y los artilugios que rodean el contenedor, son también cada vez más viejos y se sienten estropeados e indeseables, como si se hubiesen convertido en los escombros de una ciudad que no sabe o no quiere limpiar su propia basura.

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