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Para que no se olvide

Para que no se olvide

La mujer sin nombre

Ahora sé que se llamaba María Jesús, pero durante mucho tiempo fue una mujer sin nombre. Me cruzaba con ella cada mañana, a primera hora, cuando yo salía de casa camino del trabajo y ella entraba en la cafetería de la esquina, para desayunar allí antes o para coger un café y llevárselo ahora que la pandemia ha vuelto a cerrar los bares. No era muy alta, pero sí robusta. Domesticaba su agreste melena rizosa —que en otro tiempo debió de ser negrísima, pero que llevaba ya entreverada de canas— atándoselo en una larga cola que le colgaba sobre la espalda. Llevaba siempre en la mano una o dos bolsas ecológicas, de ésas que venden en los supermercados, y se aferraba a ellas con la fuerza con la que se sujeta uno a lo poco que verdaderamente lo amarra a la vida. Era una de esas figuras inacabadas, o medio borrosas, a las que su perseverancia convierte en parte del paisaje. He dicho que me la cruzaba siempre por las mañanas, pero también era fácil ir tropezándose con ella a distintas horas del día, siempre en las latitudes del barrio: se la veía descansando en algún banco del Humedal, o caminando despacio por los jardines de la plaza de Europa, o refugiándose de la lluvia bajo las marquesinas de la Gota de Leche. Siempre estaba sola, o al menos nunca vi que nadie la acompañara ni me la encontré en uno de esos grupos que forman los indigentes para aligerar el peso de su soledad y sentirse parte de algo que pueda conferir un mínimo sentido a su deambular errático. Nunca pidió limosna. Tampoco llegué a escuchar nunca su voz, puede que sólo lo hiciesen las camareras de la cafetería, por más que en varias ocasiones me viese aguardando turno delante o detrás de ella, atrapados ambos en una de esas colas callejeras a las que nos hemos acostumbrado desde la irrupción del virus. No le pregunté jamás su nombre, y si ahora sé que se llamaba María Jesús —y también que tenía cincuenta años y llevaba siete avecindada entre nosotros, que procedía de Canarias, que siempre pagaba su café y que nunca dejó que nadie la invitase— es porque los periódicos me traen hoy la noticia de su muerte. La encontraron al alba, en los soportales de la Dirección General de Tráfico donde pasaba las noches, y dicen los forenses que su fallecimiento se debió a causas naturales, como si morirse sola y a la intemperie, en pleno invierno, fuese algo natural. Se está lamentando su pérdida en el barrio —una mujer dejaba hace un rato un ramo de flores en el lugar donde encontraron su cuerpo—, y aunque todos nos empeñemos en decir que la echaremos de menos sabemos que eso no es verdad del todo: extrañaremos su presencia errática durante un tiempo, luego nos acostumbraremos a su ausencia y terminaremos olvidándola. Por eso quiero dejar aquí escritas a estas líneas: para que cuando eso pase pueda volver a ellas y recordar que una vez se avecindó en el barrio una mujer que parecía no tener nombre ni pasado, pero que se llamaba María Jesús y había venido de Canarias; que durante más de un lustro nos hizo compañía sin que le prestáramos demasiada atención; que ya no volverá a desayunar a la cafetería de la esquina, que hoy seguía despachando consumiciones a unos pocos metros de donde apareció su cuerpo inerte, indefenso ante las hostilidades del mundo, pero también ante nuestra propia indiferencia.

Infiernos polares

"Este gran debut de Marta Barrio resulta tan helador como las islas que le dan nombre"

Las islas Kerguelen, que alguna vez se llamaron islas de la Desolación, se ubican en el océano Índico meridional, a unos dos mil kilómetros al norte de la Antártida. Pertenecen a Francia y están dominadas por una isla principal, la llamada Grande Terre, a la que rodean más de trescientas pequeñas islas, islotes y arrecifes. Tienen una cierta tradición literaria que inauguró Edgar Allan Poe, quien las hizo aparecer en sus Aventuras de Arthur Gordon Pym, y  que continuaron, entre otros, Julio Verne, con La esfinge de los hielos, y Patrick O’Brian, con La isla de la Desolación. Si yo me he puesto a indagar sobre ese archipiélago se debe, justamente, a la lectura del que seguramente sea el último libro que sitúa en sus dominios el escenario por el que se mueven unos personajes sujetos a las pasiones y las miserias que propician los climas extremos. Los gatos salvajes de Kerguelen (Altamarea) es la primera novela de Marta Barrio García-Agulló y está llena de sustancia. Bajo las trazas de una suerte de thriller en el que el lector asume el papel de testigo casi omnisciente al que se le ofrecen desde el primer momento las respuestas que satisfarían las preguntas de otros, se agazapa una reflexión, o más bien una denuncia, sobre la degradación casi irreversible a la que vamos sometiendo al planeta y se esbozan los contornos de una distopía que aterra por su contemporaneidad. No se nos plantea la posibilidad de un mal futuro, sino que se nos alerta de que ese mal futuro ya casi es el presente, y la advertencia va planeando por unas páginas donde las frivolidades turísticas de los nuevos ricos conviven con la vocación de unos investigadores que íntimamente se declaran incapaces de frenar el desastre, con las aristas afiladas de la condición humana contraponiéndose al candor salvaje de una fauna que tuvo que sobrevivir forjándose en la adversidad, pero que acaso no encuentre herramientas para sobreponerse al golpe definitivo. Este gran debut de Marta Barrio resulta tan helador como las islas que le dan nombre, porque en él se augura un destino tan inhóspito como ese archipiélago en el que ni siquiera su descubridor llegó a poner los pies.

Esta delgada orilla

"Los Estados Unidos eran en aquellos tiempos una tierra que necesitaba pobladores, y la vieja Europa un continente que encadenaba crisis para las que no parecía haber remedio"

En las primeras grandes olas migratorias que se dirigieron desde el continente europeo hacia los Estados Unidos, en ese lapso temporal que abarca las postrimerías del siglo XIX y los inicios del XX, era bastante común que los inmigrantes americanizasen sus nombres al inscribirse en las oficinas donde dejaban constancia de su llegada a la tierra prometida. No obstante, la impericia o el caos propio del bullicio en el que se producían aquellas inscripciones arrojaban muchas veces un resultado distinto del que se pretendía en un principio. A un viejo judío le aconsejaron que, al llegar a la ventanilla del registro civil donde debía regularizar su entrada en el país, eligiera un apellido muy americano, a fin de que los funcionarios de turno no se equivocaran al transcribirlo. El buen hombre pidió consejo a un empleado de la sala de equipajes, quien, imagino que con bastante sorna, le propuso usar el apellido Rockefeller. El judío repitió varias veces aquella palabra que no había oído hasta entonces —Rockefeller, Rockefeller, Rockefeller— para memorizarla y evitar meter la pata cuando le llegase el turno de rellenar los formularios preceptivos, pero pasaron varias horas hasta que le llegó el momento de pasar al mostrador y para entonces su cabeza ya se había olvidado de aquellas cuatro sílabas. «¿Cuál es su apellido?», preguntó el funcionario. El anciano, abrumado por su despiste, no pudo hacer otra cosa que emitir una respuesta en su lengua natal, el yiddish: «Schon vergessen», es decir, «ya lo he olvidado». El empleado público, en vez de echarle la bronca, apuntó lo que le sugería su entendimiento, así que aquel tipo cuyo nombre real desconocemos terminó inscrito en el censo estadounidense con el muy americano nombre de John Ferguson. La anécdota la dejó consignada Georges Perec en unos apuntes que escribió cuando, en los años 1978 y 1979, realizó sendos viajes a Ellis Island para preparar una película sobre la emigración a los Estados Unidos. El proyecto se acabaría titulando Relatos de Ellis Island: Historias de errancia y esperanza, y lo emitió en dos capítulos la TF1 los días 25 y 26 de noviembre de 1980. Los textos que cimentaron el metraje se publican ahora por primera vez en España gracias a Seix Barral, que los rescata en una edición prologada por Pablo Martín Sánchez, quien destaca cómo en estas pocas páginas —apenas medio centenar— se dan cita todos los Perec posibles al conjugar la glosa de una gran epopeya colectiva con una suerte de autobiografía sentimental. El centro de recepción que la Oficina Federal de Inmigración instaló en Ellis Island —un islote situado en la desembocadura del Hudson, a las puertas de Nueva York— empezó a funcionar en 1892 y se mantuvo activo hasta 1954. Era el lugar donde podían prosperar o naufragar los sueños, en función de si el destino optaba por sonreír o no a los desharrapados que llegaban ante sus mostradores. Era habitual que se diera el primer caso, por más que luego el paraíso terrenal se revelara, en la mejor de las hipótesis, como un purgatorio árido en el que no resultaba sencillo encontrar la salida hacia la prosperidad. Los Estados Unidos eran en aquellos tiempos una tierra que necesitaba pobladores, y la vieja Europa un continente que encadenaba crisis para las que no parecía haber remedio. Sólo el dos por ciento de los emigrantes que llegaron a Ellis Island fueron rechazados. Es un porcentaje mínimo, pero su valor absoluto estremece de tan amplio: doscientas cincuenta mil personas. Se sabe que tres mil de ellas se suicidaron al ver frustradas sus expectativas. Las que siguieron adelante terminaron descubriendo que «los pavos no caían ya asados sobre los platos ni las calles de Nueva York estaban pavimentadas de oro. En realidad, la mayoría ni siquiera estaban pavimentadas. Comprendieron entonces que les habían hecho venir precisamente para pavimentarlas. Y para excavar los túneles y hacer las canalizaciones, construir las carreteras, los puentes, los embalses, las vías del ferrocarril, desbrozar los bosques, explotar las minas y las canteras, fabricar los automóviles y los cigarros, los rifles y los trajes chaqueta, los zapatos, los chicles, el corned beef y los jabones, y edificar rascacielos más altos que los que habían descubierto al llegar.» Esa delgada orilla donde los arrojaron resultó necesitarlos más de lo que sus autoridades estaban dispuestas a reconocer. No está mal recordarlo, ahora que en nuestro lado del mundo vuelven a levantarse voces iracundas que ven en los recién llegados a un enemigo dispuestos a quitarnos todo cuanto tenemos y no a un aliado que puede aportar algo de lo mucho que nos falta.

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