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Peces de frontera

Escribir para salvarse. Cada palabra como la cicatriz de una despedida. Lo que se cuenta es la vida a la que subirle la cremallera. Lo mismo que a la infancia y a los vínculos, igual que a las personas y a lo que un día fue la promesa de una casa vacía, de una copa de vino en mitad de la noche, de un primer beso de Malibú y vodka. Escribir como si se hiciese detrás de una cristalera de una cafetería Hopper con la mirada cotidiana de las emociones domésticas con pulso de Munro, y ese distanciamiento de Carver acerca de un instante en el que nada ocurre y sucede todo. El amor, el fracaso, la búsqueda, la ausencia, la salud, la nostalgia, lo imposible, la segunda oportunidad. Se añade un toque de hierbabuena de quizá una sonrisa, se mete todo en el microondas el tiempo justo, y el resultado es un espléndido mundo Ferrero al que degustarle lo amargo, lo dulce, lo crudo, la esperanza que lleva dentro. Cada bocado es un cuento, cada cuento un maki de sushi para comer con palillos. Un deleite de lo frágil y el equilibrio para lectores con paladar de escritura sensible.

Escribe Laura Ferrero en La gente no existe diecisiete relatos de andar por casa y de ciudad, que son también las nuestras, con cocina, plantas, gatos, muebles, discos, novelas de Djuna Barnes o libros de poemas de Luis Alberto de Cuenca sobre la mesa, tiendas, autobuses, hospitales, cines con los sueños en versión original por las que transcurren relaciones de familia, de pareja, de vecinos, a los que todos nos parecemos, o fingimos no tener nada en común con ellos. Sus cuentos nos muestran que todos asumimos el pacto de las mentiras y de las máscaras con aquellos que nos quieren, lo mismo que hacemos con nosotros mismos. Igual que la dificultad general para tratar con cuidado las palabras, los gestos, las miradas, los silencios, lo que nos une a los demás porque cuando se resquebrajan ya no hay nada que hacer. Lo dice Ferrero. Tan sólo cambiarles el verbo de tiempo, y de lugar el sujeto, añado. Porque en estas historias ella habla a los lectores —en ocasiones les confiesa— y también les pregunta cómo se fotografía desde el objetivo de la cámara y del lenguaje la ceniza de una tragedia, la alegría que fue de un tiovivo, los lugares en los que se ha sido feliz y uno se marcha, deseando volver pero sabiendo que mejor no hacerlo.

"Sus tramas funcionan a modo de rompecabezas, porque aunque sean independientes, sus vidas encajan igual que pasillos de una misma existencia"

Un libro de grises que brillan y se superponen. De hecho, sus tramas funcionan a modo de rompecabezas, porque aunque sean independientes, sus vidas encajan igual que pasillos de una misma existencia, sobre la que nos preguntamos el lugar que tenemos y dónde está, y si en el fondo nos interesa más lo que intuimos o queremos que lo que es real. Hay ejemplos estupendos como el cuento de la hija que visita con su madre casas que nunca habitarán pero que los sueñan hogares. En otro aborda la adopción y ese proceso de descubrir no tanto el origen como el porqué del abandono, las huellas de un desgarro desconocido o de una felicidad a pesar del abandono. Igualmente indaga en torno a la manera en la que la imaginación cicatriza lo ausente, lo roto, lo que esconden los miedos, las razones del insomnio, la falta de futuro, la incomunicación o un instante de asombrosa felicidad. La esencia, ésta última, de uno de los mejores relatos del libro, en el que un hombre celebra el final de una enfermedad, al que añadirle la maravilla de la historia sobre el reparto amistoso de la ruptura. Espléndida disección del proceso de ir dejando de pensar en el otro, y por el que desfilan los amigos compartidos que empiezan a convertirse en ex, el aprendizaje de echar de menos sin dolor, y también a dejar de echar de menos sin culpa. Nos cuenta Ferrero lo importante que es saber dejar atrás algunos recuerdos, igual que si fuesen un abrigo que se olvida en el guardarropa de una fiesta. Lo mismo que subyace en el fondo la hermosa idea de una mágica e imprescindible tintorería que nos ayuda a que las prendas tengan una nueva vida.

"La gente no existe tiene el rostro de abuelos que se mueren, de locutores de radio en crisis, de miradas lúdicas que cuentan matrículas que acaban en ocho"

La gente no existe tiene el rostro de abuelos que se mueren, de locutores de radio en crisis, de miradas lúdicas que cuentan matrículas que acaban en ocho, de padres cuya complicidad es compartir a distancia la misma serie de televisión, de mujeres que se enamoran del espejismo de un hombre que cuida sus plantas, de madres e hijas, personajes de madurez e infancia a los que la autora les interroga acerca de sus autoficciones, de sus vacíos, de la naturaleza de los adjetivos con los que se les pone forma a las emociones, y del peso de las palabras (no es lo mismo, nos cuenta en un relato, decir «muerto» que «fallecido») en la gestión cotidiana de sus vidas. De todos ellos, pespuntados casi en una especie de álbum familiar, retrata su forma de mantenerse de pie delante de la frontera que tienen que cruzar o están a punto de hacerlo sin ser conscientes del todo. Lo resuelve con una escritura que no avanza de puntillas ni está armada con pernos de Ikea, sino con tranquilo esmero y realidades de las que conoce la huella del remiendo y su acabado poético, y además sin drama en sus finales abiertos. Antes de salir de cada cuento, Laura Ferrero deja la luz de sus pasillos encendida, justo a la altura de los zapatos que el lector también se pone.

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Autora: Laura Ferrero. Título: La gente no existe. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros y Amazon

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