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Pensar lo impensable: arte y lenguaje

Pensar lo impensable: arte y lenguaje

La pregunta por lo poético no admite respuestas fáciles. En tiempos donde el lenguaje se ha vuelto principalmente instrumental, donde la comunicación se reduce a la transmisión de información, surge la necesidad de interrogar aquellas prácticas que subvierten esta lógica dominante. Con el título Yo soy la naturaleza —afirmación de Jackson Pollock y declaración de principios que preside todo el volumen— Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971) construye un ensayo fascinante sobre el lugar de la poesía en el entramado de las artes, las formas y la subjetividad. Más que una reflexión académica, estamos ante una cartografía del pensamiento estético contemporáneo, trazada por alguien que entiende que la teoría solo cobra sentido cuando nace de la experiencia viva del arte. Lejos de proponer una teoría sistemática o normativa, el autor se despliega como un flâneur lúcido que recorre la pintura, el teatro, la música y la tradición literaria, trazando vínculos y resonancias, para que el poema pueda surgir del cruce de disciplinas, del roce entre prácticas y saberes, de una escucha radical. El resultado no es tanto un tratado como una poética en movimiento, escrita desde la experiencia de quien, además de poeta, es conocedor del jazz, profesor de estética musical y observador apasionado del arte contemporáneo.

Desde la primera página, Peyrou deja clara su premisa en un arriesgado guiño inaugural: un auténtico poema se caracteriza por «apartarse del uso cotidiano del lenguaje y hacer que las palabras no hagan lo que suelen hacer». Ese gesto de torcer la función comunicativa del lenguaje, de poner en crisis su transparencia, es para el autor la marca de lo poético. La poesía no sería entonces un género literario entre otros, sino una forma de resistencia inscrita en el corazón mismo del lenguaje. Lo corrobora acudiendo a voces diversas, que no funcionan aquí como autoridad prestada, sino como nodos en una red que confirma y tensa su visión: «El sentido es el opio del texto», afirma Hélène Cixous. Y Peyrou, con ello, traza una poética que se declara «esencialmente antilogocéntrica», ajena a la primacía del significado o la racionalidad instrumental.

La argumentación se desarrolla mediante una serie de aproximaciones concéntricas que van ampliando el campo de reflexión hasta abarcar prácticamente todas las artes. En el jazz, por ejemplo, encuentra Peyrou un modelo de libertad: «la improvisación no consiste tanto en recordar como en olvidar», recuerda Sonny Rollins. Y Ornette Coleman añade: «Antes de empezar a tocar no tenemos ni idea de cuál será el resultado final». La improvisación, como la escritura poética, implica un dejarse atravesar por lo impensado. No es azar, sino apertura. En Sierra Leona existen «numerosas palabras que no significan nada», llamadas palabras-canción, «un término que podríamos traducir sin demasiado problema como poesía», y que sugiere una experiencia rítmica y fonética más que semántica. También los yumas cantan «con palabras cuyos sentidos ya nadie sabe». El ejemplo etnográfico no es casual: Peyrou entiende que para pensar lo poético occidental es necesario descentrar la mirada, buscar en otras tradiciones culturales los indicios de aquello que nuestra propia cultura ha reprimido o marginalizado. Hay en todo ello un elogio de lo inaprensible, un cuestionamiento de la necesidad de sentido, y un desplazamiento del poema hacia la zona de lo no dicho, lo olvidado, lo sonoro.

"El arte no es representación, sino acto. Mostrar la huella del cuerpo es también una forma de pensar"

La brillantez del ensayo reside en su capacidad para mostrar cómo estos principios operan transversalmente en las distintas disciplinas artísticas. Mondrian «compara las aspiraciones del jazz y el neoplasticismo» y defiende «romper con la forma individual y con la emoción subjetiva: para no manifestarse como belleza y sí como vida». Pollock, a su vez, «plantea la cuestión de cómo retener una acción en el tiempo». Al contemplar sus obras, asistimos al resultado y al proceso a la vez. «La pintura, convencionalmente, esconde las pinceladas. Pollock las muestra, muestra el acto de pintar. Armand, con sus asociaciones y reticencias, muestra el acto de escribir.» Estamos ante una estética procesual que convierte al espectador en testigo no solo de la obra terminada, sino del gesto mismo de su creación. El arte no es representación, sino acto. Mostrar la huella del cuerpo es también una forma de pensar.

Ese gesto radical Matisse lo formula sin rodeos: «Si alguien quiere dedicarse a la pintura, debería empezar por cortarse la lengua». El arte, para existir plenamente, debe desprenderse del habla, de la narración, del yo. Sin embargo, Peyrou es demasiado sutil como para caer en el fetiche de la novedad absoluta. Como bien recuerda el autor —y lo hará varias veces—, la vanguardia no es negación de la tradición sino su mutación. El matrimonio Arnolfini o Las meninas ya «juegan con la ruptura del límite y con lo autorreferencial». Esta observación es crucial: permite entender que los procedimientos aparentemente más experimentales hunden sus raíces en la tradición misma, que la modernidad no es una ruptura sino una intensificación de potencias ya presentes en el arte del pasado. La modernidad no irrumpe: germina.

Volviendo a la poesía, Peyrou encuentra en el soneto de Lope sobre Violante un ejemplo temprano de «arte procesual 350 años antes». Igualmente, recuerda cómo en la segunda parte del Quijote los personajes ya han leído la primera, y cómo en Tristram Shandy el narrador se dirige a sus lectores. La metaliteratura no es una moda, sino una forma de conciencia estética.

El arte conceptual ocupa también un lugar clave en el ensayo. En obras como las de Eva Hesse o On Kawara, «el sentido no está ahí, sino esperando que lo construyamos». Se trata de un arte que exige la participación activa del espectador, que lo convierte en coproductor de la significación. El sentido no preexiste a la experiencia estética, sino que emerge en el encuentro entre la obra y quien la contempla. Frente a quienes las acusan de “tomadura de pelo”, Peyrou cita la provocación de Rothko y Gottlieb: su arte «debe insultar a cualquiera que esté espiritualmente adaptado a la decoración de interiores». Nuevamente, el arte no busca complacer, sino descolocar. Y su genealogía comienza hace siglos.

Dickinson ofrece, para Peyrou, una de las definiciones más potentes de lo poético: «pensar lo impensable». No como enigma, sino como tarea: la poesía sería esa tentativa de alcanzar lo que el pensamiento ordinario excluye, lo que la lógica reprime. En las páginas finales, se profundiza esta idea desde un marco hegeliano, y se sugiere que las artes buscan deshacerse de la «claridad comunicativa» y de las «imposiciones del autor», para acceder a una forma más profunda de verdad: «El yo poético es con frecuencia mucho más real… que el yo». Y, en consecuencia, la figura del autor se disuelve: «Cuando nos olvidamos de nosotros mismos, somos el universo», recuerda Ekaku. Así, la afirmación de Barthes en La muerte del autor cobra pleno sentido: «la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen».

Uno de los aspectos más valiosos del ensayo es su capacidad para evitar las simplificaciones teóricas. Peyrou no se abandona a un idealismo ciego. Reconoce los límites de ese gesto: «La relación entre la realidad y la imaginación es mucho más sucia… aparecen en el personaje rasgos del yo… En el personaje está el autor. Por eso los personajes de Kafka no se parecen a los de Proust». Es aquí donde la reflexión cobra espesor: «Lo mismo pasa en el yo. El yo es problemático, inestable, y también lo es el concepto de autor», pues «su identidad también es una construcción». Frente a toda individualización, Peyrou responde con Whitman: «Contengo multitudes».

En esta tensión irresuelta, en esta inestabilidad constitutiva, se juega el núcleo más profundo del ensayo. La poesía no puede aspirar a ser «pura», como soñaba Mallarmé, porque —como decía Valéry— «escribir un poema que contenga solo poesía es imposible». La inteligencia de Peyrou consiste en no lamentarse por esta imposibilidad, sino en convertirla en punto de partida para una reflexión más profunda: entonces, ¿por qué intentarlo? El autor responde con brillantez: «A mí me parece más interesante preguntarse si sería deseable».

"Se revela la dimensión trágica del arte: su grandeza reside precisamente en su fracaso constitutivo, en su incapacidad para cumplir aquello que se propone"

El final del ensayo se abre hacia una dimensión casi fenomenológica de la experiencia estética. Peyrou afirma que «la forma de concebir la poesía que estoy comentando… aspira utópicamente… a lo que hacen ciertos elementos del habla…como la voz, la entonación, los gestos…». En la misma línea comenta que «el gran fallo de la poesía es que las palabras se quedan fijas en la página». El autor recuerda el concepto de wabi sabi, y comenta que podría entenderse como ese «intento de captar el paso del tiempo» en una obra.

Las últimas líneas del ensayo condensan toda su complejidad en una formulación de notable belleza. Peyrou expone que «deseamos capturar lo fugaz y hacerlo permanente, pero cuando lo hacemos permanente se nos ha escapado… tiene que ver con intentar lo imposible». Aquí se revela la dimensión trágica del arte: su grandeza reside precisamente en su fracaso constitutivo, en su incapacidad para cumplir aquello que se propone. Y en esa imposibilidad está el sentido, tanto del poema como del acto de escribirlo: «La poesía remite a la realidad y niega la realidad, como la memoria, como la esperanza, como los sueños».

Al cerrar este libro, el lector comprende que ha asistido a algo más que una reflexión sobre poesía. Yo soy la naturaleza es una meditación sobre el arte como forma de resistencia al sentido unívoco, al yo unificado, al tiempo detenido. Con una admirable erudición y una escritura sutilmente digresiva, Peyrou enlaza siglos, nombres y prácticas para mostrarnos que el arte no se define por su estabilidad, sino por su capacidad de devenir. Su método ensayístico, que privilegia la asociación libre por encima de la demostración sistemática, constituye en sí mismo una aplicación de los principios estéticos que defiende. Este libro, hermoso, riguroso y estimulante, es una lectura imprescindible para quien se tome en serio la pregunta de lo que puede (aún) ser un poema.

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Autor: Mariano Peyrou. Título: Yo soy la naturaleza: Límites de la poesía y del arte. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros

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