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Tolstói en El Rábano

Cuando te das una vuelta por las librerías en España, sorprende —en realidad sorprende poco, porque estás acostumbrado— la desproporción en las mesas de novedades entre obras de aparición reciente y clásicos de toda la vida. Eso no ocurre en otros lugares, o tal vez allí la diferencia es menor. Aquí lo habitual es toparte con pilas de nuevos títulos, la mayoría de triste destino: nacen caducos y mueren sin haber vivido. Toneladas de papel con frecuencia destinado a la nada. Sin embargo, para dar con la reedición de un clásico hay que armarse de paciencia y perseguir la suerte en librerías de viejo o en Internet, o esperar a que alguna editorial valiente —como las ediciones de clásicos de aventuras que rescatan Zenda y Edhasa, sin otra ganancia que la dignidad de mantenerlos vivos— se atreva a devolverlos al lector.

No siempre fue así, y permitan que me recree un poco en la nostalgia. Que recuerde un tiempo a mediados de los años setenta en un Madrid que olía a tinta de periódico; o más bien en un periódico extraordinario que olía a Madrid: whisky, humo de tabaco, reporteros golfos y eficaces, chicas y chicos guapos. En aquel periódico, los clásicos subían a la redacción con toda naturalidad desde el maletero de un coche. Nuestro librero de guardia se llamaba José Bustillo, pero lo conocíamos como Bustillo, a secas. Aparecía por la redacción una vez al mes. Aparcaba cerca de Pueblo, en Huertas o Medinaceli. Abría el maletero y allí estaban los de toda la vida: Homero, Tolstói, Dante, Dostoievski, Shakespeare, Galdós, Ludwig, Zweig, Baroja… Amontonados como cadáveres en una película de Tarantino o como rehenes de un cártel mexicano, Bustillo los traía por encargo o los ofrecía elogiando éste o aquél. Los subía a la redacción y sacaba la libreta y el boli: nombre, título, deuda. Un trato de confianza, pues se pagaba a plazos. Aquella libreta de Bustillo, con sus cuentas y sus nombres —José María García, Raúl del Pozo, Jesús Hermida, Julia Navarro, Tico Medina—, contenía más historias que muchas novelas contemporáneas.

También pasaba por allí Platanito: un torero fracasado que terminó vendiendo lotería por los bares taurinos, los restaurantes y las redacciones. Casi todos le compraban, igual que a Bustillo: libros y lotería. Fiábamos la lectura a Bustillo y la suerte a Platanito. Era aquélla una redacción de buscavidas de ambos sexos, mercenarios sin otro dios ni amo que firmar en primera página: un auténtico nido de canallas peligrosos —como de manera tan espléndida narró Jesús Úbeda en su libro Nido de Piratas—, pero canallas cultos, capaces de blasfemar o mentarte a la madre citando a Quevedo. Y el reportero jovencito que entonces fui se enorgullece de haber formado parte de esa tribu hoy desaparecida: libros fiados en un maletero, cenas en tabernas populares, noches interminables en el periódico. Y el descubrimiento de que la literatura y la vida también podían venir a plazos.

Durante doce años fui cliente fiel de Bustillo. Había leído a muchos de los clásicos en la biblioteca de casa; pero gracias al vendedor de libros a plazos los hice propios y conocí a muchos otros. Algunos de quienes no vivieron aquel mundo singular creerán que, entre noches de insomnio y periódicos al amanecer, los periodistas leíamos a Hemingway buscando emparejarnos con el mito. Pero la cosa no funcionaba así, porque el mito estaba alrededor, en el tableteo implacable de las Olivettis de las mesas contiguas. Hemingway podía irse al carajo, porque en torno tenías a una veintena de periodistas tan buenos como él, y en los libros buscabas otras cosas: comprender, por ejemplo, el mundo al que te enfrentabas cada día.

Entre los mejores momentos de esas noches y esos libros de Bustillo con olor a nuevo se contaban las cenas. No hay menú del Savoy, Horcher o el Grand Véfour comparable a cuarenta y cinco minutos en El Rábano —sopa de fideos, huevos fritos o filete y flan de postre—, con un ojo en el televisor por si algo pegaba un petardazo en algún lugar del mundo, y el otro en el Guerra y paz de las obras completas de Tolstói que tenías abierto junto al plato. Era El Rábano una casa de comidas popular, barata. Entre vecinos del barrio y colegas del periódico cenabas con un vaso de vino con casera, servido por el viejo camarero de chaquetilla blanca, y uno de aquellos clásicos de Bustillo sobre el mantel, en la pausa entre las siete de la tarde y las tres de la madrugada. Luego, cerrada la edición, vendrían las copas, los bares nocturnos, los amaneceres buscando un taxi mientras saludabas a los barrenderos que regaban las calles y apartaban el chorro de agua para que no mojara las piernas de la chica que iba contigo. Pero eso ya no tenía nada que ver con Tolstói.

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Publicado el 3 de octubre de 2025 en XL Semanal.

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1 mes hace

De nuevo asoma la nostalgia en sus líneas, don Arturo. Asoma y lo invade todo. Ese sentimiento en el que nos refocilamos los que una edad tenemos. Ese sentimiento que surge desde nuestro inconsciente en muchos momentos de la vida diaria, al contemplar lo que hoy acontece ante nuestros ojos. Y comparar, que es inevitable. Porque hoy, no sé si tristemente, por lo menos sí es triste para la vista, las chicas no se mojan ya las piernas.

En casa de mis padre no había casi libros: una enciclopedia y una historia del mundo incompleta (quizás no se pudieron o quisieron pagar los plazos). Mi hermano y yo fuimos llenando las estanterías, no sé de dónde heredamos el gusto por la lectura, si es que se hereda, con aquella benéfica y cordial institución que se llamó “El Círculo de Lectores”. Se debería promover un monumento a la cultura a esta empresa que divulgó por toda España la lectura por los miembros del Tercer Estado (al que pertenezco) y que sigue estando presente en nuestra estructura social estamental.

Quizás el colegio de entonces fue el vivero de nuestras lecturas y de la naciente pasión por la lectura. Tuve por libro de lectura, desde primaria, al Quijote, a los clásicos del Siglo de Oro, a la picaresca que tanto nos gustaba, a Gonzalo de Berceo y al Mio Cid (esperemos que no salga un director de cine homosexual que diga que uno de mis héroes preferidos, el Cid, lo era; a este paso hasta van a decir que Santa Teresa se las entendía con Koldo o era lesbiana; y, por favor, mi comentario no es de tipo homófobo, como ahora se dice, sino crítico con la desvirtuación de la historia; lo que tú eres no tienes por qué proyectarlo a todo lo que se mueve o se movió; desde que salió la propagandística película he estado investigando este tema, lo que de él se sabe, y mi conclusión es que todo el tema está cogido por los pelos, muy pocos pelos, sin fundamento; si alguien es impotente sexualmente, no debe decir que el Marqués de Sade o Enrique VIII de Inglaterra eran realmente impotentes sexuales). Deconstrucción absurda de la historia. Posmodernismo absurdo.

También tuve una tía, hermana de mi madre, que tenía una considerable biblioteca para aquellos tiempos, y que me fue instruyendo en lecturas más densas si se quiere llamarla así: las obras completas de Freud pasaron por mis manos (prohibidas infantilmente en aquella España), las obras completas de Gregorio Marañón, ya tristemente olvidado a pesar de haber estado exiliado (nunca le han perdonado su vuelta a la España franquista y su centenario lo hicieron pasar desapercibido hace poco en ese expurgamiento de la memoria que se ha puesto en marcha como una maquinaria infame).

Otro tío, marido de una hermana de mi madre, tenía una pequeña biblioteca pero de obras bastante escogidas. Él me fue dejando las obras completas de Alejandro Dumas, escritas primorosamente en unos libros, que ya no se hacen, encuadernados en piel y escritos en papel de biblia. La historia de Francia pasó de aquellas letras a mi mente. Aquellos libros los devoré. También tenía a Galdós que he retomado en los últimos años.

Nostalgia y también esperanza. Una joven con la que tengo una estrecha vinculación familiar está leyendo últimamente a los clásicos: Guerra y Paz ha pasado por sus ojos y sus manos este verano y, además, le ha gustado enormemente. Esperanza.

El vaso de vino con Casera. Nostalgia. Quizás es el símbolo de aquellos perdidos años. Años, a pesar de lo que digan los propagandistas, felices en su simplicidad. Hoy, observen ustedes bien, casi nadie es feliz. Me decían hace poco que nunca había habido tantos niños asistidos por psicólogos y psiquiatras como ahora. Sociedad desquiciada. Con videoconsolas, móviles y juguetes sin fin: psicólogos. Jugando a las canicas y bebiendo vino con gaseosa, felicidad. Porque los niños, entonces, bebíamos vino e incluso alguna copita de anís o se nos daba el Sansón o la Santa Catalina para reconstituirnos (¿?). Hoy, los niños los educan asépticamente, muy asépticamente. No prueban nada de alcohol y cuando llegan a adolescentes muchos caen en el alcoholismo más degradante.

Esperanza. Quizás ahora, por lo menos es lo que observo, las mujeres leen mucho más que los hombres, aunque no se mojen las piernas.

Siento alargarme, pero el artículo de hoy da para mucho. Las máquinas de escribir. Símbolo del progreso en aquellos años. Miles y miles de máquinas de escribir lo inundaban todo, quizás millones. Y pérdidas de tiempo. Entonces, era imprescindible conseguir escribir bien a máquina obteniendo de paso un número de pulsaciones considerable para poder optar a puestos de trabajo. La mecanografía. ¡Cuanto esfuerzo desperdiciado y cuántas horas! Millones de oras de prácticas. Todas esas máquinas han desaparecido de empresas, administración, etc. Me pregunto dónde han ido a parar. Sociedad desquiciada. Se dice que se ahorraron miles de puestos de trabajo. No sé yo. De ejércitos de mecanógrafos, hemos pasado a ejércitos de informáticos, quizás mucho mayores estos segundos.

Los clásicos, las máquinas de escribir, el vino con Casera, las piernas de las chicas… nostalgia.

Saludos a todos.

John P. Herra
John P. Herra
1 mes hace

Para mí también, el objetivo es comprender el mundo, las personas, la vida y todo eso que podría clasificarse como el bien y el mal, que tantas veces se confunden y cambian de casilla. Es un arte difìcil y no hay maestros que vienen a casa, te los tienes que buscar tû. Una verdad como un templo.

También yo amo esos bares donde te llaman por tu nombre, como dicen los gringos. Los que bares donde iba tu padre y donde la tortilla de patata y la cerveza de tirador tieneb el mismo sabor que recordabas, aunque hayan pasado años. Bares que ya no existen.

Juan A.
Juan A.
1 mes hace

Ni bustillos, ni tolstóis, ni rábanos con chistorra, los lectores quedamos prendados de esa chica de piernas al aire huyendo acompañada de la noche. Quién fuera tanto me da, pero ay de quién pudo ser…
No puedo quitarme de la mente a esa chica de la Cruz Roja (una chonchita yeyé) asistiendo a redactores abandonados en ángulos oscuros, aún humeantes, y recogiendo sus despojos ebrios de tanta prosa, antes de que los atropelle la bulla en sus correrías.
Gracias una vez más, A. P.-R.

basurillas
basurillas
1 mes hace

Puestos a rendirse a la nostalgia y tras leer el artículo de don Arturo, me ha venido a la memoria un Club al que pertenecí durante muchos, pero muchos, años, que me surtía de libros cada mes.
Todo empezaba con un captador o captadora por la calle, que te ofrecía con artes sibilinas y de improviso, mediante una suscripción, pertenecer al exclusivo círculo donde todo giraba alrededor de los libros. Los había clásicos, en ediciones de lujo o económicas, e incluso colecciones completas de ellos, o novedades editoriales de los más variados temas, y no sólo novelas.
Cada mes aparecía, por el lugar designado por ti ( lugar de trabajo, domicilio, local…) un, en mi caso una, agente que te dejaba el catálogo actualizado correspondiente con su tarjeta personal. Leías la revista-catálogo, llamabas a esa persona y le indicabas con su nombre, precio y refencia el libro o libros (o disco o cd de música) que querías adquirir para ese mes. Únicamente era obligatorio hacer un pedido de algo al mes, barato o caro era indiferente pues no había pedido mínimo. Al cabo de un tiempo aparecía de nuevo el agente con tu pedido, le pagabas y ella te entregaba aquellos maravillosos libros que, en mi caso, devorabas en los trayectos diarios entre tu casa y tu lugar de trabajo y viceversa. Era una forma de obligarte a leer y a aumentar tu colección de libros.
Al cabo de muchísimos años me borré del invento, pues mi nuevo lugar de trabajo era prácticamente inaccesible para la obligada visita mensual, debido a las importantes medidas de seguridad y acceso. Lo sentí en el alma y sustituí, en los trayectos, la lectura de libros por ejemplares diarios del Boletín Oficial del Estado y de la Comunidad Autónoma; lectura interesante y cautivadora como pocas.
Mi biblioteca se resintió inmensamente en el cambio y mi esposa, en un día de Reyes, me regaló un libro electrónico. Pero ya no era lo mismo sin el rito mensual del Círculo. El que te quepa toda un extensa biblioteca de más de mil ejemplares en un chisme, poco más grande que una billetera, acaba con el morbo, con el aroma y el tacto de los libros en papel. Nostalgia, profunda nostalgia.

John P. Herra
John P. Herra
1 mes hace
Responder a  basurillas

Además del aroma y el tacto, son encantadoras las dedicatorias, o las notas y papeles que el anterior o anteriores propietarios del libro dejaron entre las páginas y que el librero tuvo el acierto de respetar. El libro electrónico es práctico, pero nada más.

Rafa
Rafa
1 mes hace
Responder a  basurillas

Nunca hubiese creído que el libro electrónico llegará a ser para mí tan valioso llegando al día de hoy a competir con los libros en papel. Lo fundamental para mí es que nunca llegue a olvidarlos.

Aguijón
Aguijón
1 mes hace

Puede que fuese en una librería de viejo o en una feria del libro de ocasión…
No recuerdo, pero me llegó una historia digna del “nido de piratas”…
Desafortunadamente perdí el ejemplar, que sin ser ningún clásico a mí me pareció interesante. Era una especie de “Decamerón” moderno y aquí transcribo una historia que recuerdo. Confiemos en que mi memoria sea fidedigna.

Guadalupe no discute

Contaré según la supe la historia de Guadalupe, una guapa señorita a quien llamaban Lupita. Era una niña contenta que creció por los setenta en su Méjico natal justito en la capital. Ser de modesta familia no molestó a la chiquilla y, en cuanto supo sumar, se puso a trabajar, contratada de mucama por pareja americana.
Rubios, yankis, estirados, dueños de vulcanizados. El señor era gracioso a la par que bondadoso, la señora una fulana en la cuestión de la cama…
De los demás empleados, que allí estaban colocados, centrémonos en Andrés, joven, mozo y “chofer”. Era un muchacho resuelto que llegó vía aeropuerto buscando vida mejor tras pasar por Benidorm. Allá era camarero de chiringuito playero que servía a las turistas cócteles y otras cositas.
Lo más curioso de Andrés… que calzaba un treintavy tres. Ese número, ojo al dato, no era para su zapato, como podrás comprender eso es poco para un pie, así que no es de extrañar el éxito del gañán.
Recién llegada Lupita, quiso hacerle de taxista para acercarla a su hogar, al cabo de trabajar. La muchacha, confiada, no supo ver la jugada y antes de acabar el mes…conoció bien al Andrés. Y quedó tan extasiada la jovencita criada, que no imaginó que el “chofer”a su señora también con frecuencia visitaba y a su vez la transportaba, provocando su desvelo, a rozar el séptimo cielo.
Al enterarse Lupita que su señora maldita se trajinaba al doncel, cual puta de algún burdel, trazó un plan como venganza, pues se sintió Sancho Panza sin su querido cipote que servía a otro Quijote. Y puesto que Guadalupe, nunca jamás te discute:
Engatusó al “pichatoro” para del cipote todo sevsacase una plantilla, que sirviese a la guarrilla, y en la fábrica de goma se presentó en persona e hizo que fabricaran, con lo que allí utilizaban, una tranca similar a la del obseso sexual. Luego fue a un guarnicionero para que, con mucha esmero, le preparara acsu vez la correa del arnés. El artefacto citado fue por ella diseñado para ajustarse muy bien en su tersa y morena piel y una mañana de otoño, después de peinarsecel moño, despertó a la señora y le dijo ya es la hora de que compruebes mujer a quien no debes joder.

ricarrob
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1 mes hace
Responder a  Aguijón

Nostalgia. Habìa una canción, por los sesenta. “Voy buscando a lupitaaaaaa, voy camino de Mexicóoooo, dicen que es tan bonitaaaaa… voy buscando su amor”

Voy cruzando la sierra
Por el aire suena su voz
Mi guitarra en el hombro
Mi tequila y el sol

Cuando llega el atardecer
Puedo ver su pelo cerca de mí
Voy buscando a Lupita y es tan bonita
Me hará feliz

Mi familia deje al marchar
Mi ciudad y todo mi ayer
Voy buscando a Lupita y es tan bonita
Como soñé

La encontré en el camino
Cerca de una vieja ciudad
Y yo con mi guitarra
La supe enamorar

Voy buscando a Lupita
Voy camino de México
Dicen que es tan bonita
Voy buscando su amor.

Un cordial saludo.

Aguijón
Aguijón
1 mes hace
Responder a  ricarrob

Muy buena, yo recuerdo muchas rancheras y muchos corridos…
“Ya estamos llegando a Pénjamo….”
Saludos cordiales, que decía uno de los del “nido de piratas”.

ricarrob
ricarrob
1 mes hace

Nostalgia. Quizás no vaya al caso pero me apetece referirme a esto.

El otoño, esa estación preciosa, quizás la mejor de todas, ha llegado con sus colores, tan especiales. Las hojas de los árboles nos premian con unos cambios a marrón y amarillo que desafían nuestro sentido de la vista y nuestra capacidad de percepción y de disfrute sencillo, del que no se paga. Y el suelo se va llenando de hojas caídas, ya cumplido su ciclo anual de esplendor y caída.

Todo un espectáculo para quienes, además de ver, miran y observan los regalos de la naturaleza, tan baqueteada por los antropos.

Pero si algo, en este mundo es perfecto, lo son muy pocas cosas, siempre hay alguien dispuesto a joderlo, con perdón. Ahí están los absurdos ayuntamientos de todo el país, sacando a la calle esas infernales máquinas sopladoras, ruidosas y tremendamente contaminantes que inundan nuestros pueblos y ciudades con un estruendoso ruido luciferino, levantando polvo y suciedad y exterminando las precios hojas que alfombran el suelo. Civilización. Progreso. Me río yo de todo este despropósito. Democracia. a nadie nos han preguntado si queremos o no estos horribles engendros del averno. Y si queremos o no que las hojas permanezcan en el suelo.

Cuando yo era pequeño y joven, las hojas caían en las ciudades y a nadie se les ocurría recogerlas. Nunca he conocido a nadie que se haya resbalado con ellas y se haya desgraciado. A mí me encantaba andar por las aceras pisando esa alfombra marrón o amarilla, que el viento agitaba y levantaba creando una magia de la que ya no disfrutamos.

Estamos terminando con todo lo que es poesía. Y la poesía es vida. Y la Naturaleza es vida.

Y si somos el segundo país más ruidoso del mundo, hete aquí que los principales contribuyentes a ello sean nuestros ínclitos ayuntamientos, je, je, democráticos.

Ruido y contaminación, así se emplea el dinero de nuestros impuestos.

Escribo esto porque, ¡joder! ¡Estoy hasta los mismísimos mondongos de todo!

Saludos silenciosos.

José Ángel
1 mes hace

Es un placer leer estas líneas que evocan recuerdos nostálgicos de tiempos donde la cultura y el pensamiento crítico importaban e imperaban.

Si hoy en día las nuevas generaciomes dedicaran más tiempo a leer, sobre todo los clásicos, y menos a redes (poco) sociales, tendrían herramientas suficientes para no ser tan susceptibles a la manipulación que experimentan a diario.

Vivimos tiempos oscuros, donde la cultura se va convirtiendo en una simple palabra cada vez más carente de significado.

El futuro será no leer ningún libro y que la IA haga el pertinente resumen.

Javier
Javier
1 mes hace

No se olvide usted de los libros de ediciones Cátedra, donde podía, aún puede encontrar a los clásicos a muy módico precio, como los de las ediciones Austral, perteneciente a la Editorial Planeta, tan de moda ahora, por ese merecidísimo premio a Juan Del Val, siguiendo con la tradición de grandes escritores que últimamente ha descubierto Planeta.
Saludos.

Darlan M Cunha
1 mes hace

«Recordar es vivir de nuevo», eso es lo que dice la gente de todas las generaciones.

David Sepúlveda Pérez
David Sepúlveda Pérez
1 mes hace

Maldita la mala suerte y el incendio que se llevó la casa que mi padre levantó con sus propias manos y que en menos de 20 minutos ardió entera, con todo y la biblioteca de 10 mil ejemplares que teníamos en ella.
Cada uno de mis hermanos aportó libros. Clemente, el mayor (Q.E.P.D.), puso Ciencias, Filosofía e Historia; Rosa, la única mujer, llenó de Poesía y Literatura esos anaqueles, que ya se hacían pocos y nos obligaba a construir más: la paredes quedaron cubiertas, en ambos pisos de la casa, con libros. Y llegaban más: Nelson puso toda la Literatura heroica, épica y picaresca…
Mas tarde, yo, el menor, completé con Derecho, más Filosofía e Historia (Muchísima) y, por supuesto, toda la Literatura faltante: Fantástica, Ciencia Ficción, Revistas (Eso que hoy llaman “cómics”), Histórica y también (¿Por qué no?) algo de pornografía (Burda y clásica: mi interés en el tema partió con las “Memorias de Casanova” y siguió con “Las Mil y Una Noches”).
No me malentiendan: eran libros comprados en “librerías de viejo”, en ventas después de un fallecimiento, de segunda mano… Pero estaba todo ahí: todo el saber y sentir humano de milenios en esas letras.
Y todo se lo llevó el fuego.
Cuando miraba a los bomberos luchar por salvar las casas colindantes -Nada se podía hacer ya por la nuestra- pensé que así se habrá sentido un amanuense de Alejandría, allá por el 48 a.C. y también dos siglos después. Y cuatro.

ricarrob
ricarrob
1 mes hace

Nunca lloraré por que se queme un campo de futbol (por cierto, parece que nunca se queman, desgraciadamente) o las residencias de los mandatarios políticos (tampoco se queman nunca, que curioso) o la sede de un banco (pues no, tampoco se queman nunca, desapareciendo todos los datos hipotecarios de la gente).

Pero sí lloro si se quema una biblioteca como la biblioteca de la casa de su padre, don David.

Y mis lágrimas llegaron a ser un océano cuando supe de la quema de la antigua de Alejandría y también modernamente de la biblioteca de Sarajevo, por culpa del primitivismo bárbaro, inhumano y analfabeto de los servios.

Cuando de nuevo están surgiendo actualmente los neofascismos con admiración implícita o explícita al nazismo, sería necesario recordar la gran quema de libros del 10 de mayo de 1933. No merece esto más palabras y sí muchas lágrimas.

Encomiable la reconstrucción que ustedes hicieron de las obras perdidas. Mucho amor por la cultura y por la literatura refleja ese acto.

Saludos.

Aguijón
Aguijón
1 mes hace

Era su Alejandría…don David.
Viene a mí memoria Sean Connery vestido de fray Guillermo salvando libros que se queman en la abadía de El nombre de la rosa…

Isabel simon
Isabel simon
1 mes hace

Me ha encantado leerte de nuevo , fui una fiel lectora del semanal XL dominical, hasta que ceraron los domingos el puesto de la prensa, te eche mucho de menos .
Celebro poder seguirte y volver a leerte, gracias

Claudio
Claudio
1 mes hace

Es increíble como los recuerdos y las experiencias en común de los pueblos atraviesan inexorablemente distancias, tiempos y hasta me animo a idiomas. Acá, donde la clase política se ha encargado de sembrar, cosechar y usar idiotas, el recuerdo de otra época viene a mi cabeza. Cuando era mas chico, rozando los 13 años, veía con ojos grandes al retirar los diarios en la madrugada a los protagonistas que relata con detalle Don Arturo. Es triste que la profesionalidad de esos “piratas” quede en la nada a la merced de la agonía del papel ante el anonimato cobarde de las redes. Me siento un John Connor de esta década a mis 50 abriles. Tengo miedo, y miedo real, a que la ignorancia trascienda mas que el razonamiento que nos ha dado nuestra educación. Ojala me equivoque y todo sea una pesadilla.

Un abrazo desde la tierra de los álamos doblados hacia el este.

Gracias Don Arturo.

Efraín
Efraín
1 mes hace

Recuerdo haber visto de niño el deportivo en el que llegaba Platanito a las corridas. Amarillo, y, en letras negras escrito en los costados, “Platanito”, bien grande.

Rosario
1 mes hace

Se me hace oscuro y terrorífico el pensar en este mundo sin usted en él. Espero poder leer estos artículos muchos años, así que ya puede hacer ejercicio y cuidarse que tontos hay muchos, pero ejemplares así, que poquitos.

Uno que pasa
1 mes hace

Libros. He hecho mudanzas. He dejado detrás cosas. Nunca mis libros. Los únicos que dejé atrás una vez se perdieron en el chorro inmisericorde de una cañería. Se perdieron tanto los míos como los de mi padre. Algunos están a salvo en mi estudio. Pero no es eso lo que me incita a escribir -aún sabiendo que lo más seguro es que no lo leerá- sino esas casas de comidas de Madrid que ya no existen. Ni esos camareros como aquel inolvidable de la escena de los kinkis de El Crack.

Maria
Maria
1 mes hace

Con tristeza veo desaparecer muchos libros clásicos. Los papeles póstumos del Club Pickwick ya solo se puede conseguir en edición de bolsillo… si la encuentras. Por otro lado hay una invasión de libros muy bonitos, lindisimos, con historias que dan vergüenza ajena leer.