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Perseguía una gallina y me topé con un rebelde (Tiempos de coronavirus 7)

Perseguía una gallina y me topé con un rebelde (Tiempos de coronavirus 7)

Buscando La gallina ciega encontré La forja de un rebelde. Los dos autores, Max Aub y Arturo Barea, tan cerca en el abecedario, comparten estante así que a falta de la crónica del viaje que el primero hizo a España desde su exilio en México en 1969 hallé el libro luminoso del segundo. De la madurez, quizá amarga y desencantada, de uno al deslumbramiento de la vida en otro.

No había leído la trilogía de Barea y con la culpa de ese agujero negro me fui dejando llevar por los ojos de un niño que parece la primera mirada de muchos. “Lo que ocurre a uno le pasa a todos”, se suele decir. No exactamente, pero sí que surgen imágenes, hallazgos y desencantos comunes a tantas generaciones. Hay una columna vertebral que cose al hombre y eso estremece.

"La forja, la primera parte de la trilogía, es para subrayarla sin descanso. Ya las primeras frases anuncian el vendaval cálido que nos espera"

La forja, la primera parte de la trilogía, es para subrayarla sin descanso. Ya las primeras frases anuncian el vendaval cálido que nos espera. “Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero”. Quién no puede imaginárselo. Como el canto a la ropa tendida de Claudio Rodríguez.

Arturo es huérfano de padre y su madre se gana el jornal como lavandera en las aguas del Manzanares. Por el libro van apareciendo fotos fijas en blanco y negro que huelen a brasero y a buhardilla, saben a caracoles y sopas de ajo mientras los muchachos con calvas por la tiña se tiran piedras como mejor divertimento.

El niño Arturo ha sido medio adoptado por unos tíos con posibles que le visten de marinerito pero él se escapa con un amigo que vende y vocea el Heraldo al caer la tarde. Imprentas, manteca espolvoreada de azúcar sobre el pan de la merienda, faroles de gas, el choque de los cántaros que el lechero pasea a caballo por las calles mal empedradas, serenos, cafés al resguardo del frío donde pasar el día con un aguardiente, un violinista ciego… Todo lo ve, todo lo mira el niño. Todo se lo cuenta a la madre viuda en la cama que comparten con un gato, y a veces con alguna gotera.

"La lucha por la vida barojiana se cuela entre pellejos tripudos que huelen a pez, cordeleros, boteros, talabarteros, lenceros"

Es el Madrid de la calle Vergara, del viaducto, del Palacio Real, de la Cava Baja. Una ciudad que acaba en el puente de Segovia, hace algo más de un siglo. La lucha por la vida barojiana se cuela entre pellejos tripudos que huelen a pez, cordeleros, boteros, talabarteros, lenceros. El niño abrirá los ojos a los mundos más rurales de Brunete donde desayuna huevos fritos y longaniza antes de ir a la era, siestas largas, nidos de golondrinas, murciélagos, corridas de toros entre talanqueras y “un boquete en el muslo donde cabía la mano del médico”.

Qué lejos, qué cerca todo. Este país no hace tanto, tan próximo al de Delibes. Y por supuesto al de Galdós. Pero Arturo Barea encuentra en el detalle, en el acento sin tilde de lo corriente, el brillo de los zapatos de charol y lo tosco de las abarcas. La mano larga de los curas y sus líos de conciencia. El mercurio que tanto marca la alegría del aguinaldo como el desprecio de los jefes de negociado hacia los meritorios… a través de un niño que está dejando de ser niño, de un mundo que se le escapa. Ahí está el guiño de Arturo Barea.

Lástima la vida de este hombre. Escribió La forja, nuestra forja, lejos de la calle Preciados por donde fue recadero. En Inglaterra. Y en inglés apareció antes de ser traducido al español. Se editó la trilogía en Argentina primero y hasta 1977 no se imprimió en su país, 36 años después de haberlo escrito. Con ser todo un poco triste, es imbatible la pujanza de una prosa limpia sin asomo de pedrería. Como para estos días.

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