Imagen de portada: Figura en blanco, Biarritz En su avance contra las tropas de Napoleón, los soldados británicos ocuparon Biarritz en diciembre de 1813 y permanecieron allí ocho meses. Sus médicos se pasearon por el puerto y vieron ancianos vigorosos, visitaron el cementerio y se sorprendieron con las avanzadas edades de los muertos. Atribuyeron la longevidad de los biarrotas a los pinares costeros que purificaban el aire y al efecto vigorizante de la brisa marina, así que este antiguo pueblo ballenero se puso de moda entre los viajeros ingleses: sus médicos les recetaban estancias en el litoral, paseos por la playa y baños de olas tonificantes. Los aristócratas, que ya visitaban las remotas y exóticas estaciones termales del Pirineo, empezaron a completar sus veraneos con chapuzones en la costa vasca. Mucho antes de que Eugenia de Montijo se encaprichara de Biarritz y su marido Napoleón III le construyera a pie de playa un palacio de 154 habitaciones (y yo a veces no sé qué regalarle a mi novia), las autoridades locales ya habían abierto caminos para que las “personas de calidad” bajaran sin peligro a estas playas.
El acceso más complicado era el de la Costa de los Vascos, una playa violenta, expuesta al noroeste, a las tempestades, las marejadas y los desprendimientos del acantilado que destruían las casetas de baño. Hasta entonces se llamaba Costa de Pernauton, por el nombre de un caserío cercano, pero en los tiempos del turismo imperial la rebautizaron Costa de los Vascos porque solo los nativos se atrevían a bañarse allí. Mientras los remilgados lords ingleses, las pusilánimes princesas rusas y los pechohundidos subsecretarios parisinos daban saltitos en la orilla de la Grande Plage de Biarritz y gritaban huyuyuy, los vascos preferían arrojarse a las olas titánicas. Ese es el relato épico. La verdad tiene que ver con la separación de clases: los nativos (sirvientas, obreros, campesinas y pescadores) iban a ese arenal peligroso de las afueras porque el ambiente aristocrático de la Grande Plage no los aceptaba.
Y así se extendió, de Biarritz a Donostia, una de nuestras más venerables tradiciones: la de juzgar la calidad de las personas según la pasta que traigan.
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Sorolla, inconfundible. Uno de nuestros mejores pintores, lejos de vanguardias inentendibles y antiestéticas, pintor de la luz, también sabìa pintar, sabiamente, el Cantábrico y no sólo el Mediterráneo. Luz en la oscuridad tenebrosa de las vanguardias.
Biarritz es un lugar precioso aún sin personas de calidad, que ni falta que hacen, como los mega-pijos tipo la quepenapena y su elitismo decimonónico, adalid, junto con su marido, de los gilipollas europeos.