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Poemas de Noche fiel y virtuosa, de Louise Glück

Poemas de Noche fiel y virtuosa, de Louise Glück

Tras la publicación de su poesía reunida en 2012, la poeta Louise Glück (Nueva York, 1943) ha seguido en Noche fiel y virtuosa (2014) el consejo de su colega Richard Siken de «jugar en el barro, solamente jugar en el barro». En el que es su último libro publicado antes de la concesión del Premio Nobel en 2020, Glück abandona las máscaras mitológicas de su obra anterior para mirar desde la vejez directamente al horizonte de la muerte —la propia, la de los seres queridos— en una serie de poemas (que incluye por primera vez poemas en prosa) en la que un sujeto lírico femenino, más o menos identificable con la poeta, se alterna con la voz de un alter ego masculino: un pintor que aborda el silencio y el lienzo en blanco del tramo final de su vida. La niñez y la vejez, la noche y el día, el pasado y el futuro, la realidad y la ficción, la blancura de la nieve y la oscuridad de los jardines, el rey Arturo y el psicoanálisis se unen en una circularidad de viajes, paseos y libros donde el sujeto despliega, con un tono onírico—«visiones oníricas medievales», las llamó un crítico—, su aceptación de la muerte, resignada, audaz y curiosa al mismo tiempo.

PARÁBOLA

Tras renunciar en primer lugar a las posesiones
mundanas, como enseña San Francisco,
a fin de que nuestras almas no se vieran distraídas
por la ganancia y la pérdida, y a fin también
de que nuestros cuerpos tuvieran la libertad de desplazarse
fácilmente por los pasos montañosos, tuvimos después
que debatir
hacia qué lugar o por dónde viajaríamos, siendo la
segunda pregunta
si debíamos tener un propósito, en contra de lo cual
muchos de nosotros defendimos con uñas y dientes que
tal propósito
equivalía a las posesiones mundanas, esto es, que suponía
una limitación o restricción,
mientras que otros dijeron que esta palabra nos
consagraba
como peregrinos en lugar de trotamundos: en nuestra
cabeza, la palabra se traducía
como un sueño, algo que se busca, de modo que si nos
concentrábamos la veríamos
resplandecer entre las piedras, y no
pasaríamos por delante sin verla; cada
nueva cuestión fue debatida en profundidad, las razones
iban y venían,
de modo que, según algunos, perdimos flexibilidad y
ganamos resignación,
como soldados en una guerra inútil. Y la nieve nos caía
encima, y soplaba el viento,
que amainó más tarde; donde hubo nieve, aparecieron
muchas flores,
y donde brillaron las estrellas, se alzó el sol sobre la línea
de los árboles
y volvimos a tener una sombra; esto ocurrió muchas veces.
También lluvia, también inundaciones a veces, también
avalanchas, en las que
algunos nos perdimos, y periódicamente parecíamos
alcanzar un acuerdo, con las cantimploras
colgadas de los hombros; pero siempre ese momento
pasaba, así que
(tras muchos años) seguíamos aún en esa fase inicial, aún
en los preparativos del viaje, pero habíamos cambiado
pese a todo;
podíamos comprobarlo en los demás; habíamos
cambiado aunque
nunca nos hubiéramos movido, y uno dijo: ah, ved
cuánto hemos envejecido, viajando
del día a la noche solamente, sin dar un paso adelante o
al costado, y esto parecía
milagroso en cierta forma. Y quienes creían que
debíamos tener un propósito
creyeron que este era el propósito, y quienes sentían que
debíamos seguir siendo libres
a fin de conocer la verdad sintieron que esta había sido
revelada.

CORNUALLES

Una palabra cae en la neblina
como la pelota de un niño entre la hierba
donde se queda seductoramente
centelleando y brillando hasta que
comprobamos que los destellos dorados
resultan ser simples ranúnculos.

Palabra/neblina, palabra/neblina: así era yo.
Y sin embargo, mi silencio nunca fue total…

Como un telón que se alza ante un paisaje,
a veces la niebla se disipaba: por desgracia el juego había
terminado.
El juego había terminado y los elementos
en cierta forma habían aplanado la palabra,
recobrada ahora, pero inservible al mismo tiempo.

Tenía alquilada, por aquel entonces, una casa en el campo.
Campos y montañas habían reemplazado a los altos edificios.
Campos, vacas, puestas de sol sobre la pradera empapada.
La noche y el día se distinguían por el canto alterno de los
pájaros:
los atareados murmullos y susurros se fundían
en algo semejante al silencio.

Me sentaba, daba un paseo. Cuando caía la noche,
me metía dentro. Me preparaba cenas humildes solo para

a la luz de las velas.
Al anochecer, cuando podía, escribía en mi diario.

Lejos, muy lejos oía cómo los cencerros
cruzaban la pradera.
La noche se iba quedando en silencio.
Sentía las palabras desaparecidas
tendidas junto a sus compañeras,
como fragmentos de una biografía no solicitada.

Todo se trataba, por supuesto, de un gran error.
Estaba, creía, afrontando el final:
como una grieta en un camino de tierra,
el final aparecía ante mí…

como si el árbol que se opuso a mis padres
fuera un abismo con forma de árbol, un agujero negro
que se expandía en la tierra, donde por el día
no hubiera habido nada más que una sombra.

Fue, al final, un alivio regresar a casa.

Cuando llegué, las cajas atestaban el estudio.
Cajas de cartón con tubos, cajas de los diversos
objetos que eran mis naturalezas muertas,
los jarrones y los espejos, el cuenco azul
que llené de huevos de madera.

En cuanto al diario:
lo intenté. Insistí.
Trasladé mi silla al balcón…

Las farolas empezaban a encenderse,
flanqueando las orillas.
Las oficinas se iban apagando.
En las márgenes del río
la niebla envolvía las luces;
era imposible, poco después, distinguirlas
pero un extraño resplandor impregnaba la niebla:
su origen era un misterio.

La noche avanzaba. La niebla
se arremolinaba en torno a las bombillas encendidas.
Supongo que era donde había visibilidad;
en el resto de sitios, las cosas estaban como estaban,
difuminadas donde antes fueron nítidas.

Cerré mi libro.
Tenía todo por detrás, todo en el pasado.

Por delante, como he dicho, el silencio.

No hablaba con nadie.
A veces sonaba el teléfono.

El día se alternaba con la noche, la tierra y el cielo
se turnaban en ser iluminados.

EL ASISTENTE MELANCÓLICO

Tenía un asistente, pero era melancólico,
tan melancólico que afectaba a sus deberes.
Debía abrir mis cartas, que eran escasas,
y responder las que requerían respuesta,
dejando un espacio al final para mi firma.
Y bajo mi firma, sus propias iniciales,
de cuya formalidad, al principio, se enorgullecía.
Cuando sonaba el teléfono, debía decir
que su empleador estaba ocupado en ese momento,
y ofrecerse a transmitir un mensaje.

Tras varios meses, acudió a mí.
Maestro, dijo (que era como me llamaba),
ya no puedo serle útil; debe echarme.
Y vi que había hecho las maletas
y estaba preparado para irse, aunque era de noche
y nevaba. Me compadecí de él.
Bueno, dije, si no puedes realizar estas pocas tareas,
¿qué puedes hacer? Y señaló sus ojos,
que estaban llenos de lágrimas. Puedo llorar, respondió.
Entonces debes llorar por mí, le ordené,
como lloró Cristo por la humanidad.

Aun así seguía indeciso.
Su vida es envidiable, dijo;
¿en qué debo pensar cuando llore?
Y le hablé del vacío de mis días,
y del tiempo, que empezaba a agotarse,
y de la insignificancia de mis logros,
y mientras le hablaba tuve la extraña sensación
de volver una vez más a sentir algo
por otro ser humano…

Se quedó completamente inmóvil.
Yo había encendido un pequeño fuego en la chimenea;
recuerdo oír los murmullos satisfechos de los leños
apagándose…

Maestro, dijo, le ha dado
un sentido a mi sufrimiento.

Fue un momento extraño.
Todo el diálogo parecía a la vez profundamente falso
y sumamente verdadero, como si palabras como vacío e
insignificancia
hubieran estimulado el recuerdo de alguna emoción
que ahora quedaba ligada a esta ocasión y a esta persona.

Su rostro estaba radiante. Sus lágrimas brillaban
rojas y doradas a la luz de la lumbre.
Luego se fue.

Fuera caía la nieve,
el paisaje cambiaba en una serie
de insulsas generalizaciones
marcadas aquí y allí con enigmáticas
formas donde la nieve se había acumulado.
La calle estaba blanca, los diversos árboles estaban
blancos…
Cambios en la superficie, ¿pero no es eso en realidad
lo único que siempre vemos?

EL CABALLO Y EL JINETE

Había una vez un caballo, y sobre el caballo un jinete.
¡Qué hermosos eran a la luz del sol otoñal, mientras se
aproximaban a una ciudad extraña! La gente abarrotaba
las calles o gritaba desde las ventanas altas. Las viejas
se sentaban entre las macetas de flores. Pero si mirabas
alrededor buscando otro caballo u otro jinete era en vano.
Amigo mío, dijo el animal, ¿por qué no me abandonas?
A solas, podrás hallar aquí tu camino. Pero abandonarte,
contestó el otro, sería dejar atrás una parte de mí mismo,
¿y cómo voy a hacer eso cuando no sé qué parte eres?

UNA OBRA DE FICCIÓN

Nada más pasar la última página, después de muchas
noches, me envolvió una oleada de tristeza. ¿A dónde se
habían ido todos, esa gente que me había parecido tan real?
Para distraerme, salí a la noche; instintivamente, encendí
un cigarrillo. En la oscuridad el cigarrillo brillaba, como
un fuego encendido por un superviviente. ¿Pero quién
iba a ver esta luz, este pequeño punto entre las infinitas
estrellas? Me quedé un rato en la oscuridad, el cigarrillo
brillaba y se hacía cada vez más pequeño, cada bocanada
me destruía pacientemente. Qué pequeño era, qué breve.
Breve, breve, pero ahora estaba dentro de mí, algo que las
estrellas nunca conseguirían.

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Autor: Louise Glück. Título: Noche fiel y virtuosa. Editorial: Visor. Venta: Todostuslibros y Amazon

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