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¿Por qué lo hacemos lo que hacemos?

¿Por qué lo hacemos lo que hacemos?

Foto: Alain Delon interpretando a Tom Ripley en la película «A pleno sol» (1960)

Ayer terminé de releer El talento de Mr. Ripley, de Patricia Highsmith, clásico de la novela de intriga publicado originalmente en 1955. Lo leí por primera vez hace años, con el título de su primera versión cinematográfica, A pleno sol, en el número 1 de la colección Compactos de Anagrama.

Cuando releemos, determinados aspectos de la obra en los que no reparamos la primera vez —porque no nos interesaban, o no nos preocupaban en aquel momento— se iluminan. Aquello que no vimos resulta ahora patente. A veces se trata de cuestiones secundarias que, de pronto, se convierten en nuestro argumento particular; incluso en el tema de una novela paralela que solo existe en nuestra imaginación.

"Cuando releemos, determinados aspectos de la obra en los que no reparamos la primera vez —porque no nos interesaban, o no nos preocupaban en aquel momento— se iluminan"

A mí me ha ocurrido esto con varios personajes secundarios de El talento de Mr. Ripley, todos ellos jóvenes norteamericanos que aspiran, de un modo poco realista, a dedicarse a las artes, y son víctimas de la ironía, del sarcasmo del protagonista de la obra: el asesino y estafador Tom Ripley.

Ripley es un joven huérfano de clase baja que trata de escalar socialmente cometiendo pequeños timos en el Nueva York de los años cincuenta. Un buen día da con él Mr. Greenleaf, empresario de un astillero, quien le pide que acuda a Italia en busca de su malcriado hijo Dickie, que vive allí una bohemia dorada dedicado a pintar cuadros, cuando, en realidad, no tiene talento para la pintura, sino para diseñar embarcaciones.

Mr. Greenleaf encarna a la burguesía conservadora: desea a toda costa que su hijo siga sus pasos en el astillero, pero Dickie no quiere saber nada del negocio familiar, hasta el punto de que ha comprado una casa cerca de Nápoles, en Mongibello, y vive con su novia, Marge Sherwood; con dinero, eso sí, del astillero de su padre.

La misión de Ripley consiste en viajar a Mongibello y permanecer allí un par de meses a costa de Mr. Greenleaf, haciendo lo posible por convencer a Dickie de que vuelva a su casa de Nueva York; pero al llegar allí, el enviado se da cuenta de que el joven Greenleaf no quiere realmente dedicarse a la pintura… “Ya sé que como pintor nunca causaré sensación —afirma Dickie—, pero la pintura me produce un gran placer”. En realidad, lo que desea el hijo es disponer de una excusa para negarse a seguir los dictados de su padre.

"Al final de la novela, el maligno Ripley asesinará a Dickie para usurpar sus bienes y su herencia, convenciendo a Mr. Greenleaf de que su hijo se ha suicidado"

Cuando Dickie muestra finalmente a Tom sus cuadros, este advierte de inmediato su mediocridad, la cual lamenta, porque “hubiera deseado que como pintor valiese mucho más”; sin embargo, opina que sus obras son como las de “miles y miles de pintores aficionados que pintan sus abominables cuadros en todo el territorio de los Estados Unidos”.

Algo parecido sucede con Marge Sherwood, una chica modesta de Ohio, que escribe un libro sobre Mongibello, el cual ilustrará con sus propias fotografías. A ella también le aplica Ripley su mirada irónica y hasta sarcástica: “Tom sospechaba que el libro sería malísimo. Había conocido a varios escritores y sabía que un libro no se escribía de aquella manera, a la ligera, pasándose la mitad del día tumbada al sol en la playa, preguntándose qué habría para cenar…”.

Por último, Ripley se burla también de uno de los mejores amigos de Dickie Greenleaf en Europa: Freddie Miles, hijo del propietario de una cadena de hoteles y… “dramaturgo; al menos eso decía él, ya que, por lo que Tom pudo deducir, su producción hasta la fecha quedaba limitada a dos obras, ninguna de las cuales se había representado en Broadway”.

Al final de la novela, el maligno Ripley asesinará a Dickie para usurpar sus bienes y su herencia convenciendo a Mr. Greenleaf de que su hijo se ha suicidado, entre otros motivos, “al comprender que nunca llegaría a tener éxito como pintor”. Incluso llegará a afirmar ante el detective McCarron —contratado por el empresario para buscar al finado— que Dickie era “un muchacho de lo más corriente a quien le gustaba creerse extraordinario”.

"El placer y la felicidad deberían ser el principio motor de todos nuestros actos; mucho más cuando dichos actos no constituyan una obligación ética, familiar o profesional"

Todo lo anterior me lleva a preguntarme por todos esos “miles y miles” de personas, no solo en Estados Unidos, sino en cualquier parte del mundo, que pintan, escriben, cantan, practican algún deporte… sin ganarse la vida con ello ni ser famosos —como es mi propio caso, por cierto—.

¿Por qué hacemos lo que hacemos?, me pregunto.

Recuerdo que hace años leí una publicación de lo más vulgar. Se trataba de la revista atrasada de un club deportivo. Entrevistaban a una entrenadora o jugadora de pádel —ya no me acuerdo—, que aparecía sonriente con su raqueta en medio de la pista. Respondiendo a una pregunta que también he olvidado, afirmaba: “Triunfar está al alcance de unos pocos. Divertirse, en cambio, está al alcance de todos”.

El problema reside en que muchas personas proyectan su propia vanidad sobre sí mismos, o sobre quienes les rodean, y consideran que el éxito o el reconocimiento son esenciales para dedicarse a disciplinas artísticas o deportivas ajenas al mundo profesional cuando, siguiendo las palabras de Dickie Greenleaf, deberían aplicar solo el principio epicúreo del placer.

El placer y la felicidad deberían ser el principio motor de todos nuestros actos; mucho más cuando dichos actos no constituyan una obligación ética, familiar o profesional. Yo escribo porque me gusta. Si tengo éxito, mejor; pero si deja de gustarme escribir, con independencia de mi éxito, dejaré de hacerlo.

"Hay un cuarto personaje secundario, además de Dickie, Marge y Freddie, que se dedica a las artes. Se trata de Cleo Dobelle"

A modo de conclusión, volviendo a la novela de Patricia Highsmith, hay un cuarto personaje secundario, además de Dickie, Marge y Freddie, que se dedica a las artes. Se trata de Cleo Dobelle, una amiga neoyorquina de Tom Ripley sobre cuyos afanes artísticos el asesino y estafador, casualmente, no ironiza.

Cleo vive con sus padres, en la parte trasera de un piso de Gracie Square, desde el cual se divisa un minúsculo patio de luces recubierto con ailantos de grandes hojas. Los ailantos anegan el patio y amenazan con subir hasta el cuarto de Cleo, donde ella pinta, bajo un pequeño flexo, minúsculos pedazos de marfil del tamaño de sellos de correos. Lo hace con pinceles de un solo pelo de distintos grosores.

Acaba de pintar tres paisajes imaginarios de un país cubierto por la jungla, inspirados en la espesura de ailantos que se divisa desde su ventana. Tom Ripley piensa que el pelo de los monitos que salen en los cuadros esta extraordinariamente bien resuelto. Casualmente, los ailantos también reciben el nombre de árboles del paraíso.

Cleo es muy feliz y sonríe al contarle a Ripley que, así como los pintores de verdad necesitan grandes estudios para almacenar sus cuadros, la totalidad de su obra cabe en una simple caja de puros.

Ailanthus altissima

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