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Por una hora, de Arthur Schnitzler

Por una hora, de Arthur Schnitzler

Nueve relatos breves sobre el amor, el juego y la muerte, libro editado por Guillermo Escolar con traducción de Miguel Oliva Rioboó, sintetiza el pensamiento de Arthur Schnitzler (1862-1931), y da cuenta de una visión del mundo dolorida y desengañada. Ofrecemos uno de los relatos, Por una hora, de 1898.

 

Por una hora (1898)

Le tenía la mano cogida entre las suyas y contemplaba la lividez de su rostro, del que ya había desaparecido todo rastro de vida. Entonces ella abrió los ojos de nuevo. Él sabía que esta vez, cuando sus párpados se cerraran, sería ya para siempre. Fatigosamente la mujer llenó el pecho de aire y él supo que era su último aliento. En ese instante lo embargó un inmenso miedo al pensar qué sería de ella y suplicó sin despegar los labios:

—No te la lleves, no seas despiadado, no te la lleves. Déjamela un día más, una hora más, pero no me la quites todavía, no me la quites inmediatamente.

Entonces vio de golpe en la ventana al Ángel Exterminador, que había oído su súplica y que le dijo:

—¿Qué puedo hacer por ti? Ha sido tu mujer durante tres años. ¿Qué puede proporcionarte esta hora a ti, que la sobrevivirás, y qué puede proporcionarle a ella, que se está muriendo?

—¡Todo! —gritó el joven—. Estos tres años no han sido nada. Nunca le he dicho lo mucho que la amaba. No se lo he podido decir porque yo mismo no era muy consciente de ello. Y ahora ha de partir sin haberlo oído jamás de mi boca. Es por eso que te ruego me des una hora más para podérselo decir. Si así lo haces, te prometo que no me atreveré a maldecirte después por mucha que sea la crueldad que puedas emplear conmigo.

A esto el Ángel Exterminador respondió:

—Ni siquiera yo puedo concederte esa hora. Y es que la vida que hay repartida por el mundo, aun estando tasada, es inmensa y en lo infinito no existe ni la demasía ni la escasez. Lo que me pides solo puedo dártelo si se lo recorto a algún otro al que le reste una hora de vida y ni un segundo más.

Fue entonces cuando los ojos del joven se iluminaron con nuevas esperanzas y dijo:

—Si está en tu poder hacer algo así, ponte en camino porque el tiempo corre.

El Ángel sacudió la cabeza.

—No temas. Mientras esté hablando contigo, el tiempo pasará sobre ti sin afectarte. Ven, te llevaré entre mis alas. Tú debes estar a mi lado para que mi petición adquiera la fuerza necesaria, mas no serás visto.

Apenas hubo pronunciado estas palabras el Ángel Exterminador, el joven sintió cómo se elevaba del suelo y cómo era envuelto en el aire crepuscular de la mañana y al instante se vio en un bosque caminando al lado del Ángel por una vereda alta y oscura. Fue entonces cuando se toparon con otro hombre que todavía no era demasiado mayor, pero que tampoco era ya joven. Estaba sumido en profunda meditación y, solo cuando el Ángel le cerró el camino interponiendo sus alas, alzó por fin la vista. El hombre quedó asustado en un primer momento, pero enseguida se repuso y preguntó con un tono grandilocuente: creo que te conozco y veo con satisfacción que eres muy semejante a como te había imaginado. Pero, ¿por qué vienes a buscarme tan pronto?

—Ya sé —respondió el Ángel— que te has pasado toda la vida reflexionando sobre mí y preparándote para que, cuando llegara, me pudieras recibir como merezco. También sé que para ti el no ser es el único estado deseable que le está concedido al hombre. Estás, pues, de enhorabuena. En una hora habrás alcanzado tu objetivo.

El hombre tragó saliva.

—No tendrás que pronunciar más que una sola palabra —continuó el Ángel— para poder entrar inmediatamente en lo que denominas el reino del no ser. Dame esta hora que para ti no es más que una inoportuna demora y yo se la entregaré a otro, para el cual significará una enorme alegría.

—No haré nada semejante —contestó el filósofo con mucha amabilidad—. Es precisamente esta postrera hora de mi vida la más propicia para desentrañar definitivamente el enigma del mundo. Una posibilidad que de ningún modo voy a desperdiciar. Además, Por una hora se me antoja que, incluso para el estado de máxima bienaventuranza que al hombre le está reservado allí, una eternidad es ya más que suficiente. Lo que deseo ahora es que me dejes proseguir mi paseo tranquilamente y que tengas a bien no aparecer hasta que el Destino o Dios o el Espíritu del mundo, esto pronto lo sabré, te lo haya encomendado inexorablemente.

Y con estas palabras se giró y el Ángel Exterminador salió volando de nuevo con el joven.

Acto seguido se vieron en el sopor de una habitación débilmente iluminada a los pies de una cama en la que un hombre enfermo y desamparado se retorcía entre gemidos y lamentos. Había oído cómo las alas surcaban el aire pues, de repente, había abierto los ojos y estaba mirando al Ángel fijamente con espanto.

—Ya estoy aquí —dijo este con voz bien templada—. Aquí está por fin aquel a quien tanto has estado esperando en tan interminables días y noches de sufrimiento. Enseguida te podré llevar conmigo si me cedes esa hora que, según ha dictaminado Dios, todavía te queda de vida y que será la más amarga de todas las que has padecido hasta ahora. En ella habrás de luchar por respirar y un sudor frío emanará de todos los poros de tu cuerpo. Querrás hablar y moverte, pero ya tus miembros no te responderán y no podrás pronunciar ni una sola palabra de despedida, ni para tu desesperada esposa, ni para tus hijos, todos los cuales estarán deshechos en llanto. No sabes bien todavía lo que es la desesperación, pero entonces lo sabrás y la sentirás como el más cruel de todos los tormentos que te ha deparado la vida.

El enfermo se había incorporado en la cama y lanzaba golpes en derredor como queriendo ahuyentar aquella quimera y gritaba:

—¡Vete, vete! ¡Y vuelve únicamente cuando toque! Si hubieras venido hace años te lo hubiera agradecido, pero ahora ya me he habituado a mis sufrimientos y lo único que sé es que estoy vivo. ¡Sí, vivo, vivo! Acabo de mandar en busca del más afamado médico de la ciudad y pronto estará aquí y, aunque centenares de otros médicos no han podido salvarme hasta ahora, quizá este lo haga. ¡Así que vete, vete!

La mujer que lo velaba, que se había quedado dormida junto al enfermo, se echó a sus brazos. Al punto también los hijos de este irrumpieron desde la habitación contigua y el Ángel Exterminador salió volando de allí con el joven.

Al instante aparecieron ante una humilde cabaña en medio de un despejado valle sobre el que se cernía la neblina matutina. En un banco justo enfrente había sentada una mujer, viejísima y ciega, que estaba completamente sola. ¿Quién hay ahí?, musitó entre sus labios ya marchitos

. —Soy yo, soy el Ángel Exterminador.

En ese momento la anciana se puso a temblar y preguntó:

—¿Voy a morirme entonces?

El Ángel contestó:

—¿Cuántas veces te has quejado de que me había olvidado de ti, de haber alcanzado entre la pobreza y la miseria los cien años de edad, de haber visto cómo enterraban a tus hijos, de que tus nietos estuvieran desperdigados por el mundo y de que no se preocuparan lo más mínimo de ti, de estar tan sola y tan ciega? Pues bien, aquí estoy por fin. ¿No te alegras de verme? Y la vieja musitó de nuevo: —¿De verdad que tengo que partir ya? ¿De verdad que tengo que partir ya? El Ángel respondió: —Te queda todavía una hora de vida pero, ¿qué podría depararte ya esta? Te ruego que me la regales para alguien para el que sea cien mil veces más valiosa que para ti. Pues en esta hora no se acercará nadie a ti y nadie cogerá tu mano entre las suyas, ni te cerrará los ojos, ni verás tampoco salir de nuevo el sol. ¿Para qué has de esperar entonces?

La mujer se arrodilló ante él y le imploró:

—Concédeme esta hora todavía, si es que acaso es mía. Por muy oscura y solitaria que esta sea, siempre estaré más sola y oscura allí adonde me llevarás mañana. Aléjate de mí, Ángel Exterminador, y no vengas hasta que no haya más remedio.

Y de nuevo el Ángel Exterminador tomó al joven entre sus alas y salió volando de allí con él. De repente se vieron en una pequeña celda. Junto a una mesita de madera sobre la que ardían dos velas estaba sentado un hombre de tez cetrina atado de pies y manos que miraba a través de la ventana con la vista perdida en el vacío. Cuando Por una hora el Ángel se interpuso entre él y la ventana se sobresaltó. Se pasó la mano por la frente y al intentar levantarse hizo sonar sus cadenas.

—¿Qué es lo que quieres tú ahora? —gritó con voz bronca.

—Vengo a liberarte —dijo el Ángel Exterminador.

—¿Ya? ¿Ahora? Todavía no he oído el repicar de la campana. Vienes muy pronto.

—Tienes razón —dijo el Ángel—. Lo cierto es que todavía queda una hora para que seas ejecutado por el asesinato de tu madre. Pero si me cedes esta última y cruel hora para alguien que podrá aprovecharla mejor que tú, estoy dispuesto a llevarte ya conmigo. No tardarás en oír cómo montan el cadalso en el patio y pronto oirás chirriar el pórtico de la prisión, que se abrirá para dar entrada a la gente que asistirá a tu ejecución. Entonces la puerta de tu celda se abrirá también por última vez y afuera estarán el verdugo y los alguaciles que te llevarán a empellones escaleras abajo hasta el cadalso donde acabarás tus días infamemente atormentado.

—¡Vete, vete! —gritó el condenado—. Si hubiera querido renunciar a la más pequeña parte de mi vida, ya haría tiempo que habría estampado mi cabeza contra la pared para acabar con todo. Pero, ¡no quiero, no quiero! No. Quiero oír los martillazos y los golpes en el patio y la puerta que chirría al abrirse y quiero bajar por mi propio pie la estrecha escalera hasta llegar al cadalso y quiero ver a la gente que ha venido y oír cómo murmuran y mirar al cielo antes de ir a ese lugar en el que ya ni ver ni oír se puede. Conozco la historia de uno que asesinó a su padre y a su madre y que, ya en la horca y con la soga al cuello, fue indultado. Si me arrojan a lo más hondo del calabozo para toda mi vida y me condenan a pan duro y agua entre ratas y ratones sin poder jamás ver de nuevo la luz del sol, me tendré por afortunado pues, aun así, estaré mejor que un conde ya fallecido. ¡Lárgate, maldito fantasma, lárgate!

Todavía retumbaban los improperios del condenado en los oídos del joven cuando se vio otra vez en una hermosa y serena alcoba que estaba tenuemente iluminada por un farol rojo que colgaba del techo y que esparcía su luz sobre el dosel de la cama en la que una joven pareja yacía fuertemente abrazada. La joven mujer fue la única que los vio aparecerse y sonrió.

—¿Eres el Ángel del Amor? —le preguntó.

—No, soy el Ángel Exterminador y vengo a cumplir tu más vehemente deseo. Pues voy a llevarte conmigo mientras descansas en brazos de tu amado.

—¿Me llevarás junto con él?

—No, sola.

—No quiero que me lleves —susurró la mujer.

—¿Y no querrás tampoco si te digo que en una hora habrás de morir?

—¿En una hora?

—Sí, ese es tu destino. Pero entonces estarás sola y extenderás inútilmente los brazos buscando a tu amado. No creas que estás soñando. Lo que te estoy diciendo es cierto y sucederá por muy joven que seas.

Entonces la joven se acurrucó junto a su amado y dijo:

—¡No quiero morir, no quiero morir!

El amado sonrió y le dijo:

—¿Qué te ocurre, pequeña?

Al punto habló el Ángel Exterminador:

—Seguro que me regalas esa hora, si te digo que la necesito para una de tus hermanas, a la que aman tan intensamente como a ti y que tiene que partir sin sospechar todavía nada.

—No, no te daré esa hora —respondió la joven mujer—. Grande era mi anhelo de morir en brazos de mi amado, mientras no te tuve delante, pero ahora que te veo ante mí, quiero apurar también esta hora, incluso si la paso sola y… sin amor.

Al punto el Ángel salió volando por los aires con el joven y le dijo:

—Ahora te llevaré de vuelta a casa.

El joven fue presa de la más inefable desesperación y se aferró al Ángel con ambos brazos gritando:

—¡No me dejes solo. No puedo regresar así. La vida es tan inmensamente rica que en algún lugar habremos de poder encontrar esa hora que estamos buscando y por la que vuelvo a implorarte ahora!

El Ángel contestó:

—Bien verdad es lo que dices. Únicamente hay en el mundo una sola persona que te la puede proporcionar todavía, mas, si ella no lo Por una hora hace, este trance se tornará más atroz que todas las decepciones que hasta ahora hayas vivido. Esa persona eres, en efecto, tú mismo y la hora que pides habrás de pagarla al precio de lo que te queda de vida.

—Tómala pues —exclamó el joven ufano.

—Escúchame —dijo el Ángel—. Te diré más todavía. La vida que te queda por delante, será una vida de sinsabores, de enfermedad y de soledad. Pero si estás dispuesto a entregarla, partirás en el plazo de una hora con aquella a la que amas.

—Te lo agradezco mucho, Ángel bondadoso —exclamó el joven—. Mi súplica ha sido por fin atendida.

En ese mismo instante volvió a estar sentado en la cama de su amada mujer. Le tenía la mano cogida entre las suyas y ardía en deseos de decirle lo mucho que la amaba. Pero entonces vio cómo sus párpados se cerraban y cómo su pecho descendía. Esperó una nueva mirada, un nuevo aliento, pero fue en vano. Ella ya no respiraría más ni sus ojos verían nada más. Todo había acabado. Entonces se precipitó sobre la cama completamente desesperado gritando:

—Ángel Exterminador, ¿por qué me has engañado?

Y el Ángel, que se hallaba todavía junto al cabecero de la cama, contestó:

—¡Pobre criatura! ¿De verdad creías que te era dado desnudar todo tu amor y todo tu dolor hasta penetrar con tu mirada en lo más profundo de tu alma, donde habitan tus verdaderos deseos? Nos volveremos a ver de nuevo y entonces ya me dirás si he sido yo el que hoy te ha engañado o si has sido tú el que se ha engañado a sí mismo.

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Autor: Arthur Schnitzler. Título: Nueve relatos breves sobre el amor, el juego y la muerte. Editorial: Guillermo Escolar. Colección Desclasados. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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