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Los últimos libertinos, de Benedetta Craveri

Los últimos libertinos, de Benedetta Craveri

En Los últimos libertinos (Siruela), Benedetta Craveri nos ofrece un nuevo y original enfoque sobre una de las épocas más convulsas de la historia social y política de nuestra civilización; el final del Antiguo Régimen y el inicio de la democracia europea. Refinados y aventureros, representantes de una forma de vida que estaba a punto de terminar, concebían el matrimonio como una convención de artificio mientras alternaban una emocionante vida amorosa sin freno ni límites con la actividad política.

El duque de Lauzun

«Vi pasar, uniformado de húsar, a galope tendido en un
caballo bereber, a uno de aquellos hombres con los que
acababa un mundo: el duque de Lauzun».
Chateaubriand, Memorias de ultratumba

En 1811, haciéndose eco de una preocupación generalizada, Napoleón ordenó a la Policía requisar el manuscrito de las memorias del duque de Lauzun y proceder a su destrucción1 . Testigo inesperado de un pasado en conflicto con las exigencias del presente, los recuerdos del último libertino célebre de la Francia del Antiguo Régimen habían comenzado a circular furtivamente, alarmando a la alta sociedad parisina. Por una feliz coincidencia, la reina Hortensia, deseosa de leer el manuscrito, mandó que le hicieran una copia en secreto, y, gracias a esta transcripción, diez años después, en plena Restauración, las Mémoires du duc de Lauzun fueron finalmente publicadas, provocando un auténtico escándalo.

Pero ¿por qué motivo los recuerdos de juventud de una de las innumerables víctimas de la guillotina suscitaban tal reprobación? ¿Y por qué años antes las Memorias del barón de Besenval —que había tenido, en cambio, la suerte de morir en su lecho poco después de la toma de la Bastilla— habían desatado la misma reacción? Estas últimas habían sido publicadas, también de manera póstuma, en 1805, por iniciativa de un gran amigo del duque, el vizconde Joseph-Alexandre de Ségur.

Evocar usos y costumbres de la aristocracia francesa al hilo de la propia experiencia personal no era, sin embargo, una iniciativa nueva. Desde hacía tres siglos muchos habían sido los nobles que habían dejado una huella escrita de sus propias vicisitudes y de sus propias tomas de posición en la vida pública y en los campos de batalla. Además, desde los primeros años del siglo XIX, la exigencia de testimoniar se difundiría entre los que, habiendo sobrevivido a la Revolución, habían conocido la sociedad del Antiguo Régimen y querían fijar el recuerdo. Muchos de estos memorialistas —el príncipe de Ligne, el conde de Ségur, la marquesa de La Tour du Pin, madame de Genlis o Élisabeth Vigée Le Brun, solo por citar algunos nombres— habían sido amigos o conocidos de Besenval y de Lauzun y también ellos describirían, a partir de los mismos personajes y de los mismos escenarios, los rasgos distintivos del estilo de vida aristocrático llegado a su apogeo.

Lo que hacía peligrosamente diferentes —y para los lectores modernos particularmente interesantes— los testimonios de Lauzun y de Besenval era en realidad el momento en que habían sido redactados. Ambos habían puesto por escrito sus propios recuerdos antes del Terror, todavía inconscientes del trágico final que aguardaba a la sociedad cuyos comportamientos totalmente carentes de prejuicios se habían entretenido en describir. Ambos habían formado parte del grupo de favoritos de María Antonieta, y su retrato de la encantadora e imprudente reina y de su entorno se conciliaba mal con la figura de la mártir cristiana difundido después de la Revolución. Además, en la época de la publicación de sus memorias, aún vivía un número no insignificante de señoras cuyos deslices todavía se recordaban y hacía tiempo que habían adoptado el papel de venerables matronas. Por otra parte, tampoco tenían motivo para alegrarse las familias de las señoras ya difuntas, a menudo de forma violenta, al constatar que la conducta de sus nobles antepasadas se ajustaba muy poco a la moral burguesa del nuevo siglo. Fallecidos durante la Revolución, Besenval y Lauzun no habían tenido, en efecto, ocasión de retomar sus escritos ni de limar, a la luz de cuanto había sucedido, la irreverente libertad de sus recuerdos, los cuales corrían el peligro de ser vistos ahora como una denuncia implícita de las responsabilidades morales que habían minado, desde dentro, la sociedad de la corte. Una denuncia particularmente embarazosa, porque ambos habían sido destacados protagonistas de aquella sociedad.

No pudiendo negar que se encontraban ante testimonios difícilmente irrefutables, los laudatores temporis acti pensaron que la mejor estrategia defensiva era negar la autenticidad de ambas obras. Es lo que había sostenido madame de Genlis respecto a las memorias de Besenval y, en 1818, cuando copias manuscritas de las de Lauzun habían vuelto a circular, Talleyrand había declarado en el Moniteur que se trataba de una vulgar impostura . Una mentira flagrante, porque Talleyrand había conocido demasiado bien a Lauzun para poder negar la veracidad de las historias sentimentales de su amigo de juventud7 ; pero, habiendo pasado al servicio de la Restauración, el exobispo de Autun se erigía, por evidentes razones de oportunidad política, en paladín de la respetabilidad de los supervivientes de un mundo que él mismo había contribuido a destruir.

Treinta años después, ante la persistencia de las polémicas, SainteBeuve aclararía finalmente el significado político de las Mémoires de Lauzun, las cuales, afirma, «aunque puedan parecer frívolas a primera vista, tienen una parte seria mucho más perdurable, y la historia las asumirá como pruebas incriminatorias en el gran proceso al siglo XVIII». Este no era ciertamente el espíritu con el que, en el otoño de 1782, Lauzun había empuñado la pluma. La idea de volver sobre sus primeros treinta y cinco años de vida8 se le había ocurrido al final de su segunda misión militar en los Estados Unidos, mientras esperaba embarcarse en la nave que lo llevaría de regreso a Francia. Dejados a sus espaldas los éxitos de la aventura americana, dudoso sobre las perspectivas que le esperaban en su patria, inseguro entre dos mundos, el duque se había entretenido en revisar las experiencias y los encuentros que habían sido importantes para él. Y, dado que la destinataria de su relato era su amante de aquel momento, la hermosa e impúdica marquesa de Coigny, era inevitable que el hilo conductor de dicho relato fuera su vida amorosa.

En todo esto no había ninguna originalidad. ¿No había escrito el conde de Bussy-Rabutin hacía ya más de un siglo, en los tiempos muertos de una campaña militar, la Historia amorosa de los galos para entretener a una amante lejana? También en este caso se trataba de un pasatiempo privado, destinado a poquísimos amigos, que había caído en manos de un editor sin escrúpulos. Pero, si esa crónica de las costumbres galantes de la corte del Rey Sol era una sátira cuanto menos ultrajante, nada parecido figura en las memorias de Lauzun, en las que incluso las mujeres más fáciles son descritas por lo general con respeto. En tiempos del duque la libertad erótica ya se había convertido, para ambos sexos, en una característica de la usanza nobiliaria. Stendhal comparaba los recuerdos de Lauzun con las mejores novelas libertinas, pero hay que reconocer que en el duque el libertinaje había cambiado de signo: a diferencia de los héroes de Crébillon hijo, Lauzun no era un seductor sistemático, movido por una ciega voluntad de dominio, ni en él la búsqueda del placer podía prescindir del aval del sentimiento. Sus memorias se nos muestran más bien como la novela de formación de un individuo que, en lucha con un destino establecido para él por otros desde su nacimiento, aspira a decidir libremente su forma de vida.

El 13 de abril de 1747 todas las hadas parecieron darse cita alrededor de la cuna de Armand-Louis de Gontaut de Biron para colmarlo de dones. Además de un apellido ilustre y de un gran patrimonio, el futuro duque de Lauzun era bien parecido, osado, generoso y brillante. Pero también le había tocado en suerte nacer en una familia, cuando menos, singular.

Su padre, Charles-Antoine-Armand, marqués y después duque de Gontaut, había sido un militar valeroso, hasta que, en 1743, herido gravemente en la batalla de Dettingen, tuvo que dejar el Ejército. Al año siguiente, a pesar del despiadado apodo de Eunuco Blanco que su infortunio le había valido, el marqués llevó al altar a Antoinette-Eustachie Crozat du Châtel, una riquísima heredera de dieciséis años. Es cierto que se decía que había delegado en el amante de su mujer, además de gran amigo suyo, el duque de Choiseul, la tarea de hacerla madre, pero el fin justificaba los medios, ya que lo más importante para él era asegurar la continuación de su estirpe. El júbilo familiar por el nacimiento del deseado heredero se había visto atenuado por el repentino fallecimiento de la marquesa, a quien una fiebre posparto se la llevó en pocos días. El último pensamiento de la joven no fue para el niño que le había costado la vida, sino para el hombre al que amaba. Choiseul carecía en efecto de los medios necesarios para hacer carrera y, para asegurar su futuro, Antoinette-Eustachie, antes de morir, había arrancado a su hermana de apenas diez años la promesa de casarse con él.

El ingente patrimonio aportado al matrimonio por Louise-Honorine y el apoyo de Gontaut, amigo íntimo de Luis XV y de la marquesa de Pompadour, garantizarían, de hecho, a Choiseul un magnífico porvenir: después de haber sido embajador en Roma y en Viena, gobernaría Francia durante casi veinte años, ejerciendo de facto las funciones de primer ministro.

Convertidos en cuñados, Gontaut y Choiseul, muy unidos entre sí, decidieron vivir en la misma casa, el elegante hotel de Châtel, en Rue de Richelieu, demostrando por otra parte la misma indiferencia hacia el pequeño Armand-Louis. La única que mostró interés por el huérfano fue su tía, la amable y caritativa madame de Choiseul, a quien le fueron negadas las alegrías de la maternidad. Sin embargo, el sentimiento predominante en la joven duquesa era su pasión no correspondida hacia su marido, que la llevaba a relegar a un segundo plano todos los demás vínculos afectivos y a someterse en todo y para todo a los deseos de su dueño y señor. Y estos no siempre fueron favorables para el joven Armand-Louis.

Choiseul no se limitaba a ser un mujeriego impenitente y a dilapidar, con un ritmo de vida principesco, la fortuna de su mujer —destinada a ser heredada por su sobrino—, sino que además había impuesto a la duquesa la presencia de su hermana favorita, madame de Gramont. Hasta casi los cuarenta años, Béatrice de Choiseul-Stainville había tenido que contentarse con ser canonesa en la abadía de Remiremont, pero, en cuanto lo nombraron ministro, Choiseul había querido tenerla a su lado. Una vez dentro del círculo más íntimo de la marquesa de Pompadour, madame de Gramont ya no se había preocupado de ocultar el ascendente que ejercía sobre su hermano (con el cual tenía una relación tan simbiótica que los menos benévolos hablaban de incesto). Entre las dos cuñadas se instauró, por tanto, un conflicto abierto, en el cual no fue la mujer quien venció, sino la hermana.

Este es el contexto familiar con el que Armand-Louis tuvo que aprender enseguida a lidiar, aunque su primer hogar fue en realidad la corte. En el periodo en que los Choiseul representaban al rey de Francia en Roma y después en Viena, el duque de Gontaut se lo había llevado de hecho consigo a Versalles, donde residía casi de manera permanente. Y el mismo Lauzun recuerda que sus primeros años de infancia habían transcurrido, «por decirlo así, sobre las rodillas de la amante del rey», la cual continuó reclamándolo durante mucho tiempo junto a ella, pidiéndole que le leyera en voz alta y que fuera su secretario personal. Tal cercanía con madame de Pompadour, la más seductora de las favoritas reales, no pudo no dejar huella en su imaginario erótico. Del mismo modo, su precoz iniciación en la vida cortesana en unas condiciones de favor tan excepcionales fue determinante para que enraizara en él la convicción de «estar destinado a una suerte inmensa y a ocupar en el reino el puesto más extraordinario» sin tener que esforzarse por merecerlo. De hecho, tras entrar, a los doce años, en el regimiento de las Guardias francesas, el rey le prometió que un día, al igual que su abuelo y su tío, llegaría a ser coronel. Sin embargo, con el paso del tiempo, sus certezas no se cumplieron y se vio obligado a probarse continuamente a sí mismo.

Hijo de su época, pretendía ante todo ser él mismo felizmente, sin tener en cuenta que en la monarquía francesa favor y mérito no iban necesariamente de la mano y que la pertenencia al estamento de los privilegiados imponía unas reglas de las que no era fácil sustraerse. La primera vez que debió de tomar nota de ello fue cuando, a los quince años, creyó que podría casarse con la joven de la que se había enamorado, mademoiselle de Beauvau. Pero el duque de Gontaut, ateniéndose a la lógica según la cual las uniones matrimoniales debían reforzar el prestigio de la estirpe, había hecho ya su elección. Amélie de Boufflers pertenecía, de hecho, a una familia ilustre, tenía una dote colosal y era la obra maestra pedagógica de su abuela, la célebre mariscala de Luxemburgo, la cual, enterrado el recuerdo de una juventud libertina, se había impuesto a la admiración general como árbitro supremo de las bienséances (buenos modales) aristocráticas. Así, aun siendo «una persona exquisita, de ánimo indulgente y comprensivo», como admitía el mismo Lauzun, el padre de este no se dejó conmover por sus súplicas y se limitó a concederle dos años de libertad antes de casarse. De ese modo, cuando el 4 de febrero de 1764, lleno de rencor por la imposición sufrida, ArmandLouis condujo al altar a la no todavía quinceañera Amélie de Boufflers, había convertido en una cuestión de honor no tener expectativas sentimentales con respecto a su mujer. Esto no le impidió mostrarle al principio las atenciones requeridas por las circunstancias, atenciones que, sin embargo, por timidez, por inexperiencia o por orgullo, la joven esposa recibió con tal frialdad que a partir de entonces se limitó a tener con ella una relación de cortés indiferencia. La encantadora madame de Lauzun fue, por tanto, la única mujer destinada a no ejercer sobre él el menor atractivo.

En el momento de casarse, Lauzun tenía diecisiete años y su educación sentimental se había llevado a cabo, como era costumbre, gracias a una experta profesional que durante quince días (como ya había hecho con muchos otros jóvenes de la corte) le había dado unas «clases deliciosas». En cuanto al alumno, se había mostrado tan dotado que la maestra no había querido que la pagaran. Una vez adquirido el dominio del comportamiento que debía tenerse en la intimidad de la alcoba, Armand-Louis se apresuró a comprobar su eficacia con las señoras de la alta sociedad. Pero, a pesar de las sucesivas experiencias siempre diferentes con mujeres casadas y jóvenes casaderas, con aristócratas y burguesas de las más variadas nacionalidades, todas igual de dispuestas a poner en peligro su reputación por él, nunca olvidó su primera educación erótica y siguió frecuentando a las filles en garitos y burdeles. Una de ellas lo asistiría en los trágicos meses anteriores a su muerte, permaneciendo a su lado casi hasta llegar al pie de la guillotina.

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Autor: Benedetta Craveri. Título: Los últimos libertinos. Editorial: Siruela. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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