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Proyecto ITINERA (XLI): Morir antes de morir

Proyecto ITINERA (XLI): Morir antes de morir

El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual. 

Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.

Hace unos días comía en un restaurante de Águilas, al pie del inexpugnable castillo que corona esta apacible localidad de la costa murciana. Allí reparé en una familia que disfrutaba de la sobremesa a nuestro lado. Arropada por sus hijos y nietos, una anciana de pelo plateado, con el rostro consumido por la edad, acurrucaba un muñeco en sus débiles brazos. Lo hacía en silencio, ensimismada en quién sabe qué pensamientos, ajena a la celebración que tenía lugar a su alrededor. Su mirada serena parecía posada en un punto del infinito, mientras se balanceaba levemente sobre su asiento, un gesto que avivaba la brumosa imagen de los últimos años de mi abuela, a la que el despiadado Alzheimer había ocultado sus recuerdos en algún lugar inaccesible de su memoria. La mujer acariciaba el pelo artificial de su improvisado bebé, susurrándole palabras al oído, mimándole como si su pequeño cuerpo de trapo fuera de carne y hueso. Es imposible desentrañar qué vacío cubría aquella ficticia criatura, pero la enternecedora imagen evocó en mi mente la triste historia de Laodamía, que recogió Higino en una de sus fábulas.

Protesilao fue el primer caudillo caído al pisar suelo asiático durante la guerra de Troya. Los oráculos habían pronosticado que la negra tierra abrazaría al hombre que desembarcara por delante de los demás. Pero el valeroso joven, consciente de que su trascendental paso acabaría con su vida, avanzó en cabeza de la expedición aquea con tremenda decisión hasta que una flecha dejó su cuerpo yerto sobre las arenosas playas de Ilión. La esencia del ideal heroico residía en saber afrontar el final con arrojo y dignidad. El príncipe tesalio alcanzó así la ansiada kalos thánatos, la “bella muerte”. Atrás dejó a una joven viuda, Laodamía, con la que se había casado días antes de la partida. La muchacha, que Homero describe con las «mejillas arañadas por el luto y una morada aún sin terminar», no pudo superar el funesto desenlace de su esposo. Cuentan que mandó esculpir una estatua de bronce con la hermosa imagen de Protesilao. Incapaz de afrontar la ausencia de su marido, trataba de mitigar su desconsuelo con aquella efigie. La muchacha hablaba, abrazaba y besaba a la inerte masa de bronce como si fuera el cálido cuerpo de su amado. Un impertinente servidor de palacio la sorprendió una noche en plena demostración de afecto. Pensando que yacía con un hombre sin consentimiento de la familia, se lo contó a su padre, Acasto, y éste, tras descubrir la verdad, decidió quemar aquel placebo del dolor. Lejos de sacar a Laodamía de su trance, la drástica medida paterna puso la rúbrica al drama. La muchacha se arrojó a la pira en la que se fundía la escultura de su malogrado esposo y murió abrasada por las llamas.

"Los griegos antiguos identificaban la muerte con el olvido. La memoria era consustancial a la vida. Laodamía se refugia en sus recuerdos para revivir a su amado"

Los griegos antiguos identificaban la muerte con el olvido. La memoria era consustancial a la vida. Laodamía se refugia en sus recuerdos para «revivir» a su amado. Las inscripciones de los pedestales de los kouroi invitan a detenerse para evocar el recuerdo del fallecido y así devolverle a la vida por unos segundos. Cuando Odiseo invoca a los muertos en el famoso pasaje de la Nekya se encuentra con sombras que vagan sin rumbo. Solo la sangre del sacrificio les hace recobrar momentáneamente la consciencia. Los seguidores del orfismo lo tenían claro: para asegurar una existencia placentera en el Más Allá era indispensable evitar la fuente del olvido, situada a los pies de un llamativo ciprés blanco a las puertas del inframundo. Los iniciados en el misterioso oráculo de Trofonio en Lebadea, de probable inspiración pitagórica, tenían que beber agua de sendas fuentes: la de Leteo, es decir, la del olvido; y la de Mnemósine, la memoria. Así morían virtualmente para nacer a una nueva vida. Orfeo y Pitágoras, según Walter Burkert, revolucionaron el mundo espiritual griego con la introducción de la doctrina del alma. En ambos casos, el ejercicio de la memoria era fundamental para disfrutar de otra oportunidad en el Más Allá.

"La enfermedad de la memoria también condena a sus allegados a una constante despedida"

La nodriza aguileña, mi abuela y otros cientos de miles de ancianos de nuestros días sufren en sus carnes una muerte en vida: la triste e inexorable pérdida de la memoria, acompañada de una galopante merma física. El destino, convertido en cruel enemigo, les depara una dramática travesía por la espesa niebla del olvido, arrebatándoles las experiencias de la vida para condenarlos a un triste final privado de recuerdos. Hombres y mujeres, otrora plenos de energía y coraje, se tornan frágiles y vulnerables en el final de sus días. Incluso nosotros, sus seres queridos, nos convertimos en personajes anónimos que solo son capaces de reconocer de forma pasajera en fugaces instantes de lucidez. Recuerdo que entonces, la fría y desubicada mirada de mi abuela reparaba en mi presencia con cierta calidez. Parecía incapaz de reconocerme, pero su ternura insinuaba que había identificado en mí a un ser querido. Entonces yo solía aprovechar aquella súbita conexión con el presente para susurrarle al oído cariñosas palabras que llenaran el descorazonador vacío de su inexpresivo gesto. La enfermedad de la memoria también condena a sus allegados a una constante despedida, por si las últimas brumas de Mnemósine se disipan de forma definitiva de su mente antes de que las Moiras corten el hilo de la vida. Es entonces, desprovisto de todo recuerdo, cuando uno muere definitivamente antes de morir.

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