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Que arda esta casa con nosotros dentro, de Mario de la Rosa

Que arda esta casa con nosotros dentro, de Mario de la Rosa

El escritor y actor Mario de la Rosa regresa a las librerías con un thriller con toques de espionaje, de sexo y de amor. Los protagonistas, Bianca y Álex, se enamoran perdidamente el uno del otro, pero el pasado vendrá a interrumpir su idilio y a obligarles a viajar por medio planeta para salvar su vida.

En Zenda ofrecemos el arranque de Que arda esta casa con nosotros dentro, de Mario de la Rosa (Libros Cúpula).

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SOÑAR Y SER OTRO

—¡Que arda esta casa con nosotros dentro!

Bianca ha pronunciado esas palabras como si no lo hubiera querido decir nunca. Como si una fuerza superior usara su cuerpo y su voz como catalizadores para manifestarse. Presente en el escenario, en la caja negra que conforma ese linóleo, con la autoridad de quien pertenece a ese lugar. Las piernas separa­das a la anchura de sus hombros, la pelvis adelantada, el cuerpo arqueado hacia atrás, sostenido por unos brazos en jarras apo­yados en la cadera. Esbelta, enérgica y a la vez frágil. Conscien­te de su vulnerabilidad, que combate desde un instinto visceral. Da la sensación de que la estuviera alcanzando un rayo en este preciso momento y, lejos de romperla, canalizara esa energía para escupir su deseo más profundo. Su alarido es un escorzo del alma que sabe a entrega y rabia, resquebrajando la atmósfe­ra con cada matiz de su presencia y hacer. Así llega a las gradas situadas al fondo de la sala. Con una plasticidad que absorbe al escaso y privilegiado público, impidiendo dejar de mirarla.

— ¡Que nazca un niño de fuego!

Resbalan generosas las lágrimas por sus mejillas después de unos segundos de escucha sin respuesta. Rota su cabeza, dibu­jando un círculo lentamente alrededor del cuello. Cae de rodi­llas con los antebrazos ofrecidos hacia delante. Parece que la vida se le escape por las muñecas. Hay un actor frente a ella al que nadie ve. Al menos, los presentes hace rato que no reparan en él. Solo tienen ojos para Bianca. Todos hipnotizados en el más respetuoso silencio. Preguntándose si están presenciando, como creen, un momento único y especial. Es muy posible que cuando lleven la función a grandes plazas, con la esceno­grafía correspondiente, algo de esta magia íntima se pierda. Las luces reducen su intensidad hasta apagarse.

Todas menos una. Una luz cenital ámbar que baña a Bian­ca de pausa dramática. La energía del lugar se concentra en torno a su figura y los presentes pueden sentir cómo ella tiem­bla. Las primeras notas de un piano empiezan a sonar y, antes de que el chelo lo envuelva todo, da tiempo para unas últimas palabras con sabor a derrota que cierran el acto.

— Pues de tus brasas me prendo. Entre mis llamas me pier­do.

Álex es uno de los privilegiados y no termina de entender lo que acaba de sentir. Su cuerpo ha reaccionado de una ma­nera diferente a todas las reacciones registradas a lo largo de su vida. La mujer del escenario desprende un aura que se va es­parciendo por la sala de ensayo, inundándolo todo, hasta llegar a su butaca. Y ahí, con una calma tensa, se reconoce en alerta. A gran velocidad, trata de sopesar todo lo acontecido, contem­plando la imagen presente y el poso que va dejando. Descubre que los ojos se le han llenado de lágrimas. No consigue nom­brar el sentimiento y eso le incomoda. Sin embargo, decide no pelearse con él. Se da permiso para dejarse llevar por el mo­mento, una práctica antes prohibida que se está convirtiendo en terapia. Ha sentido el vigor de una mujer poderosa. Ha sentido su fragilidad llena de valentía. Ha sentido su dolor, en­vuelto en un manto de belleza que reside en cada gesto. La calidad de movimiento sumada al latir de un corazón fuerte y entregado. Decide levantarse… ¿o ha sido un acto reflejo? Es­pera, no sabe si debe aplaudir o guardar silencio. Quiere hacer­se notar. Quiere compartir lo que acaba de sucederle. Cuanto menos, hacer ver a la responsable de ello que su emoción le ha llegado. Álex acaba de encontrar un renovado sentido para el significado de arte. Al final no dice ni hace nada. Se queda en pie, en una quietud que solo rompe para cruzarse de brazos, como si debiera protegerse.

La sala se encuentra en el barrio de Carabanchel, exacta­mente en Carabanchel bajo, territorio que mantiene el nom­bre del pueblo que fue. Cerca del Hospital Militar Gómez Ulla, entre las estrechas calles colindantes con otras más am­plias, que no hace mucho cambiaron sus nombres de generales franquistas por el de políticos democráticos y progresistas. Si­tuada en el patio de luces que compone una manzana de edi­ficios de dos y tres alturas, algunos casi centenarios y todos de clase obrera. Salpicados en parcelas que fueron pequeñas fincas en la posguerra, donde los niños, hoy abuelos octogenarios, jugaban con los perros entre gallinas y conejos que criaban sus padres y proveían de alimento. A día de hoy, se sigue jugando y, aunque el juego ha mutado a través de las artes escénicas, se sigue tratando de lo mismo: de soñar y ser otro.

Al lugar se accede por una puerta de garaje tras la que se encuentra un recibidor. La mesa, las sillas, el tresillo y los sillo­nes que hay en la primera estancia son muebles rehabilitados, quien sabe si de tercera o cuarta mano. Hay un mostrador que hace las veces de oficina y en la pared que hay tras él cuelgan carteles de obras teatrales, ensayadas o estrenadas allí. El lugar es una parada del circuito off de la capital. Junto al mostrador sale un pasillo que conduce a la estancia principal, un espacio diáfano de tarima y techos oscuros de más de cinco metros de altura. Las paredes también están pintadas de negro mate y hay pequeñas ventanas opacas en la parte alta. Hay focos y juegos de luces distribuidos por todo el espacio en soportes metálicos. Cortinas gruesas y solemnes colgando perimetralmente de raí­les, haciendo de la estancia un lugar «hermético» cuando resul­ta necesario. Dos aseos, ambos mixtos, igual que el vestuario/camerino, donde los actores y actrices comparten preparacio­nes en ropa interior con una forzada naturalidad. En la parte izquierda, desde el pasillo, están las gradas retráctiles donde Álex sigue en pie, quieto.

Al otro lado de la sala se encuentra el linóleo desde el que Bianca ha hecho soñar y sentir a los presentes. Diecisiete per­sonas también han viajado en ese sueño. Seis compañeros, una pianista, un chelo, el director de la función, su asistente, que también maneja las luces; el escenógrafo, la dramaturga, un representante y tres productores. Estos cinco últimos junto a Álex en las gradas. El momento previo acaba de romperse hace apenas unos minutos. El brillo de algunas pantallas de móviles ilumina la oscuridad de la zona de butacas. El director compar­te apuntes y notas con el elenco, especialmente con Bianca, a quien apoya la palma de una mano entre el esternón y la claví­cula, tratando de recomponerla y darle cariño. Hablan algo ininteligible para Álex, pero cuando todos se vuelven a mirar­lo entiende que hablan de él.

Los músicos comentan notas entre ellos, la dramaturga y uno de los productores comparten impresiones, los otros salen a la calle a fumar. El elenco suelta tensión estirando y soltando algo de vestuario y atrezo. Santiago, el director, es un hombre espigado, cerca del metro noventa, de nariz prominente y con pelo largo y tupido. Viste ropa amplia que se ajusta a su cin­tura, dotándolo de una elegancia dinámica. Tiene las manos grandes, delgadas y huesudas, y las mueve al hablar como si recreara movimientos de algún sutil arte marcial. Le hace un gesto a Álex para que se acerque.

Lo presenta al elenco como el nuevo coordinador especia­lista. Ahora todos le observan de cerca, todos menos Bianca, que ha corrido hacia el aseo. Van pronunciando escalonada­mente sus nombres llevándose una mano al pecho. Álex retie­ne el nombre de todos sin esfuerzo, pero cuando Bianca vuel­ve al grupo, su nombre despierta algo especial en él. Por poco común en España y porque cree que es perfecto para la mujer que lo acaba de deslumbrar. Un nombre en armonía con su tono de piel.

— Alejandro ha venido a cubrir a Fer, al que le ha salido un trabajo en el extranjero y nos ha abandonado. El cine es lo que tiene, que paga bien. Pero bueno, nos ha dejado a Alejandro en su lugar, creo que prefiere que lo llaméis Álex — dice son­riendo el director —, corrígeme si me equivoco. Él nos va a ayudar con esas escenas que implican lucha y caídas para que no nos hagamos daño.

La palabra «lucha» genera inmediatamente un efecto de análisis visual al físico de Álex por parte de todos, suele pasar. A su vez, él solo tiene ojos para Bianca. La joven ronda los treinta años. Es alta, metro setenta y cinco centímetros, y tie­ne una musculatura definida. Ahora viste unos leggins que muestran unos cuádriceps entrenados y luce un top mínimo, casi como un sujetador deportivo color ocre suave. Sus pec­torales marcan las fibras insertándose en su esternón y sus pe­chos, pequeños, muestran sus pezones a través de la tela. Al descubierto queda su vientre, firme, blanco, marcado. Su ros­tro resulta delicado, de líneas suaves, el mismo color en la tez que en todo el cuerpo, y unos ojos azules que aventuran cal­ma y tempestad a partes iguales. Su cabello rubio apenas roza sus hombros, en una melena alborotada que le da un aspecto nórdico y desenfadado. Bianca despierta en Álex un deseo súbito. Su feminidad elegante, su pose delicada, casi felina, en contraste con las venas marcadas de sus antebrazos y una cica­triz más que visible en el tobillo derecho, que baja hasta su empeine, envuelven al coordinador especialista en unas ganas infinitas de saber y de saborear. Pero ella también mira, reco­nociendo el cuerpo fibroso y curtido del hombre. De cintura estrecha y de espalda y hombros fuertes. Enfundado en unos pantalones de escalada y una camiseta de manga larga que se ajusta a su torso y sus bíceps, la prenda no termina de ocultar una cicatriz gruesa que trepa por su cuello. Un cuerpo prepa­rado para la acción, piensa Bianca, y que ha sufrido sus con­secuencias, como el de ella. Hay empatía cuando ambos reco­nocen en silencio sus heridas y la desconocida historia que encierran. Algo a mitad de camino entre la atracción y el respeto es lo que siente la actriz frente a este hombre alto, unos diez centímetros más que ella, moreno de pelo corto y barba cerrada, donde se atisban algunas canas en la perilla y las sienes. Por primera vez se miran a los ojos. Álex trata de man­tener el tipo, pero ya sabe que será cuestión de tiempo que ella se dé cuenta. Le gusta mucho.

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Autor: Mario de la Rosa. Título: Que arda esta casa con nosotros dentro. Editorial: Libros Cúpula. Venta: Todostuslibros.

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Laura
Laura
2 meses hace

La historia está construida y entretejida de una forma realmente extraordinaria, a veces parece como si estuviéramos viendo imágenes de lo que ocurre simultáneamente en distintos lugares. Alrededor de los protagonistas se mueven otros personajes con sus vidas, su historia y sus personalidades, imposible no empatizar con cada uno de ellos. La forma de escribir del autor es cautivadora y fluida.Algunas similitudes son muy sutiles.El libro me ha dejado sin aliento hasta la última página. El final ha sido completamente inesperado.
El particular de los triángulos es puro genio