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Redonda, de Javier Diéguez

Javier Diéguez es una de las poquísimas personas que ha puesto un pie en el Reino de Redonda, islote del que Javier Marías fue monarca y del que ahora ostenta la corona Juan Gabriel Vásquez. Zenda ya publicó en su momento una crónica del viaje que Diéguez emprendió al peñote más literario de las islas de Barlovento (Caribe), pero ahora reproducimos un fragmento del libro que acaba de publicar sobre su aventura: Redonda (Menguantes).

***

Las preguntas se agolpan en mi mente: ¿qué hago persiguiendo un reino literario ubicado en una isla remota y prácticamente inaccesible?, ¿poner pie en Redonda significa visitar el reino, o la mera pretensión de arribar a él no es más que un delirio imaginario?, ¿hasta qué punto la literatura—la ficción—puede cincelar la realidad?, ¿qué ha impulsado a tantos escritores a lo largo de la historia a crear sus propios territorios ficticios? Gabo y Macondo, Benet y Región, Rulfo y Comala, Onetti y Santa María. Los ejemplos se pierden en la bruma de los tiempos, aunque quienes han llevado esa pulsión hasta sus últimas consecuencias han sido, sin duda alguna, los reyes de Redonda.

—¿Conoces la historia de Vegamián? —le pregunto a Aïda.

—¿De Vegamián?

—Es un pueblo leonés, un pueblo real que ya no existe. Juan Benet, que además de escritor era ingeniero de presas y embalses, dirigió la construcción de una enorme presa que acabó sumergiéndolo. Se dice que aquello le inspiró para crear su propio territorio literario: Región. De allí era el poeta Julio Llamazares. A los catorce años vio desaparecer su casa, todo su pueblo, bajo las aguas del embalse. Aquel drama personal le impulsó a escribir. ¿Y sabes lo mejor? Hace unos años el también escritor Álvaro Colomer se enfundó el equipo de submarinista y buceó por Vegamián hasta dar con la casa del poeta.

Aïda se echa a reír.

—Eso te habría encantado hacer a ti también, ¿eh?

Reino de Redonda.

Antiguo mapa de Redonda.

Aparco en un descampado de Stingray City, a unos cincuenta metros del mar. Antes de bajar, echo un ojo de nuevo a los pedales del Fit. Ni rastro de la reina cucaracha. Nuestro hotel para estos últimos días en Antigua está a un minuto a pie.

El apartamento, de aire colonial, es amplio y luminoso. Los zumbidos de los ventiladores de techo se mezclan con el del moderno aire acondicionado. La terraza de madera tiene vistas privilegiadas al azul turquesa del Caribe y a una isla feérica, alfombrada de un vivísimo verde, que se yergue a unos setenta metros de la playa. Parece estar envuelta en manglares, salvo por una pequeña cala en la que descansan al menos dos docenas de tortugas. No me causaría el menor asombro si de repente apareciera ante mi vista el gitano Melquíades de Cien años de soledad con un enorme baúl repleto de hielo.

Cojo el boli, busco una hoja en blanco en mi cuaderno de notas y escribo. «¿Macondo es Aracataca? ¿La Región de Benet es acaso el norte de la provincia de León y la Comala de Rulfo un olvidado pueblo del llano jalisqueño llamado Tuxcacuesco? Como Redonda y su reino literario, ¿acaso son, todas ellas, un subterfugio de la realidad, como muchos de los personajes de las novelas de Marías? Incluso el narrador de Todas las almas recuerda al autor y sus años en Oxford como profesor universitario. Nada hay más humano que invadir lo real con lo imaginario».

—¿Sabes algo del pescador? —me pregunta Aïda.

Cambio el cuaderno por el móvil, busco una red con conexión y al instante recibo un mensaje. Es Lee.

Buenas, Javier. He revisado el parte meteorológico y no da buen tiempo para la semana que estáis en Montserrat. Sé que quieres intentar lo de Redonda cuanto antes pero, si es que es posible hacerlo, será a finales de semana.

—¡¿Pero qué coño entiende él por final de semana?!

—No te preocupes, el tiempo cambia cada día y ya sabes que agosto es el peor momento… Cuando estemos allí lo hablas con él. En fin, va, vámonos, nuestro barco sale en 25 minutos.

ExLibris de los monarcas de Redonda.

Avioneta antigua Montserrat.

Tiene razón. Cogemos la mochila, las toallas y nos acercamos al puerto, donde nos espera una lancha rápida que nos acerca, junto a una veintena de turistas más, a un banco de arena natural en alta mar rodeado de arrecifes de coral. Nos echamos de uno en uno al agua y al poco aparecen decenas de enormes mantarrayas que juguetean con nosotros. Las mantarrayas están emparentadas con los tiburones y todas están armadas de aguijones mortales, aunque muy pocas especies son venenosas. La mayoría de turistas guardan las distancias. Quizá, como yo, recuerden a Steve Irwin, el naturalista australiano que murió en 2006 a causa de un aguijonazo de raya en el pecho, mientras grababa un capítulo de El cazador de cocodrilos, su programa de televisión. Al rato, ya hemos perdido el miedo. Son animales dóciles y su tacto es sorprendentemente suave. En unos días estaré nadando en el mar de Redonda. Espero no encontrarme con sus parientes lejanos.

Está empezando a oscurecer sobre la bahía. Me hago el muerto. Unas olas suaves mecen mi cuerpo. Me relajo. Solo escucho un gorgojeo agradable, el alma del mar Caribe en mis oídos. A unos metros, Aïda sobre la arena dorada y Fiebre y lanza de Marías a medio leer. Estoy en el paraíso. Y en algún lugar a tan solo unas decenas de millas náuticas mar adentro, adentro, anochece sobre el único reino en el que se escucha el furioso oleaje del mar desde cualquier punto de su territorio. La calma y la furia. Dos islas, dos mundos.

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Autor: Javier Diéguez. Título: Redonda. Editorial: Menguantes. Venta: Todos tus libros.

Playa antigua.

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