Como poeta de su siglo, Quevedo vivió en un tiempo de mezcla completa (“desigualísima bestia” lo llamó Villamediana, que lo odiaba, y era recíproco), de encarnación de lo alto y lo bajo, el humo y los huesos. De esta atención a la materia y su trascendencia (polvo enamorado) nace una poesía que José Bergamín, gran lector suyo, situaba en la médula de la zona metafísico moral, como la de Fray Luis, a quien Quevedo había editado. Esta poesía se aplicó a la reflexión y al desvelo. En cuanto reflexión, tomó el tiempo como su gran tema (poemas de la muerte). En cuanto desvelo, tomó el presente como escenario para una risa feroz, descarnada. Entre ambas, aparece la costura de un yo que era, a la vez, artista fúnebre y sentencioso sepulturero.
El monumento más perfecto para este afán lo encontró Quevedo en el soneto, que construyó como nadie, con una densidad sin fisuras, encerrado en sí mismo, perfectamente sellado. De ahí que abunde en ellos el símbolo del enterramiento, la sepultura de la luz. El cuerpo aparece como tumba, el soneto se construye como cripta. La vida aparece como muerte viva y al poeta le corresponde desenmascarar su rebozo, agitarlo como un pelele (“presentes sucesiones de difunto”) o construir la reflexión seca y perfecta de su desengaño.
En el recuerdo constante de la muerte y en el desvelo de un vivir cansado, Quevedo encontró la piedra para sus sonetos. Su estructura es soberbia como un cráneo. Su oscuridad interior, su penumbra apartada del tiempo a fuerza de vaciarlo, mueve al respeto de quien ingresa en un espacio sagrado. Uno no está nunca seguro de conocer al hombre que lo levantó y ahí yace, pero reconoce sin dudar esa desnudez magistral del tiempo (desvistiéndolo, se queda). Es la propia de los grandes monumentos y de los enterradores agudos, resabiados.


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