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¿Quién teme al lobo feroz?

¿Quién teme al lobo feroz?

El profesor Daniel Rico presenta en este interesante ensayo una crítica a las intervenciones que se están realizando en nuestro país en los monumentos y vestigios arquitectónicos franquistas presentes en los espacios públicos en aplicación de la Ley de Memoria Democrática del 2022: “En el ámbito monumental, una política sensata (responsable y provechosa) de memoria democrática debería ser compensatoria o aditiva, no sustitutoria o de suma cero como la que dictamina la Ley 20/2022. Esta hace casus belli de la reparación de la memoria ultrajada, motivo de batalla ideológica o ‘cultural’ lo que debería ser cosa de justicia y punto, arma de confrontación política lo que habría de limitarse a ser instrumento de reparación” (p.120).

Para llegar hasta esta conclusión, Rico realiza primero una detallada explicación de la diferencia entre los conceptos de monumento y de monumento histórico, es decir, de la transferencia entre el valor cultual del primero al cultural del segundo; y de la evolución histórica de ambos. Es en el Renacimiento, con el descubrimiento del mundo antiguo, cuando se inicia el fenómeno de la apreciación de los restos del pasado por su valor histórico: monumento histórico. Pero es en la Francia revolucionaria de los años 1792-94, la que Rico llama “fase cero” de la doctrina del patrimonio histórico, cuando quedan asentados los principios por los que las sociedades occidentales modernas se regirán a la hora de preservar su patrimonio. Allí, tras una primera fase iconoclasta, la nueva República descubrió que la museización era suficiente para desgajar el signo del significado, de forma que, el 26 de octubre de 1793, se aprobó el decreto con el que nace la idea de conservación del patrimonio cultural: “un texto definitivo, la palanca de cambio que puso fin a la contradictoria iconoclasia oficial y consagró entre los franceses —con el impacto que eso tendría en las naciones vecinas— el concepto de monumento histórico como categoría cultural destinada a ocupar un lugar central en la modernidad y con un perfil eminentemente democrático, habida cuenta de su capacidad para transformar en un bien común al servicio de la ciudadanía lo que hasta entonces había sido propiedad de un puñado de privilegiados y ominosa arma de ostentación y poder; para convertir, en definitiva, los hasta entonces dispositivos de dominio en instrumentos de emancipación” (p.36). Es decir: no destrucción, sino instrucción que permitiera desarrollar un pensamiento crítico esencial para una democracia moderna y sana.

"Señala con ironía no solo las contradicciones de la aplicación de una ley que, por ejemplo, no destruye los monumentos retirados, sino que los almacena con lo que reconoce su valor histórico documental"

Claro que del dicho al hecho hay un trecho y no tardaron mucho en ir olvidándose los elevados principios inspiradores ilustrados. Durante el siglo XIX, tanto la creciente burguesía como los nuevos estados nación se aliaron para apropiarse del patrimonio cultural destinado originariamente a la instrucción de todos y lo desposeyeron, bien por demolición bien por olvido, de todo significado que no encajase en la identidad étnico-nacional que les interesaba, es decir, en líneas generales sobrevivieron aquellos bienes que “respaldaban el orden y relato establecido o, como mínimo, no mostraban atisbos de desmentirlo” (p.43).

El siglo XX, con sus dos terribles guerras mundiales, facilitó otra variante de esa selección ideológica de los monumentos históricos dividiéndolos en un “esquema hemipléjico”: los lugares/imágenes del terror y los lugares/imágenes de la victoria. En este panorama, la aparición de un nuevo e inesperado agente, el movimiento memorialista, supuso una vuelta de tuerca que, si por un lado es una mirada reveladora que permite clasificar por primera vez los lugares en los que se sucedieron las peores masacres y atropellos de los derechos humanos como lugares de memoria o sitios históricos, por otro, resulta selectiva ya que “su propósito no es comprender el pasado, sino sacar a la plaza su injusticia” (p. 50), de manera que, desde el dolor y las vidas frustradas, siguen viendo como monumentos conmemorativos de los vencedores lo que ya no eran sino monumentos históricos.

"El debate que plantea es no sólo interesante, sino fundamental, pero resulta complicado intentar abordar en la práctica, de esa manera abierta, ilustrada y cosmopolita que él propone y que sería de desear, nuestro pasado"

Lamenta Rico que en este perfil binario rígido (topo/iconofilia del terror, topo/iconofobia de la victoria) es en el que ahonda la Ley del 2022 que, en lugar de corregirlo retomando el espíritu ilustrado del decreto de 1793, lo asume y, prevaleciendo sobre la Ley de Patrimonio, retira los monumentos y vestigios de los vencedores de los espacios públicos. Señala con ironía no solo las contradicciones de la aplicación de una ley que, por ejemplo, no destruye los monumentos retirados, sino que los almacena “con lo que reconoce su valor histórico documental” (p.73) o el absurdo de pensar que la historia fuese reversible “recurriendo al paisajismo” (p.121); sino también, y de manera fundamental el daño que supone para el desarrollo de una sociedad democrática, plural, respetuosa y diversa que no tenga que ocultar su pasado sino que pueda mirarlo de frente con madurez. La gran variedad de formas de intervención en los monumentos que permitan “imbricar la memoria y la historia, sobreponer las inquietudes del presente a los hechos del pasado sin tratar de ocultarlos” (p.136) queda ilustrada con ejemplos muy interesantes y originales, aunque, como lamenta Rico, llama la atención que tan solo uno de ellos es en nuestro país.

"Los mitos justificativos como, por ejemplo, la inevitabilidad de la guerra, el golpe preventivo ante una conspiración comunista o que la República era un régimen de desorden y violencia, continúan vivos"

Llegados a este punto puede uno sospechar que ahí esté la clave de la singularidad española y que quizá no quepa descartar con tanta seguridad, como con la que lo hace Rico, la fortaleza de todo movimiento neofascista y del revisionismo histórico en un país en el que el franquismo venció, gobernó durante 40 años y se cerró con una Ley de Amnistía que blanqueó los crímenes de la dictadura. El debate que plantea es no sólo interesante, sino fundamental, pero resulta complicado intentar abordar en la práctica, de esa manera abierta, ilustrada y cosmopolita que él propone y que sería de desear, nuestro pasado, no sólo cuando todavía tenemos muertos en las cunetas, sino que, cuando por fin se destinan recursos y medios para exhumarlos, surgen no sólo voces discordantes, sino obstáculos administrativos o modificaciones legales (como la reciente de Castilla y León o Valencia) para imposibilitarlos o revertirlos, y no sólo desde Vox, sino desde un amplio sector conservador (recordemos, por ejemplo, que Almeida, alcalde de Madrid, es del PP y gobernaba con Ciudadanos cuando retiraron las placas con los nombres de los 2934 represaliados en el cementerio de la Almudena en Madrid o, más recientemente, a finales de febrero de este año, la polémica por la pirámide de los italianos en Burgos que el gobierno de Castilla y León ha declarado bien de interés cultural sin dar oportunidad a una resignificación que la contextualice adecuadamente). En Memoria, Mitos, Historia y Política, los historiadores Cándido Ruiz y Eduardo Martín realizan una detallada puesta al día de los diversos enfoques y de los avances, retrocesos, fallos y aciertos de las diferentes políticas de Memoria en España. La clave está en que el franquismo no hizo historia, como bien señalan, sino memoria, porque después de levantarse contra un gobierno legítimo y desatar una Guerra Civil, venció (no como ocurrió en la Alemania de Hitler o la Italia de Mussolini) y, a través de una fuerte y larga represión, consiguió inocular en la memoria colectiva su visión de los hechos sin ninguna necesidad de dotarlos de una fundamentación histórica. Los mitos justificativos como, por ejemplo, la inevitabilidad de la guerra, el golpe preventivo ante una conspiración comunista o que la República era un régimen de desorden y violencia, continúan vivos y siguen siendo utilizados con sagacidad por un amplio sector conservador.

De esos barros, estos lodos, en ese escenario de heridas sin cerrar es en el que hay que enmarcar nuestra excepcionalidad y la permanente manipulación, por parte de los políticos, de nuestro pasado en aras de réditos electorales momentáneos sin visión de futuro ni ambición por fortalecer el legado democrático. Así que es posible que la pregunta que da título al ensayo “¿Quién teme a Francisco Franco?” no resulte retórica ni irónica y tenga una clara respuesta en un país en el que Franco sigue entre nosotros.

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Autor: Daniel Rico. Título: ¿Quién teme a Francisco Franco? Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.

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