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Ramón González Ferriz: “Los artistas han dejado de tener influencia política”

Ramón González Ferriz: “Los artistas han dejado de tener influencia política”

Los nacidos en los años setenta son la última generación que vio caer el Muro de Berlín y diluirse la Unión Soviética siendo conscientes de que la Historia ponía punto final a un capítulo esencial. Eso significa también que fueron la última generación en formarse culturalmente durante la Guerra Fría (1946-1989). A esa precisa generación pertenece el periodista, editor y ensayista Ramón González Férriz (Granollers, Barcelona, 1977), demasiado crío, no obstante, para que le chocara eso de que en casi todas las historias venidas de Hollywood los rusos fueran los malos de la película. Tampoco podía imaginarse por entonces que acabaría escribiendo una crónica del modo en que el capitalismo y el comunismo, el bloque liderado por Washington y el comandado por Moscú, convirtieron, durante cuatro décadas, la cultura del siglo XX en un campo de batalla. El resultado del choque generó una buena cantidad de obras de diferentes disciplinas artísticas de calidad diversa y variada eficacia propagandística, algunas de ellas recogidas a través de las peripecias de sus autores en La otra Guerra Fría (Alianza).

González Férriz ha saciado una vieja apetencia al dejar por escrito las implicaciones políticas de la cultura con la que él mismo se formó de chaval y, como en otros ensayos suyos (La trampa del optimismo, Los años peligrosos), ha indagado en las ideas que hay detrás. Le llamaba la atención el hecho de que en esa época hubiera tanta confianza en el poder de la cultura para moldear el ideario de la gente. “En el mundo soviético, eso incluso llegaba al absurdo de pensar si un plano del director Serguéi Eisenstein era marxista o reaccionario en función de dónde había puesto la cámara. Ahora que estamos entrando en otro periodo de Guerra Fría, entre Estados Unidos y China, no hay quien piense seriamente en ese poder, que hoy en día reside más en las redes sociales, con su mezcla de televisión, entretenimiento y política. Aunque a los políticos les gusta pensar de vez en cuando que la cultura todavía tiene su importancia, y sabemos que en China aún se mete a novelistas en prisión, lo cierto es que nadie en Occidente piensa que un poema pueda mover a las masas”.

De ahí que a los jóvenes actuales les choque la capacidad para cambiar las cosas que tenía un concierto de rock o el impacto masivo que podía lograr una novela tan compleja como El doctor Zhivago, de Borís Pasternak. Pero también les costará creer que el Gobierno estadounidense patrocinara revistas de poesía o apostara por el expresionismo abstracto, por pintores como Jackson Pollock, creyendo de verdad que eso iba a tener un impacto en las masas. Les costará menos entender que más adelante, a partir de los años sesenta, cuando la alta cultura iba cediendo espacio a la cultura pop, los gobiernos quisieran aprovecharse de los artistas más influyentes.

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—Puede que la estructura del libro se asemeje bastante a una serie cronológica de reportajes, pero el contenido es, sobre todo, una suma de historias, de peripecias concretas con nombre propio, algunas de ellas tremendamente trágicas, caso de Borís Pasternak, Dimitri Shostakóvich, Anna Ajmátova o Heberto Padilla. ¿Qué historia de todas ellas te fascina especialmente?

"Quería contar historias, porque muchas veces me parecen más ilustrativas que las teorías o explicaciones muy analíticas"

—Quería contar historias, porque muchas veces me parecen más ilustrativas que las teorías o explicaciones muy analíticas. Me parecía que valía la pena. A mí del lado capitalista me gusta la historia de John le Carré. Cuando Ian Fleming publica su James Bond, que es la encarnación del arte pop, de la cultura popular del momento, el espía es visto como alguien rodeado de mujeres guapas, él mismo muy guapo y muy sofisticado bebiendo y vistiendo. Es una imagen de la Guerra Fría que inmediatamente después desmonta Le Carré con su novela El espía que surgió del frío; no necesariamente como una respuesta a Bond, pero sí nos cuenta que la vida del espía es miserable, es horrible, que si bebe no es precisamente un “Dry Martini agitado, no mezclado”, sino más bien algo para anestesiarse ante la dureza de esa vida, que está mucho más basada en el aburrimiento y el tedio que en las grandes aventuras. Y sobre todo, lo que viene a decirnos un británico como Le Carré con sus novelas es que la superioridad moral de Occidente en la Guerra Fría es muy discutible, que los espías occidentales, aun trabajando para el bien, hacen cosas moralmente intolerables.

—Tanto tiempo después, el James Bond de Fleming y las historias de Le Carré siguen entre nosotros. De Bond seguimos teniendo, sin falta, al menos una película por década. Y una de las mejores películas de espías en lo que llevamos de siglo es El topo, que adapta historias de la Guerra Fría escritas por Le Carré. ¿Se debe eso a la fotogenia indudable que aún tiene para nosotros ese periodo?

—Un contexto como el de la Guerra Fría fue increíblemente fértil para la cultura, generando muchas obras que aparte de brillantes son perdurables. La segunda mitad del siglo XX fue muy innovadora. Piensas en los Beatles del 62 y en los del 67 y te preguntas qué ha pasado ahí. ¡En solo cinco años! Y en ese contexto lo innovador era mainstream. No soy nostálgico y sé que ahora podemos encontrar cosas mainstream que son innovadoras, pero aquel marco ideológico daba pie a una cultura popular de una brutal capacidad de seducción. ¿Por qué? Porque tenía la división entre buenos y malos, entre países, entre visiones del mundo. Luego estaban los propios conflictos internos, porque también había comunistas en Estados Unidos. Estaban los músicos negros de jazz, como Louis Armstrong, perfectamente conscientes del racismo estadounidense y a los cuales al mismo tiempo el gobierno de su país utilizaba para hacer propaganda fuera, tratando de demostrar precisamente que Estados Unidos no era racista.

—En el libro nos recuerdas que otro gran trompetista, Dizzy Gillespie, era “perfectamente consciente de la paradoja que suponía promocionar la libertad americana en el extranjero mientras percibía que los negros eran ciudadanos marginados y denigrados”.

"Al régimen franquista le interesó en un momento dado apostar por la abstracción, como hizo antes Estados Unidos frente al arte realista del bloque soviético"

—Eran las tensiones morales a las que te sometía la Guerra Fría. En España, por ejemplo, al régimen franquista le interesó en un momento dado apostar por la abstracción, como hizo antes Estados Unidos frente al arte realista del bloque soviético. Así, los pintores españoles se debatían si participar en las bienales de arte o no hacerlo por el hecho de que aquello era una dictadura y no querían colaborar con eso.

—Hablábamos antes de historias del lado capitalista. ¿Y del lado comunista cuál destacarías?

—La de Cuba y uno de sus poetas, Heberto Padilla. Hasta el año 68 el comunismo cubano fue una historia un poco diferente, abierto en el plano cultural comparado con las políticas estalinistas. Cuando la Unión Soviética invade Checoslovaquia, después de la Primavera de Praga, Fidel Castro se pone al lado de la Unión Soviética, y eso produce una ruptura salvaje entre muchos comunistas. Fue una decisión que chocó a los autores del Boom latinoamericano (Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes) y que se acompañó de un endurecimiento de sus políticas culturales que afectó a escritores como Padilla, que había estado cerca de la ortodoxia de la revolución cubana. Padilla osó hacer una crítica bastante dura al régimen en un libro y éste no podía tolerarlo, pero al mismo tiempo todavía creía un poco en la apertura cultural. Al final hizo un híbrido ridículo, que fue darle un premio, pero con la obligación de añadir un prólogo que desmintiera el contenido, dejando claro que se premiaba por su calidad literaria, pero que políticamente estaba equivocado. Se obliga a Padilla a hacer una autocrítica, que además podemos ver en un buen documental como es El caso Padilla.

—Está también la crueldad del régimen con la poeta Anna Ajmátova o con el músico Dimitri Shostakóvich, que tanto compromiso habían mostrado con su país durante la Segunda Guerra Mundial.

"La manera en que el comunismo entendió la cultura es una de las cosas más idiotas que ha hecho el ser humano en el siglo XX"

—Shostakóvich, Pasternak y Ajmátova eran muy patriotas. Cuando llegó la invasión nazi, todos ellos ya eran conscientes de la catástrofe que era el estalinismo, pero aun así se pusieron del lado de su país haciendo lo que mejor sabían hacer: componiendo música o leyendo poemas por la radio. A las autoridades siempre les parecía insuficiente, y eso es devastador. A Shostakóvich, al tiempo que se le prohíben piezas, se le obliga a viajar a Nueva York a defender las políticas culturales soviéticas. A Ajmátova se la condena a una especie de muerte en vida. Y cuando a Pasternak le dan el Nobel de Literatura, las revistas literarias soviéticas abren secciones especiales para insultarle aunque nadie haya podido leer aún El doctor Zhivago. La manera en que el comunismo entendió la cultura es una de las cosas más idiotas que ha hecho el ser humano en el siglo XX.

—Cuentas que lo que entendemos por alta cultura fue cediendo espacio a la cultura popular y cómo el rock o el cine se convirtieron en fenómenos de verdadera influencia.

—Se crearon obras de cultura popular que tuvieron un enorme impacto político sin ser eminentemente políticas, como lo podía ser un libro de Sartre. Además, con algunas excepciones, no eran panfletarias. Bob Dylan no estaba preocupado por la propiedad de los medios de producción y probablemente no habría leído a Marx. Los Beatles tenían canciones como la propia “Revolution” con un mensaje en cierto sentido profundamente antirrevolucionario. De alguna manera, el impacto político fue casi una segunda consecuencia de un impacto, mucho más directo sobre cómo deberíamos vivir o entender el sexo. Rock and Roll, de Tom Stoppard, es en mi opinión una de las obras que mejor ha reflexionado sobre la cultura del comunismo. En esta pieza de teatro hay una frase de un viejo comunista que todavía tiene una vinculación sentimental con ese sistema, aunque sepa que no ha salido bien. Lo que dice es: “Hemos dedicado toda nuestra vida al compromiso con el comunismo, y ahora yo no lo puedo romper”. Un personaje más joven le contesta que la frase “haz el amor y no la guerra” va a tener mucho más impacto, va a cambiar mucho más el mundo que eso de “proletarios del mundo, uníos”. Este viejo comunista no puede entender que el movimiento jipi, el feminismo o el ecologismo sean en ese sentido más efectivos que el comunismo.

—Se nos ha muerto este año Robert Redford y se ha ponderado su labor como activista. Tú recuerdas que durante la Guerra Fría estaba John Wayne, otro actor activista igualmente inolvidable, pero de ideas muy diferentes al protagonista de El golpe. ¿Tenemos hoy estrellas internacionales así?

"Ya no se da esa capacidad que tuvo la cultura popular para arrastrar ideológicamente a la gente"

—Entre novelistas, poetas, cantantes o actores pervive todavía hoy una cosa de la Guerra Fría: la creencia de que la cultura es una herramienta básica para transformar la conciencia política de las personas y que ellos, como individuos, unos desde la humildad, otros desde una arrogancia absoluta, tienen de algún modo la obligación, al disponer de un altavoz, de transmitir sus ideas políticas o las causas que creen verdaderas. Eso lo podemos juzgar como algo generoso o como algo arrogante. Tienden a no darse cuenta de que la gente ha dejado de hacerles caso. Ya no se da esa capacidad que tuvo la cultura popular para arrastrar ideológicamente a la gente.

—Bueno, habría que ver si Bad Bunny, si se lo propone, no pudiera liderar una revolución en Puerto Rico. O Taylor Swift.

—En el caso de Taylor Swift, que sin duda es extraordinariamente inteligente, basa su popularidad en la transversalidad. Es una mujer que no se pronuncia políticamente en ningún momento, hasta las últimas elecciones, cuando hizo una declaración muy moderada y contenida pidiendo el voto para Kamala Harris. Las leyes de la influencia política han cambiado profundamente. Cuando veo a Coldplay haciendo unas giras ecológicas y muy bien intencionadas, me parece que no tiene ningún efecto. El circuito de la influencia ideológica está por otro lado.

—Ahora son más eficaces los políticos como prescriptores culturales, como Barack Obama en su momento recomendando canciones o series, que los cantantes o actores pidiendo el voto.  

—Eso pasaba en la Guerra Fría. Las historias de James Bond ya tenían éxito, pero cuando Kennedy dice que es uno de sus libros preferidos las ventas se disparan. La de artista y político es una relación compleja. Muchas veces, el artista ha buscado la cercanía del poder, y el gobernante, por su parte, ha perseguido la pátina de ilustración que le daba el escritor o el cineasta. Se han intercambiado los papeles. Tradicionalmente habíamos entendido que el artista podía ser transgresor y que el político debía ser una persona seria e incluso un poco aburrida. La situación se ha invertido con muchos artistas que son casi curas dispuestos a decirte que te portes bien, que no contamines… y no digo que eso esté mal. Por el contrario, los políticos son los verdaderos punkis. El punki de ahora no es alguien aporreando una guitarra, es Donald Trump. Ahí está el concierto de Javier Milei. Es como si el artista hubiera renunciado a la transgresión para verse a sí mismo como un mensajero de la bondad.

—Concluyes que en el siglo pasado los artistas podían estar muy comprometidos con una ideología, pero que lo estaban aún más con su propia carrera y su supervivencia. En España, de forma recurrente se suele acusar a los artistas, sobre todo si no son de tu cuerda, de cuidar su carrera cuidando su relación con el poder.

"El poder puede estar al servicio del bien, pero es una máquina brutal"

—Hay algo que me exijo a mí mismo y que echo de menos en los artistas en general, que es escepticismo hacia el poder. En democracia alguien tiene el poder, que es legítimo y necesario, pero como individuos deberíamos tener una cierta renuencia, o al menos yo la tengo, hacia la idea de poder. No soy anarquista, sé que el poder es necesario, pero me sorprende a veces el grado de entrega de muchos artistas, la adoración individual a un personaje, el tener una relación tan poco ambigua con el poder. Todos los ciudadanos, y especialmente los artistas, deberían ver el poder con escepticismo. El poder puede estar al servicio del bien, pero es una máquina brutal. Y es algo que pasa más en la izquierda pero también en la derecha; pasa en Estados Unidos, por ejemplo, con Trump.

—Parece también como si necesitáramos demasiado la opinión política de un guitarrista o un futbolista.

—Que seas un novelista, un médico o un actor no significa que seas muy sofisticado políticamente, porque además no tienes ninguna obligación de entender los matices del sistema de pensiones o los de la prima de riesgo del país. Hay una parte de los artistas que legítimamente ven en la aprobación del gobierno una manera de ganar legitimidad. Podemos recordar cuando en los 90 Tony Blair intenta apropiarse del del rock británico, que no es algo muy distinto de lo que hizo una década antes el PSOE con la Movida. También es cierto que si eres un artista, tienes motivos genuinos para opinar de política, porque se ha convertido en un mecanismo de ascenso. La popularidad ahora, en buena medida, no es universal, pero el modo más eficaz de hacerte popular en este momento es con opiniones políticas. Es un poco estúpido que como sociedad hayamos dado incentivos a la gente para pensar que la mejor manera de conseguir visibilidad es tener compromiso político. Cuando vea esto por escrito quizá me suene mal, porque estoy a favor de que la gente tenga opiniones y las explique, pero el mecanismo actual de la polarización como sistema para obtener popularidad me parece un incentivo horrible. Es algo perverso.

—Volviendo a los años de la Guerra Fría, aparte de los libros, las canciones o las películas, ¿qué importancia tuvieron otros productos como los vaqueros Levi’s, la Coca-Cola o el tabaco Marlboro en la victoria de un bloque sobre el otro?

"En los 60 se produjo una enorme brecha generacional y, en buena medida, era porque los mayores todavía pertenecían a un mundo esencialmente europeo"

—Fue una de las interacciones más genuinas de cultura y política. Estados Unidos, después de ganar la Segunda Guerra Mundial, y dejar bases en Europa, consigue que los mercados europeos se abran a los productos estadounidenses. Fue la contrapartida comercial por el gran gasto que le suponía a Estados Unidos su labor protectora. La cultura, la indumentaria, el peinado, la música, el tabaco, la comida estadounidenses entran en Europa y la transforman con una gran rapidez. En los 60 se produjo una enorme brecha generacional y, en buena medida, era porque los mayores todavía pertenecían a un mundo esencialmente europeo con unas reglas propias de vestimenta, conducta, etc. Los jóvenes decidieron romper con eso básicamente por influencia estadounidense. Ahí se producen las paradojas divertidas de la Guerra Fría, como ése que está a favor de Mao pero viste Levi’s, fuma Marlboro y escucha a los Byrds. Y pronto salen parodias en Italia o en España como Bienvenido, Mister Marshall. También estaba el fenómeno de las novelas del Oeste escritas por Francisco González Ledesma pero firmadas como Silver Kane. Mi abuelo, que era de Almería, se hacía una idea de Estados Unidos a través de la imaginación de un señor de Barcelona. O la serie de historietas franco-belgas de Lucky Luke ambientas en el Oeste.

—Has citado la brecha generacional en los sesenta con los padres espantados porque sus hijos se habían dejado el pelo largo. Pero esos padres sabían quiénes eran los Rolling Stones. ¿Eso pasa ahora? ¿No es hoy esa brecha aún mayor entre padres e hijos debido a lo fragmentado que está todo a nivel de música, libros o contenidos de televisión?

—Efectivamente, la digitalización de la cultura nos ha fragmentado más. En mi memoria, en Los 40 Principales de los 90 sonaban Nirvana y Alejandro Sanz, y te enterabas de dos extremos del espectro de la cultura popular como no pasa ahora con Spotify, cuyo algoritmo no te va a llevar a escuchar ambas opciones. No obstante, creo que la brecha que generó el pop y rock fue mucho más grande que la que podemos detectar en la cultura actual. La transformación cultural de un periodo de no más de 10 o 15 años de Guerra Fría, que va entre la popularización de la televisión y el último disco de los Beatles, es seguramente mayor que las transformaciones culturales que estamos viendo ahora.

—Lo dices en el libro: las redes sociales son hoy el arma arrojadiza entre países con visiones del mundo distintas.

"No lo digo con alegría, pero actualmente los ministerios de cultura son algo básicamente decorativo"

—En primer lugar, por motivos comerciales: en las películas americanas los rusos siempre eran malos, y eso era porque los estudios de Hollywood no tenían que vender sus películas a los países de Este, donde estaban prohibidas en general. Ahora no puedes poner un malo chino y querer venderla en China. Aunque entremos en otra Guerra Fría, estamos comercialmente mucho más ligados y relacionados, y la cultura tiene menos impacto ideológico que antes. Los grandes diseminadores de ideología en la batalla cultural se producen en las redes, que a su vez, y es sorprendente, parecen muy dependientes de contenidos emitidos en programas televisivos con entretenimiento y política. Me parece ver un nuevo panorama cultural ideológico que mezcla cosas tradicionales como la televisión con cosas modernas como las redes. Cuando Estados Unidos obliga a TikTok a ser comprado por accionistas estadounidenses para poder operar en Estados Unidos, lo que quiere es que sean estadounidenses quienes tengan el algoritmo que decida qué vídeos van a ver los jóvenes del país. Cuando China decide, hace mucho tiempo, que va a crear un internet independiente aislado del resto del mundo lo hace porque quiere controlar la ideología que llega a su gente y no depender de X, de Facebook o de Instagram. Y luego está la Unión Europea diciendo que si las redes estadounidenses están operando aquí, deben hacerlo de acuerdo con nuestras reglas. No lo digo con alegría, pero actualmente los ministerios de cultura son algo básicamente decorativo. Reparten dinero, pero no son capaces por sí mismos de crear líneas culturales poderosas; hace más por la ideología un ministro de transportes en X que un ministro de cultura decidiendo hacia dónde va la financiación en materia de arte; ahí es donde está el campo de batalla ideológico.

—¿No crees que en tiempos de la Guerra Fría era bastante más fácil que ahora entender el mundo, comprender lo que querían unos y otros, como si el orden mundial estuviera justamente eso, mejor ordenado?

—Había muchas tensiones morales, pero es verdad que también era un mundo relativamente inteligible para cualquiera. Un mundo en el que podías saber mucho mejor dónde estabas tú o tu país. Al mismo tiempo los géneros tradicionales de la cultura tenían bastante más espacio para el matiz que las nuevas expresiones comunicativas. Una buena novela es ambigua moralmente, es decir, es un género que no solo permite, sino que casi obliga a una cierta ambigüedad moral, y por eso Le Carré tiene una densidad literaria que no tiene Ian Fleming. Encontrar ese reflejo de las dificultades o complejidades morales en un post de Instagram no es lo habitual. Mi miedo es que las formas de comunicación actuales, en Instagram, en TikTok, en el cine comercial, estén recuperando un género más panfletario. Es posible que estemos corriendo ese riesgo. No quiero sonar nostálgico criticando lo de ahora. Estoy a las puertas de los cincuenta y sabemos que hay una tendencia a identificar nuestra juventud con el momento álgido de lo que sea. Aunque tengo dudas de que la cultura siga teniendo la fuerza ideológica que tuvo en el pasado, sí nos sigue diciendo bastante de cómo es el mundo. Para eso hago constantemente el ejercicio de leer y escuchar a gente más joven.

—¿Y escuchar y leer a gente que piense distinto que tú?

"Deberíamos tener la capacidad de acercarnos a personas con ideas distintas y que eso nos dé igual"

—Lo que voy a decir puede sonar totalmente incoherente con quién soy yo y a lo que me dedico, pero asumo la incoherencia: uno de los errores que estamos cometiendo ahora es pensar que todo es político. Deberíamos tener la capacidad de acercarnos a personas con ideas distintas y que eso nos dé igual. En estos últimos 10 o 15 años hemos decidido que todo acto humano es en esencia política. Conviene que dejemos aspectos fuera de la política, poder decir: hay partes de mi vida en las que no voy a dejar entrar la política. Si decidimos que todo acto humano tiene una trascendencia política, que a un nivel filosófico es cierto, la vida es un coñazo. Ser vegetariano o no serlo no puede vincularse a las derechas o las izquierdas.

—O aparecer en el tendido de la plaza de toros. 

—Los toros han sido un fenómeno transversal en España, no eran de derechas hace veinte años. Había presencia de personalidades de izquierdas, políticos, cantantes, actores… Me parece un caso ejemplar de algo que no era político y que hemos convertido en político. Hace no tanto, si mirabas los datos del CIS, veías que la gente de derechas y de izquierdas era igual de creyentes. Es que la religión por definición es también algo transversal. Es que en España hasta los comunistas eran católicos y buena parte del Partido Comunista trabajaba con las parroquias y curas obreros. Ahora la religión se está convirtiendo no ya en un sistema de creencias, sino en una forma de identidad política. Digo esto y soy consciente de que puede parecer un poco contradictorio que también afirme que la cultura es política. Me parece saludable trazar líneas rojas que delimiten aspectos de la vida que no deben atravesar los partidos.

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Mario Raimundo Caimacán
Mario Raimundo Caimacán
24 ddís hace

Es cierto, cada año es menor la influencia de los artistas en la política en Occidente y esto puede explicarse por dos razones:
1) Existe mayor madurez en los pueblos que ya no le otorgan una imaginaría lucidez política a los artistas por el solo hecho de ser artistas. Ahora se entiende que un artista puede ser un genio en su arte y tener ideas políticas detestables o ser un adulador del poder, manifestarse como un servil ante los dictadores o deslumbrarse ante un tirano, y hasta venderse “por un puñado de dólares”. Existe gradación en la degradación posible.
2) Muchos artistas contemporáneos olvidaron la tradición de de los artistas del siglo XIX y principios del siglo XX de enfrentarse al poder y a los poderosos y la conducta censurable de muchos artistas arrimados al poder y admiradores de tiranías los ha desprestigiado. Ya muchos artistas se olvidaron de “los miserables”, de “los humillados y ofendidos” y tomaron partido por los poderosos tiranos y explotadores.

Además, las contradicciones, las inconsecuencias, las incoherencias, las erradas o egoístas conductas de muchos artistas actuando en la política, generaron grandes decepciones o la revelación de la verdad: Un artista puede estar tan errado, desorientado o ser tan ignorante o tan oportunista en la política como cualquier persona común y corriente. Ésto explica a genios literarios, famosos filósofos, renombrados pintores, poetas laureados y hasta consagrados cineastas en el lamentable papel de fieles admiradores incondicionales de tiranos como Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Stalin, Mao o del dictador vitalicio Fidel Castro y por esto grandes poetas escriberon “Odas a Stalin” y existió una caterva de ciegos admiradores de Stalin, otros aceptaron honores del impresentable General Pinochet, un famoso y oportunista novelista español, cuyo nombre no merece ser recordado, alquiló su pluma a precio de oro para escribirle una novela mediocre y panfletaria como encargo a un tirano y ladrón suramericano.
No todos los artistas actuaron con brújula moral ante los políticos y la política como Picasso, como Goya, como Víctor Hugo, como Tolstói, como Dostoievski, como Joseph Conrad, como Mario Vargas Llosa, como George Orwell. Parece que una lección sí está escrita: Lo mejor para todo artista (y para todo intelectual) es mantenerse independiente del poder político, no rebajarse a adulador o subordinado del poder, porque perderá su alma, o en cualquier caso, el respeto de su pueblo. Y la historia recordará no solo su obra artística, también sus desvaríos ante el poder y lo disminuirá a la triste condición de adulador y hasta de servil lacayo de algún poderoso tirano.