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Recuerdos de Capablanca por su esposa Olga Clark (III)

Recuerdos de Capablanca por su esposa Olga Clark (III)

Aquella noche papá llevó otra silla junto a la mesa, puso un pequeño taburete en el asiento y Raúl trepó hasta él. Papá y el general jugaron lentamente, meditando sus movimientos, como si saborearan cada uno de ellos. Repentinamente se rompió el silencio.

—¡Papá, papá, —gritó el niño— has hecho algo mal!

Los hombres sonrieron.

—¡Shhh! —respondió el padre.

"Entonces se sentaron y jugaron. Y así fue como el joven ganó su primera partida de ajedrez"

Cuando terminó la partida y el General se fue, papá, mientras recogía las piezas, recordó la curiosa imprudencia de su hijo: “¿Qué querías decirme?”, le preguntó con indulgencia. El niño, balbuceando y gesticulando, intentó explicar algo sobre un movimiento del caballo mal hecho. Papá, un poco impaciente, le preguntó: «¿Acaso sabes colocar las piezas?”.

El muchacho asintió. Ante los ojos asombrados de su padre, se puso de pie sobre la silla y, cogiendo las pesadas piezas con ambas manos, rápidamente las colocó en sus posiciones correctas.

—Caramba —dijo papá—, ¿quieres hacerme creer que sabes jugar al ajedrez?

El niño se rió, complacido.

—Te doy la salida —contestó con voz chillona y ceceante.

Entonces se sentaron y jugaron. Y así fue como el joven ganó su primera partida de ajedrez. (1)

Durante mucho tiempo se recordó con la vecindad cómo el señor capitán gritaba y corría por el patio de piedra de la fortaleza diciendo: «¡Ave María! Ha ocurrido un milagro. ¡Mi hijo de cuatro años me ha ganado al ajedrez!”.

Hombres blancos y negros salieron, susurrando y exclamando, y pronto se reunió una multitud.

—Un milagro, en efecto.

“La Cabaña”,  era la comandancia del regimiento de caballería en el castillo del Morro, donde el pequeño José Raúl jugó en los primeros meses de 1893 su primera partida a los 4 años contra su padre, al dejarle sin palabras cuando le indicó que había movido mal un caballo en una partida amistosa contra el general Loño, habitual rival de su progenitor. En La Cabaña se encontraban igualmente las viviendas del jefe del recinto militar y de algunos de los oficiales superiores del regimiento. (Cortesía de M.A. Sánchez)

Desde entonces papá llevó a Raúl para que lo conocieran sus muchos amigos, y ocasionalmente al Club Unión. Allí, en el edificio laberíntico de elevados techos y suelos de mármol, el chico jugaba con la crema de La Habana. “Una preciosa criatura que apenas logra mover las pesadas piezas de ajedrez del club”, citaba un viejo periódico de la ciudad. Naturalmente, todos ellos le daban ventaja, pero aún así el niño les impresionó. Era tan pequeño que, cuando jugaba, tenía que ponerse de rodillas sobre la silla. A veces, con el fin de alcanzar alguna pieza demasiado alejada, se subía a la mesa o pedía a alguien que la moviera por él.

Olga siempre estuvo convencida de que Capablanca era perfecto en casi todo, y sus narraciones están cargadas de un romanticismo que no hizo ningún bien al cubano. Su conocimiento del ajedrez era nulo, pero no su capacidad para opinar de sus rivales y amigos.

En algunas ocasiones, en un arrebato de alegría después de haber hecho el movimiento victorioso, se revolcaba por el suelo a pesar de su falda de lana, del ceñidor y de los lazos de sus rizos. Mientras tanto, se servía el champán y los sabios hacían sus predicciones.

"Demostró que era brillante no sólo en ajedrez, sino también en matemáticas, donde exhibía una deslumbrante rapidez"

A los seis años ya era todo un personaje, aunque el médico de cabecera y el cura fruncían el ceño ante tan precoces actividades. Pronto, hasta los jugadores más fuertes no pudieron tomarle a broma. Dándole pequeñas ventajas, ganaba a expertos bien conocidos. Pero lo más sorprendente era que sólo empleaba la cuarta parte del tiempo que necesitaban sus adversarios para hacer un movimiento.

Al fin convencieron a mamá para que Raúl se cortase el pelo y llevara pantalones. Le encantaba correr, jugar y luchar, como a cualquier otro niño… y demostró que era brillante no sólo en ajedrez, sino también en matemáticas, donde exhibía una deslumbrante rapidez. A papá le encantaba presumir del niño con su contable, al que a menudo le decía: “Mi pequeño Raúl puede contar más rápido que tú”.

El niño de ojos brillantes, requerido en su presencia, respondía al instante.

—¿No te lo dije, vieja tortuga, que con ocho años ya cuenta más rápido que tú?

—Pero este muchacho —refunfuñaba el contable— tiene demonios en su cuerpo. No es natural, señor capitán.

De aquella época, Raúl recordaba un gracioso incidente. Una tarde soleada, cuando se revolcaba en la arena con un puñado de niños, alguien muy acicalado lo levantó repentinamente del suelo. Tenía el cabello ondulado y peinado hacia atrás y vestía un uniforme negro de terciopelo y cuello de encaje. Papá, resplandeciente con su vestimenta, anunció que estaban invitados al Palacio del Gobernador de La Habana (por entonces Cuba era una colonia española).

"Únicamente tres de ellos permanecieron en la espaciosa habitación, siendo el padre de Raúl el único testigo de la derrota del gobernador"

Raúl recordaba la magnificiencia catedralicia de los techos cuando fue llevado al salón. En el centro de un grupo estaba el gobernador, un general con patillas encanecidas. Tras un pequeño protocolo, todos se fueron a la biblioteca, donde el general y el chico se sentaron ante un tablero de ajedrez, no sin que antes a éste le hubieran colocado un taburete para ponerse en pie.

Todo fue encantador al principio. La vivacidad del muchacho los divertía. Impresionado por el lujo, Raúl saltaba arriba y abajo en el sofá. Con un solo vistazo al tablero, ¡bang!, se alzaba y movía la pieza. Entretanto el general estaba más y más pensativo, necesitaba cada vez más tiempo para hacer sus jugadas, mientras se mesaba los bigotes con nerviosismo. A medida que avanzaba la partida, el general parecía más preocupado. Finalmente, con gesto impaciente, despidió a su séquito. Únicamente tres de ellos permanecieron en la espaciosa habitación, siendo el padre de Raúl el único testigo de la derrota del gobernador.

Poco después, mamá y los abuelos compartían la opinión del médico y el cura. ¿Corría peligro su salud por el exceso de tensión y actividad? Después de todo, ¿no era su afición por el ajedrez algo anormal?

"Los triunfos en el ajedrez, después de todo, sólo podían significar un obstáculo a su oficio o carrera científica"

A Raúl no se le permitió tocar el ajedrez por algún tiempo. Pero su asombrosa capacidad no disminuyó por eso. A los once años ya no necesitaba las ventajas que le ofrecían los expertos. A pesar del hecho de que su tierra siempre ha producido fuertes jugadores, a los doce años se convirtió en campeón de Cuba.

Y una vez más, su familia se opuso a que siguiera jugando. Todos los Capablanca —hombres y mujeres— habían estudiado mucho y fueron conocidos por su brillantez. A los diecisiete años Raúl tenía que tomar seriamente sus estudios y planear su futuro. Los triunfos en el ajedrez, después de todo, sólo podían significar un obstáculo a su oficio o carrera científica. Un pariente y su amigo íntimo de la familia, don Ramón Pelayo, marqués de Valdecilla, se encargó personalmente de enviarlo a Nueva York, no sin cierto alivio de papá, quien, con once hijos que mantener, se veía siempre acuciado por las dificultades económicas.

El Morro Castle, buque en el que Capablanca hizo su primer viaje a Nueva York el 28 de julio de 1904. (Cortesía de M.A. Sánchez).

En Nueva York, Raúl estuvo a cargo de un tutor que recibía una pensión generosa. Estudió inglés en una escuela privada y posteriormente ingresó en la Universidad de Columbia. Su familia lo había obligado a prometer solemnemente que abandonaría el ajedrez por completo —ni una sola partida— mientras duraran sus estudios.

El joven encontró razón para quejarse. Amaba Nueva York, donde se adaptó enseguida al ritmo de la gran ciudad y pronto encontró muchos puntos de interés. Tanto en la escuela como en la Universidad gozaba de éxito y popularidad, así en los deportes como en las matemáticas. Sus compañeros de escuela recordaban un examen en particular. El profesor escribió un problema en el encerado. Cuando terminó de hacerlo, Raúl le entregó su hoja. El profesor pensó que el estudiante se daba por vencido muy pronto y lo invitó a que se sentase y reconsiderara el problema. Todos se rieron cuando el profesor descubrió que ya estaba resuelto con la pulcritud característica del joven Capablanca.

Diecisiete años después. Capablanca se enfrenta a su padre en la misma mesa y con las mismas piezas que lo hiciera cuando tenía cinco años. La foto está tomada por Taveira en la casa natal de Capablanca. Éste tenía 21 años.

Pero el ajedrez no pudo ser evitado por más tiempo. Nadie supo los detalles de su caída. Raúl, como siempre, escamoteaba el asunto. Se cree que fue invitado a hacer un viaje en yate y allí se vio involucrado en una partida que se disputaba a bordo. Poco después se le vio en el Manhattan Chess Club. Parece que rompió su promesa casi sin darse cuenta ni quererlo.

"Siempre vestía bien y era meticuloso en sus costumbres. ¡Tenías que verlo lanzando una pelota de béisbol o con un taco de billar!"

Con la honradez que le caracterizaba, asumió su completa responsabilidad sobre sus acciones y, aunque se le dejó de enviar dinero, no pidió ayuda a su padre. Casi desapareció durante un tiempo. No hay duda de que tuvo que enfrentarse a diversas dificultades, y poco se conoce sobre este periodo de su vida. Pero se las arregló para sobrevivir y continuar sus estudios de ingeniería en la Universidad de Columbia. Uno de sus más viejos y apreciados amigos, Bernard Epstein, compañero de habitación de Raúl, dice que el joven vivía con lo que obtenía escribiendo artículos y jugando al ajedrez.

Estuvimos arruinados mucho tiempo —decía su amigo Bernard Epstein—, pero cuando tuvimos algo de suerte, Capa se compró un sombrero nuevo y una corbata. Siempre vestía bien y era meticuloso en sus costumbres. ¡Tenías que verlo lanzando un pelota de béisbol o con un taco de billar! No había debilidad en aquellas manos. Era de mediana estatura, flaco; pero no necesitaba llevar hombreras. ¡Y esa altivez en la inclinación de su cabeza! Puedo verlo con tanta claridad, con su cabello negro y sus grandes ojos grises verdosos. Créame, cuando salía de paseo, con su sombrero negro de hongo y su bastón, ningún caballero iluminaba tanto la Quinta Avenida.

"El éxito de Raúl alcanzó la cima cuando, a los veinte años, venció al mejor jugador americano, Frank J. Marshall"

Tras un tiempo, se rompió el silencio. Con una mezcla de orgullo y recelo, la familia recibió noticias sorprendentes: Raúl se estaba convirtiendo en una celebridad. Sus actividades ajedrecísticas se desarrollaban con un éxito sin precedentes. Los estudios de ingeniería se vinieron abajo, nada le atraía más que el juego. El American Chess Bulletin concertó giras de simultáneas por los Estados Unidos y obtuvo victoria tras victoria. De las 740 partidas jugadas en ese tiempo, sólo perdió catroce y ganó casi todas las demás. Daba la impresión de que no necesitaba estudiar como lo hacían los otros maestros. Cuando se hallaba ante dificultades que requerían una erudición especial, encontraba sus propias soluciones, siempre las más directas, simples y claras. Su rapidez de juicio lo ayudaba a obtener resultados nunca igualados en partidas simultáneas.

Uno de los jugadores participantes en aquellas sesiones me dijo de él:

—Era difícil mantener su mirada, la mirada de un hombre con un cerebro superior. Él lo sabía, pero nunca intentaba desconcertar a sus rivales.

El éxito de Raúl alcanzó la cima cuando, a los veinte años, venció al mejor jugador americano, Frank J. Marshall, en un duelo que se saldó con ocho victorias contra una. Así fue como el joven Capa se convirtió en Campeón Americano y su nombre se extendió por todo el mundo.

"Un joven es propenso a derrumbarse. Incluso quien está tocado por el genio puede brillar no más que una mariposa"

Esto ocurrió en 1909. Los expertos del ajedrez aún albergaban sus dudas. Ellos mantenían la idea de que el maestro de ajedrez, al igual que un actor, tiene que probar sus cualidades en repetidas actuaciones para convertirse en una estrella. Al igual que un gran guerrero debe templarse con el fuego de muchas batallas conta adversarios cada vez más formidables, un reconocido maestro del ajedrez necesita años para adquirir una técnica acabada y una tenacidad sin límites.

Un joven es propenso a derrumbarse. Incluso quien está tocado por el genio puede brillar no más que una mariposa. Se oyeron este tipo de conversaciones en reuniones ajedrecísticas de ambos continentes, especialmente desde que apareció el anuncio del gran Torneo de San Sebastián. Al joven Capablanca no se le consideraba preparado.

Hacia 1911, el Torneo de San Sebastián era una montaña que se erigía en el horizonte del ajedrez. Nunca antes presenció el mundo un acontecimiento de tal fuerza, ni tan impresionante selección de gigantes del ajedrez reunidos a la vez.

Mientras tanto, arrullado por la ola de prestigio que se había elevado a su alrededor, el joven Raúl comenzó a soñar. No sólo ansiaba saborear la atmósfera europea, sino que también le movía la impaciencia por medirse con los maestros internacionales, aquellos campeones que podían permitirse todo el escepticismo que ellos quisieran sobre los fundamentos de su cultura y las victorias sobre sus valores prohibidos.

Un carguero entrando en la embocadura del puerto de La Habana ante el castillo del Morro, donde trascurrió la niñez de Capablanca desde los 4 años.

Las condiciones del torneo estipulaban que la invitación sólo era válida para aquellos contendientes que hubieran ganado en los últimos diez años al menos dos premios en encuentros internacionales. Capablanca quedaba excluido automáticamente, ya que no había tenido la oportunidad de participar en ningún torneo de esas características. Incluso en Cuba, la gente movía dubitativa la cabeza:  ¿No era un poco temprano para que el chiquillo, aunque fuera un genio como Raúl, se arriesgara a dejar su casa para ir tan lejos como a San Sebastián? Sin embargo, cuando Raúl se predispuso para la lucha, se esforzó desesperadamente.

"Los periódicos utilizaron su atractivo personal para convertirlo en un gran ídolo del público. Embellecieron su nombre con gloria y despertaron la curiosidad del mundo"

Su encanto y fuerte personalidad habían atraído hacia él el entusiasmo y el apoyo de numerosos amigos y, lo que era mejor, a su lado estaba también su reciente rival, el campeón americano. Con la generosidad de un perfecto caballero, Marshall insistió en que Capablanca también fuera invitado, y su voz se escuchó porque el jugador americano pertenecía a la flor y nata de los caballeros del ajedrez: estaba considerado como uno de los seis mejores jugadores del mundo. Pero hubo un nuevo argumento. El joven Capablanca, al derrotar a Marshall, adquiría la calificación necesaria. Esta opinión la sostuvieron también otros maestros. Escépticos como eran algunos de ellos, especialmente Spielmann y Tarrasch, no dejaban de interesarse por la joven águila. La parte rusa, encabezada por Bernstein, el brillante jugador de Moscú, se oponía obstinadamente. El punto decisivo lo puso la prensa, al alzarse como un nuevo aliado.

Siempre en busca de un héroe que excitara la imaginación, la prensa apoyó al cubano. Los periódicos utilizaron su atractivo personal para convertirlo en un gran ídolo del público. Embellecieron su nombre con gloria y despertaron la curiosidad del mundo. Ante semejante presentación, la cuestión de la invitación de Raúl para jugar el torneo de San Sebastián falló a su favor.

En Cuba se recibieron estas noticias con los mejores deseos, aunque nadie osó hacer conjeturas sobre el resultado del torneo. El mero hecho de que Capablanca fuera admitido era en sí mismo un logro que enardecía el orgullo nacional.

La ciudad de La Habana se ofreció para financiar el viaje. Cargado con regalos para todos sus afortunados hermanos y hermanas, Raúl volvió a casa para pasar unas vacaciones y se le asignó oficialmente la suma de 400 dólares para sus gastos en el extranjero. ¡Era la primera vez en su vida que tenía tal suma en su poder! Y así fue como se superó el último obstáculo en su camino hacia San Sebastián.

Simultánea en Londres, 1911.

(1). Como el lector podrá colegir leyendo estas líneas, Olga, que no sabía del juego más allá de colocar las piezas, fantasea y escribe basándose en lo que el propio Capablanca le contara tantas veces y leyera en periódicos y biografías, o para ser más exactos, hagiografías del cubano, que sus compatriotas se habían encargado de difundir dentro y fuera de la isla. A la cabeza de estos relatos figura el de su coterráneo José A. Gelabert, Glorias del tablero: Capablanca, (La Habana, 1924), una narración cargada de fantasía e inexactitudes, escrita con el fin de dar a conocer al mundo las hazañas portentosas del prodigio criollo que con apenas 4 años dejaba boquiabiertos a los próceres del ajedrez cubano. En otro trabajo que seguirá al presente, veremos cómo fue en realidad el aprendizaje del niño José Raúl, contado por el propio maestro y publicado en My Chess Career, así como en varias revistas cubanas y americanas, donde Capablanca, haciendo alardes de consumado prestidigitador, ofrece hasta tres versiones diferentes de su “milagroso don”, creando un confusionismo intencionado con el fin de que sus asombrosas cualidades permanecieran al límite de la  precocidad.

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