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Reflexiones desde una baita

Reflexiones desde una baita

Baita es una palabra extraña, de resonancias lo suficientemente indefinidas como para saber instantáneamente que pertenece al italiano, a pesar de que su origen hebreo es tan indiscutible como el hecho de que los judíos hablen de Bait para referirse al hogar. Hace alusión a una cabaña alpina de tejado a dos aguas y aspecto fornido, siendo una versión algo menos miserable de nuestras majadas del Sistema Central o de las invernales asturianas, de las pallozas de Los Ancares o del chozo simple y llano, como se le llama en muchas partes de la península. El muchacho silvestre prácticamente comienza en una de estas construcciones montesas que, como sus primas hermanas aquí y allá, se mantienen en pie como dignos testigos de viejos usos. Remiten a un mundo lleno de luces y sombras en forma de sueños de autonomía y enfermedades congénitas, cal y arena —aparentemente— a partes iguales, siempre que no queramos darle la razón a Manrique y su “cualquier tiempo pasado fue mejor”.

"Como casi todo en la vida, como en la escritura de Naturaleza en general, la vuelta a los placeres sencillos y silenciosos de la vida montañesa es provisoria."

Si el librillo de Paolo Cognetti es muy de género no es menos lúcido. Una vez citado Thoreau y el malogrado Chris McCandless (que inspiró el Into the Wild de Krakauer) empieza el run run. Y van apareciendo reflexiones propias de una buena cabeza —con una buena pluma— que ha encontrado su sitio. No, la baita no se ve circundada por bosques tan primigenios aún como los de la Nueva Inglaterra de mediados del diecinueve. Y Cognetti sabe que todo lo que le rodea es pura artificialidad rústica. Hasta el más pastoril de los praos en los que se hace posible disfrutar de la benignidad primaveral es obra de un hombre que jamás tuvo tiempo de santificar la Naturaleza. Parece que eso sea más cosa de un “niño de ciudad, criado en un piso, crecido en un barrio…”. Es un dilema antiguo que puede no tener solución, o tenerla en forma de retorno a una suerte de exploración infantil entre alerces, por las faldas de la montaña, culminando claros que ya no interesan a la arboleda, a pesar de las enormes cicatrices paisajísticas. Paolo Cognetti —una y otra vez— recuerda que en los Alpes italianos no hay Wilderness que valga desde hace ya muchos siglos. Los andarines norteamericanos tuvieron pero que mucha suerte, y esto es algo de lo que Paolo es muy consciente.

Como casi todo en la vida, como en la escritura de Naturaleza en general, la vuelta a los placeres sencillos y silenciosos de la vida montañesa —revisitada desde llanuras mezquinamente tecnologizadas— es provisoria; incursión a un lugar desde el que escribir, refugio de inadaptados a un mundo hipersocializado, o búsqueda de catarsis que sigue a un batacazo sentimental o a un mucho más grave estrés postraumático. En este caso no hay un leitmotiv trágico previo, y sí una voluntad de soledad que nunca es tal. Cognetti recoge uno de los párrafos más contundentes de Thoreau acerca de la búsqueda voluntaria de la compañía propia, que es también la del ratón que bichea cerca del lecho o sin ir tan lejos la de otros animales, o la de gente de las montañas como la que sube con su ganado al compás de los ciclos estacionales. 

"El texto refresca las enseñanzas de Emerson en Nature, es un Thoreau bien entendido y practicado en este lado del mundo, ahora mismo."
Es el caso de Remigio, el casero, o de cierto Gabriele que rompe la disciplina de hostilidad propia de los vachères, no muy dados a soportar las veleidades sofisticadas de quien no pertenece al lugar. Una vez más se produce la colisión entre Naturaleza y cultura, y se adivina la brecha —siempre difícil de franquear— entre el mundo del local y el de alguien capaz de citar a Reclus, Primo Levi y hasta a John Muir en su journal particular: nombres más conocidos en Milán que en las pequeñas poblaciones de los Alpes francoitalianos; nombres de los que unos pocos saben en las capitales de provincia de cualquier parte, y de los que poco o nada suele oírse por allá arriba.

Y así va transcurriendo El muchacho silvestre, sin golpes de efecto remarcables, sin que nada excepcional suceda, pero ésta es la escritura de Naturaleza y en ello reside mucho de su poder, en tanto que todo resulta cargado de significado, al quedar demostrado que nunca estamos realmente solos, cuando todo parece suceder tan por primera vez como si el mundo entero estuviese de estreno. El texto refresca las enseñanzas de Emerson en Nature, es un Thoreau bien entendido y practicado en este lado del mundo, ahora mismo. Y por ello sus 167 páginas supuran esperanza y nostalgia a partes desiguales. Como algún lector imaginará, hay más de lo segundo que de lo primero. Claro que es un libro corto y el momento de volver no tarda en llegar, aunque no sin haber contemplado mares de nubes o umbrías sujetas a un tiempo que nada sabe de relojes. Cognetti baja, pero no sin haber conocido “la belleza de ir por donde no hay sendero” y en definitiva no sin haber reconquistado su patria sentimental: en su caso, una confluencia mágica de infancia y montañas. Es mucho más de lo que la cosmópolis ofrecerá nunca, a pesar de lo mucho que nos debamos a ella y a que, sin ella, el autor jamás hubiese sabido de esos escritores transatlánticos tan afortunados como para haber experimentado el Wilderness y poder haber escrito sobre ello.

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Autor: Paolo Cognetti. Título: El muchacho silvestre. Editorial: Minúscula. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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