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Ricardo F. Colmenero, el Ted Mosby gallego

Ricardo F. Colmenero, el Ted Mosby gallego

Periodista, escritor y gallego, aunque no necesariamente en ese orden. Ricardo F. Colmenero es el menor de cuatro hermanos, de ahí le vendrá ese aire de niño que frisa los cuarenta. Nació en Orense, en 1977, cuando la democracia estaba por echar a andar y la infancia era lo más parecido a un ejército de abuelas de terracota. Al menos así lo recuerda él en Literatura infiel (Círculo de Tiza), un libro que deja a Colmenero en los paños menores de una vocación: la prueba de que antes del columnista ya existía el escritor.

En su caso no es del todo cierto aquello de «tarde, mal y nunca». No fueron las columnas las que llevaron a Colmenero a la literatura, tampoco los cuentos de Fontanarrosa que leyó en sus años de universidad. Las metáforas ya las traía de casa, apretadas en su memoria de infancia, episodios que guardó arrugados como billetes y que esperaron durante mucho tiempo hasta que él se decidiera a estirarlos y alisarlos pacientemente: el perro que fue monaguillo en una iglesia gallega, los ojos de los cerdos sobre la palma de la mano tras la matanza o el lento murmullo de aquel lugar de la infancia, a mil kilómetros de la isla donde ahora vive: Ibiza.

Literatura infiel no es, ni mucho menos, un libro solemne. Todo lo contrario. La ironía termina siendo la gran autora de lo que ocurre en estas páginas: desmitificaciones del periodismo, parodias sobre la grandilocuencia del columnista, episodios hilarantes de sus años en Miami como reportero —dar una primicia y que nadie te haga caso, por ejemplo— o ya en la redacción madrileña del diario El Mundo, en que el trabaja como corresponsal para la edición balear. Todo está contado con humor y ternura, a la manera de un Ted Mosby gallego que escribe para que su hijo sepa de dónde viene ese padre con aspecto de hermano menor que lo sostiene en brazos en la primera página de este volumen.

En este libro hay periodismo y autobiografía suficiente para que ninguna de las dos cosas resulte excesiva. Sin embargo, algo hace pensar que Colmenero ha ido a buscar en esas páginas a todos los niños que habitan en su interior: el que dejó Galicia a los 18; a su hermano Santi, al que él se refiere como Cal, el gigante de la película Big Fish; a su pequeño hijo, que releva a Colmenero en el trono de la infancia pero no del deseo de volver a ella. Sobre ese y otros asuntos habla Colmenero en esta entrevista, una conversación casi de una única pregunta, formulada de todas las maneras posibles: ¿de dónde salió este sujeto con aspecto adolescente y espontaneidad desconcertante?

—Vaya mezcla: un periodista que se burla del periodismo y un escritor que glosa sus tragicomedias domésticas. ¿Cuántas versiones suyas hay aquí?

"En el fondo, en este libro termino contándole cosas a mi hijo, como el arquitecto Ted Mosby en la historia de Cómo conocí a vuestra madre"

—Me gusta ponerme en ridículo a la hora de contar las historias. Aunque escriba sobre cosas a veces dramáticas, procuro divertirme. Me tomo muy en serio el sentido del humor. Los textos de este libro son columnas ordenadas que conforman una novela autobiográfica. Tenía que cubrir los huecos que existían entre una columna y otra, así que me senté a escribir, hasta tal punto de que la mitad del libro es inédito. En el fondo, en este libro termino contándole cosas a mi hijo, como el arquitecto Ted Mosby en la historia de Cómo conocí a vuestra madre.

—Hay una mirada desconcertantemente infantil.

—Intento mirar las cosas como un niño, porque se las estoy explicando a mi hijo Yago, para que él lo entienda. Por eso, hasta los momentos más dramáticos son sostenibles.

—El título, Literatura infiel, no refleja del todo el espíritu de este libro.

—Tomé el nombre de una columna. Hice una lista con los mejores títulos… y salió ese.

—Ya, porque le desaconsejaron utilizar el de Lapidar a las abuelas.

—Era la idea inicial, pero no me dejaron.

—No suena muy bien, la verdad.

—Pero ese texto es el germen de todo. Fue una columna relevante y me gustaba el título, por lo que significaba la abuela para mí.

—¿Por qué las personas mayores tienen tanta importancia en este libro? Hay un relato muy hermoso de una anciana que se cae en la calle.

—Sí, en «La comunidad». Ese texto parece la historia de una comunidad de vecinos, y así quise darlo a entender. Pero, en realidad, esa columna es la historia de una señora mayor que se cae en la calle y a la que yo intento socorrer como buenamente puedo. Vivo en Ibiza y soy gallego: me siento un emigrado. Mi madre está a mil kilómetros. Siento que si yo socorro a esta mujer, el universo enviará a alguien a que socorra a mi madre, a mil kilómetros, si le ocurre algo parecido.

—Es un libro empático: hacia la gente mayor, hacia los enfermos, hacia los desvalidos. ¿Por qué?

"Salvando las distancias, es como el Big Fish, de Tim Burton. Mi hermano Santi es como Cal, ese gigante que acompaña a Ewan McGregor"

—El personaje que más me ha marcado es mi hermano mayor, Santi. Es disminuido psíquico. En algunos momentos determinados se tuvo que hacer cargo de mí cuando yo era muy pequeño. Por eso digo que este libro tiene algo de Cómo conocí a tu madre. Cuando me preguntan cuánto hay de ficción, siempre contesto: nada. Puede que muchas cosas estén exageradas, pero de ficción nada. Salvando las distancias, es como el Big Fish, de Tim Burton. Mi hermano Santi es como Cal, ese gigante que acompaña a Ewan McGregor. Las partes más difíciles de creer son las creíbles. Galicia es realismo mágico natural: el perro en el altar, la abuela y la caja de piedras o cómo funcionaban las cosas ahí en la aldea. Parece un cuento y es todo cruda realidad.

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A la búsqueda del niño gallego

Ricardo F. Colmenero jugó en tercera división y quiso hacerse periodista para seguir al Depor, pero no escribió jamás ni una línea sobre fútbol. Comenzó a leer ya casi en la universidad, por culpa de Jorge Valdano, que le descubrió a Roberto Fontanarrosa en una columna del Marca. Aunque errático en sus hábitos lectores, no iba despistado Colmenero en los asuntos librescos: a los seis años ya había escrito una novela. No un cuento ni unos versitos: una novela. La redactó a mano sobre unas cartulinas que él mismo engrapó, para darle cierta prestancia.

Colmenero recuerda estas cosas partiéndose la caja. Se ríe mientras alisa con la mano un pelo que no es ni largo ni corto, ni negro ni cano. Su vaqueros rotos y sus zapatillas deportivas lo hacen lucir todavía más joven, y no porque se haya mudado a vivir al País de Nunca Jamás, sino por algo mucho más complicado de explicar, al menos para quien lleva cerca de veinte minutos intentando calibrarlo. Además de reportero, marido y padre, Colmenero es premio de periodismo Julio Camba. Lo ganó en 2018 con una columna en la que retrata a los personajes de su comunidad de vecinos a la vez que despliega los rasgos que definen su prosa: un costumbrismo en primera persona, pero también ironía, la capacidad de reírse o de humillarse a sí mismo y una profunda empatía que también recorre las páginas de Literatura infiel casi como una electricidad.

A Colmenero no lo envanece el columnismo, pero tampoco le hace feos. Aunque tarde, llegó a esta balconada del periodismo después de picar piedra en las redacciones y loco de ganas por estrujar el lenguaje, del que extrae chupitos y destilaciones del mundo que lo rodea. Después de mucho pedírselo, su jefe en la edición balear de El Mundo le concedió la columna entre refunfuños y advirtiéndole tres cosas: que no se la pagarían, que tendría que escribirla en su día libre y que no podía dedicarla a describir episodios de su vida cotidiana. A esta última orden, Colmenero no le hizo ni caso.

Quien haya leído sus columnas o se sumerja en los textos de este libro, se dará cuenta de que Ricardo F. Colmenero es más de hablar de su gato, de su madre o de sí mismo que de Pablo Iglesias, porque, en el fondo, la soledad o la alegría de una persona son la verdadera actualidad. O al menos eso dice él. Hay tan poca impostación en lo que escribe o lo que expresa que no le acompleja admitir no haber leído a Julio Camba hasta que Manuel Jabois lo mencionó, ni se empeña en citar a Heródoto para hablar de Rajoy, una expresión lapidaria de David Gistau, a quien, por cierto, Colmenero rinde algo parecido a un homenaje en estas páginas.

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—Para concederle una columna semanal, su jefe le puso como única condición que no escribiese sobre su vida, y no le hizo ni caso.

—Fue Agustín Peri, pero ahora me da la razón. Dice que hice bien en desobedecer sus órdenes.

—¿Su prosa literaria y periodística forman parte de un mismo hueso?

"Pienso en Camba, en aquella frase acerca del periodismo, que más que una forma de contar la realidad se trata de ir a disfrutar de la realidad para tener algo que contar"

—Pienso en Camba, en aquella frase acerca del periodismo, que más que una forma de contar la realidad se trata de ir a disfrutar de la realidad para tener algo que contar. Eso es lo que intento.

—Partiendo del hecho de que escribió una novela a los 6 años, podemos decir que usted tenía ganas de escribir incluso antes que escribir.

—Eso de la novela es muy curioso, porque en mi casa nadie escribe, y de pronto llego yo a los seis años, sin saber siquiera leer bien, y me siento a escribir la historia de dos hermanos músicos, lo envuelvo en una cartulina y lo grapo. ¿Pero cómo? Si nada de lo que me rodea me impulsaba a hacer eso. He perdido a ese niño, ya no puedo ir a buscarlo para preguntárselo.

—¿Está seguro?

—Lo he perdido y yo no puedo contestar a esa pregunta a mis casi 42 años.

—¿Seguro que no ha escrito este libro para encontrarlo?

—No lo creo. Este libro es el resultado de una selección de mis columnas enfocadas en mi vida personal y que comenzaron a gustar por eso. Recibí varias ofertas editoriales para publicarlas. Y aquí está. No me gusta la gente que se toma a sí mismo demasiado en serio, me aburre. Por eso escribí todo esto como un manual de autoayuda, en tono irónico, de cómo no hay que hacer las cosas a lo largo de toda una vida.

—Huye del postureo, del engolamiento del columnista.

—A mí no me atraía el columnismo hasta hace cuatro días, como quien dice. Llevo trabajando en periodismo desde 1998. Tengo veinte años de carrera y, sin embargo, el columnismo nunca me había llamado la atención.

—¿Y qué pasó?

—De los días en los que trabajaba en la redacción de Madrid recuerdo al columnista como un señor que no iba al periódico y que, a pesar de eso, tenía las páginas más privilegiadas: la página dos y la contra. La redacción de El Mundo que yo conocí eran los Globetrotters. Los grandes periodistas y directores de periódico en este país hoy estaban metidos ahí. Esa redacción sería impagable hoy, en sueldos. La que Pedro J. había armado ahí era impresionante, y yo pude formar parte. A pesar de eso, el status superior estaba reservado para ellos, que no iban a trabajar.

—Eso no quiere decir que no trabajaran.

—No sabías si esos cuatro párrafos los hacían en cinco minutos, si se los había chivado el portero o si llevaban todo el día labrando la columna. Un día fui a trabajar y apareció un tío enorme, sentado en una silla, mirando hacia la pantalla en blanco, con cierto descaro de no estar trabajando… Hice toda mi jornada laboral y él hizo toda su jornada laboral, pensando.

—¿Cómo así?

"Se puede subir bajando y bajar subiendo"

—Era como el pensador del cuento de Fontanarrosa, el que iba a las universidades a pensar y al que los estudiantes lo observaban pensar en silencio, mientras cambiaba de postura durante una hora, hasta que se marchaba y después lo aplaudían. ¡Es que era así! A nosotros no nos pagaban por pensar, nos pagaban por trabajar. Llegó un momento en que apartó el teclado, enterró la cabeza en el escritorio…  Yo pensé que se había quedado dormido.

—¿Y quién era el pensador en cuestión?

—Le pregunté a una compañera y me dijo que era un fichaje de Pedro J., un columnista de la ostia. «Se llama David Gistau«, me dijo. Durante años pasé por delante de Gistau conscientemente para no leerlo. Pero un día y sin darme cuenta, porque de haber visto su nombre no lo habría hecho, lo leí. Entonces me dije: «¡Dios mío, esto es lo que yo quiero hacer!» Sentí el golpe de envidia. Y por eso he llegado tarde, por haber pasado tanto tiempo sin sentir ese impacto.

—A estas alturas de la entrevista, no sé si usted sube o baja.

—Se puede subir bajando y bajar subiendo, también.

—No sé si me está engañando. Utilizando el señuelo de la ingenuidad dice verdades como puños.

"Cuartango decía que a muchos no les gustaba el columnista de primera persona, porque no hay un razonamiento ni un argumento"

—¡Bueno, es la mía! —risas—. ¡No sé si digo una verdad, pero es la mía! Cuartango decía que a muchos no les gustaba el columnista de primera persona, porque no hay un razonamiento ni un argumento. Hay gente que lo desprecia, y me parece muy válido. Porque si hablas de lo último que ha dicho Pablo Iglesias, quizá no tengas todos los datos para saber por qué lo ha dicho, pero si hablas de tu gato, nadie sabe más de tu gato que tú. Hablamos mucho del tema de la actualidad, ¿verdad? Pues cuando se ha muerto un familiar o te ha dejado tu pareja o tienes un hijo disminuido psíquico, pues el hijo disminuido psíquico es mucho más de actualidad que lo que dice Pablo Iglesias… Y eso queda muy claro en este libro.

—Su territorio es el de la tragedia doméstica y el elemento cotidiano

—No soy el padre de esto, ni mucho menos. De Gistau llegué a Jabois. En ese momento me encontré con la voz de mi casa. Insisto: yo soy un emigrado y cuando leí lo que hacía Jabois, me pregunté: «¿Esto vale?». Esa es la forma de expresarse de los gallegos. No son recursos literarios: así habla el pescador de la ría o el señor del bar, que es como habla mi abuelo. En Galicia el columnismo lo teníamos en la calle. En los textos de Jabois que comencé a leer no empleaba argumentos contundentes sino experiencias personales, que más o menos relacionaba con la realidad. Esa forma de trabajar me gustaba y me sentía cómodo. Llámalo la escalera o ser gallego, pero luego llegué a Tallón y Cabaleira. Me di cuenta de que era lo que me gustaba y con lo que me sentía identificado. Llegué a Julio Camba por culpa de Jabois y su prólogo a la antología que hizo Pepitas de Calabaza. No sabía nada de él. Ahí me di cuenta de que existía un grupo muy anterior que ya escribía de la misma manera. Tenía que ser algo innato. Por mucho que yo me fuese de Galicia a los 18 años, sigo siendo muy gallego en esa manera de expresarme.

—A diferencia de Jabois o Tallón, usted no es del Rat Pack gallego. Muy canalla no es.

—Porque no he sido salidor, me faltó eso.

—Usted no se toma muy en serio como escritor.

—Me tomo en serio como padre. Es lo único que me tengo que tomar en serio en esta vida.

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Una escalera

De niño, a Ricardo F. Colmenero le gustaba jugar con los ojos que arrancaban a los cerdos en las matanzas de Orense. Lo sostenía sobre una mano, como si de una lupa o un sentido añadido se tratara. Pasó el tiempo y lo de arrancar ojos se le fue dando cada vez mejor: a los engolados, a los jefes, a este o aquel… Colmenero retrata a sus personajes bajándolos de la hornacina del poder o la elegancia, para dejarlos al ras de la tierra, donde a veces lucen más empáticos, desguarecidos o incluso tiernos.

Ha dicho en otras entrevistas, no en ésta propiamente, que se comienza a escribir por envidia. A saber el nombre que cada quién le da a su hambre, esas ganas de llevarse a la boca lo que otros sirven en la mesa de la prosa ajena. Sea como fuere, el resultado de la vocación de Colmenero es extraño, la consecuencia de una manera de contar bella a la vez que imprevisible. Tan luminosa como una sorpresa o un regalo.  Alguien que evoca un ejército de abuelas de terracota como catedral sentimental está tocado por otra sensibilidad ¿Cuál? La suya. Una voz propia que ni sube ni baja la escalera, porque es la escalera en sí misma.

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—¿A qué edad comenzó a leer conscientemente?

—¿Te refieres a qué edad empecé a sentir envidia de querer hacer lo que los otros hacen…? No sé. Creo que en la universidad. En el instituto no soportábamos a los clásicos, pero tampoco llegábamos a los libros que nos podían interesar. Fui muy mal lector de adolescente. Mi hermana era la gran lectora y me llevaba los grandes libros que yo debía leer, pero no era capaz de engancharme a anda … más allá de los cómics. Aun así, y sin ser un buen lector, quería escribir. El primer libro que leí, ya en la universidad, fue a Manuel Rivas, el conjunto de reportajes de El periodismo es un cuento y Qué me quieres, amor. Eso, en un piso de estudiantes, fue una revolución.

—Es decir, ¿llegó a los libros de la mano del periodismo?

"Yo jugaba en tercera división, quería escribir de fútbol e ir a los partidos del Dépor, aunque la verdad, nunca escribí sobre fútbol"

—Pero para qué te voy a engañar, si a mí lo que me gustaba era el fútbol. Yo quería ser periodista deportivo. Me fui quitando los tacos, aunque aún los digo mucho —dice, disculpándose—. Yo jugaba en tercera división, quería escribir de fútbol e ir a los partidos del Dépor, aunque la verdad, nunca escribí sobre fútbol. Un día, leyendo el Marca, leí una contra de Valdano, que describía una jugada valiéndose de un cuento de Fontanarrosa… Mira que los argentinos nos llevan ventaja en esto de la crónica deportiva. El cuento que usaba Valdano como ejemplo era Mundo ha vivido equivocado, para explicar que si esa jugada, ya no me acuerdo y tal, hubiese ocurrido al revés, el resultado de todo el partido habría sido distinto. El cuento de Fontanarrosa decía algo así como que era absurdo llevar a cenar a una chica y luego acostarte con ella. Que deberías llevarla a cenar después, porque si no estás nervioso no prestas atención a lo que te dice, te llenas un montón y luego ¿quién va a tener sexo con el estomago lleno? Lo normal es al revés. Lo leí y dije: «¿Qué coño es esto?» Así que busqué Mundo ha vivido equivocado y me lo leí.

—Creo que usted va con un cuchillo por la vida y sin ser muy consciente al respecto.

—Dios, ¿un cuchillo?

—Sí, es tanta su espontaneidad que parece una manera de meter el dedo en el ojo

—Soy muy vago para estar pendiente de eso.

—¿No es consciente de lo peligroso que es usted con las palabras, verdad?

—A lo mejor, no lo sé…

—¿Es consciente de las metáforas que ha creado? Le pondré un ejemplo: las abuelas de terracota.

—A mí también me gustó esa imagen, pero la frase pasó sin pena ni gloria por las redes.

—Comienzo a pensar que es verdad, que usted no es consciente…

—¿Qué quieres que haga? ¡No lo sé…!

—¿Qué pudo haberlo hecho tan… sensible?

—No lo sé, ya no tenemos al niño de seis años para preguntárselo.

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