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Rosenda Monteros en mi educación sentimental

Rosenda Monteros en mi educación sentimental

Películas, novelas, cómics, canciones, artículos periodísticos… A excepción de en el teatro, que como el cinéfilo aplicado que procuro ser detesto con toda mi alma por rudimentario y siempre pernicioso para la pantalla, me gustan las historias con independencia del soporte de su narración. Sí señor, pocas cosas me complacen tanto como una historia bonita. Una de las más hermosas que me han sido dadas es la de Ella, “la que debe ser obedecida”. Mucho antes de leer la novela original, publicada por H. Rider Haggard en 1887 —yendo yo a descubrirla unos cien años después—, supe de Ayesha, la de la obediencia debida, su protagonista, en la segunda adaptación cinematográfica de esta cautivadora fábula, la dirigida por Robert Day para la queridísima Hammer Films en 1965 bajo el título de La diosa de fuego. Ursula Andress (Ayesha), Peter Cushing (Holly) y John Richardson (Leo Vincey) fueron algunos de sus protagonistas.

Reina en la ciudad perdida de Kôr, uno de esos territorios míticos que nunca figuran en los mapas, aunque siempre aguardan a los más audaces en las grandes aventuras —quiero recordar la Atlántida de Pierre Benoît, la Shangri-La de James Hilton, la isla de Caspak de Edgar Rice Burroughs…—, Ayesha, como la Antinea de Benoît, es una mujer despótica. Pero también es una amante devota y secular. Poseedora del prodigio de la Fuente de la vida, es ésta una llama eterna que, además de no quemar, renueva periódicamente su descomunal belleza y su eterna juventud. De modo que Ella, “la que debe ser obedecida”, lleva más de dos mil años esperando el regreso de Kalíkrates, su amante veinte siglos atrás, a quien, enajenada por los celos, mató entonces y ahora encuentra reencarnado en la persona de un aventurero llegado de Cambridge y llamado Leo Vincey.

"Siempre me ha llamado la atención la capacidad de los intérpretes mejicanos para recrear a los distintos prototipos meridionales"

En medio de ese mundo prodigioso, que supuso uno de los grandes hallazgos de mi educación sentimental, vi a Rosenda Monteros por primera vez. Era la Ustane de aquella segunda adaptación. Personaje secundario en aquel drama, Ustane se enfrentará a la reina despótica e inmortal por el amor de Vincey. Y llegado el momento de morir por la salvación de su extranjero, entregará el alma como sólo se hace en las historias grandes, tristes y bonitas cuya impronta aún ilumina, incólume, mi educación sentimental.

Siempre me ha llamado la atención la capacidad de los intérpretes mejicanos para recrear a los distintos prototipos meridionales. Anthony Quinn, que nació en Chihuahua en 1915, era todo un experto en la encarnación de personajes helenos. No sólo fue un Zorba proverbial en Zorba el griego (Michael Cacoyannis, 1964), también incorporó con maestría al coronel Andrea Stravos, del ejército de aquel país en Los cañones de Navarone (J. Lee Thompson, 1961). E incluso dio vida a Theo Tomasis —un trasunto de Aristóteles Onassis— en El griego de oro (J. Lee Thompson, 1978).

Pedro Armendáriz, “el Clark Gable mejicano” que se le llamó, fue un lugarteniente de Gengis Kan en El conquistador de Mongolia (Dick Powell, 1956), el sultán de Francisco de Asís (Michael Curtiz, 1961) y en Desde Rusia con amor (Terence Young, 1967) dio vida a un agente turco del MI6 que responde al nombre de Ali Kerim Bey.

María Félix, que inspiró a Agustín Lara —su marido de entonces— la célebre canción mejicana María bonita (1947) fue una espía alemana en la versión de Mare Nostrum dirigida por Rafael Gil en el 48. Brillante asimismo fue su Mesalina en la cinta homónima, estrenada en 1951 por Carmine Gallone. Y, por supuesto, su Mara Ross, una de las vecinas más enigmáticas de aquel Tánger cosmopolita, que en la realidad fascinó a Paul Bowles —y por ende a la Beat Generation, a la que Bowles llevó a la ciudad—, en La corona negra (Luis Saslavsqui, 1951).

"A todos los efectos, las actrices de mi panteón cinéfilo, como para el resto de sus admiradores, siempre han sido una ilusión"

Siendo esta última una adaptación de La Vénus d’Ille (1837), de Prosper Mérimée, guionizada por Jean Cocteau —sobre la historia original de una Venus púdica que cobra vida y mata a su propietario por creerse su marido—, la María Félix de La corona negra ya apunta a ese orden mítico en el que descubrí a Rosenda Monteros incorporando a Ustane y me aprendí su nombre como si fuera el de una chica de verdad. Sé que en el fondo lo era y haría vida normal en esa Veracruz que la vio nacer en el año 35, pero, a todos los efectos, las actrices de mi panteón cinéfilo, como para el resto de sus admiradores, siempre han sido una ilusión. Ya entonces esperaba verla convertida en una actriz principal —lo que me hubiera proporcionado un mayor número de secuencias en las películas para poder admirarla— pero su suerte siempre estuvo escrita. Rosenda Monteros, que mereció una estrella tan rutilante como la de María Félix, sólo habría de ser una actriz de reparto en la pantalla internacional. Ahora bien, pocas como ella han calado tan hondo y tan dulcemente en mi educación sentimental.

Con el mismo placer que la fui descubriendo tras las protagonistas de algunas de las películas que inauguraron mi mitología personal, veinte, treinta años después, ya conformando mi parnaso cinéfilo, descubrí que Rosenda fue la prieta de Nazarín (Luis Buñuel, 1959) y la Meche de El esqueleto de la señora Morales (Rogelio A. González, 1960), una de las mejores muestras del excelentísimo y nunca bien ponderado cine de terror mejicano. Así pues, el culto cinéfilo y el magnetismo visceral se aúnan en la admiración que, desde hace ahora cincuenta y cinco años, vengo rindiendo a esta gran actriz.

"Tras la maravilla de la Hammer, la filmografía de esta musa de la pantalla internacional de los años 60 discurrió por algunos títulos legendarios de la época, tocando muy especialmente al cine español"

Sólo me he arrepentido una vez de mi animadversión hacia la escena. Fue cuando, leyendo las notas necrológicas publicadas tras la noticia de su fallecimiento, en diciembre hará tres años, supe que el nombre de Rosenda Monteros ha quedado escrito en la historia de su país como la gran impulsora en sus escenarios del teatro del Siglo de Oro español, del que también fue una de sus mejores intérpretes.

En lo que a España respecta, si cabe, su gloria es aún mayor. Mitificada por cuantos saben ver más allá del primer término de la pantalla y del avatar de los protagonistas, me consta —he hablado con gente de ello— que fueron muchos quienes, como yo, la admiraron por primera vez siendo niños, cuando Rosenda dio vida a la Petra de Los siete magníficos (John Sturges, 1960). La Ustane de La diosa de fuego llegó después. Tras la maravilla de la Hammer, la filmografía de esta musa de la pantalla internacional de los años 60 discurrió por algunos títulos legendarios de la época, tocando muy especialmente al cine español.

Estudiante de danza y declamación en esa Veracruz que la vio nacer, aún era una adolescente cuando se inició en el teatro experimental bajo los auspicios del japonés Seki Sano, toda una institución en la escena mejicana. Ya bailarina profesional, reparó en ella el realizador Julio Bracho, su futuro marido y quien la confió sus primeros papeles. Sin embargo, bien podría decirse que la estrella de Rosenda comenzó a despuntar tras la separación de Bracho en 1957, tras dos años de matrimonio.

En 1958 colaboró con René Cardona en Las tres pelonas y, meses después, don Luis Buñuel la incluyó en el reparto de Nazarín. Esta adaptación mejicana de Galdós, por parte del maestro aragonés, descubrió a Rosenda la cultura española y le abrió las puertas de la pantalla internacional. Sin olvidar su faceta como bailarina, que por aquel tiempo la llevó a formar parte de la compañía de Katherine Dunham. Todo el encanto que rezumaba Rosenda Monteros la abocaba inexorablemente a despuntar en la pantalla internacional.

"Corrían los años 70 cuando Rosenda Monteros abandonó España. Para entonces, la actriz ya era un mito para sus admiradores"

La popularidad se la brindó su Petra del legendario western de Sturges. Instalada en Madrid, se convirtió en una de las musas más queridas de aquellas coproducciones cosmopolitas que se rodaban en nuestro país. En lo que a la pantalla española respecta, dio vida a la Laura de Los cuervos (1961), la obra maestra de Julio Coll. También fue la Ninette de Ninette y un señor de Murcia (1965), la celebrada adaptación de la pieza de Miguel Mihura dirigida y protagonizada por Fernando Fernán-Gómez. Su exquisita picardía hizo que Rosenda bordase aquel papel en el que, fiel a esa versatilidad de los intérpretes mejicanos, recreó a una de esas francesas libres y desenvueltas que tanto gustaban a los españoles cuando los niños venían de París.

El resto, en lo que al cine español respecta, fue la Ching Sao Ling de ¡Dame un poco de amor…! (José María Forqué, 1968), la segunda cinta al servicio de Los Bravos.

Corrían los años 70 cuando Rosenda Monteros abandonó España. Para entonces, la actriz ya era un mito para sus admiradores. Su carrera posterior discurrió por teleseries y producciones mejicanas. En sus últimos años volvió al teatro, para interpretar con un primor especial el repertorio del Siglo de Oro español. Fugazmente volvió a esos territorios míticos de mi educación sentimental con un pequeño papel en Winnetou el mescalero (1980), un telefilme en el que Marcel Camus volvía sobre el más entrañable de los personajes de Karl May.

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