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Eddie Constantine, un perdedor con socarronería

Eddie Constantine, un perdedor con socarronería

Mi siglo es el del cine y el rock & roll, la queridísima centuria pasada. Soy de otra época y me ufano. Tanto como pudiera vanagloriarse el último y más mísero de los tracios de haber navegado en su juventud a bordo del Argos, con rumbo hacia la Cólquide, a la búsqueda del Vellocino de Oro, junto a Jasón, Acasto, Orfeo y el resto de los argonautas.

Sí señor, yo soy de cuando el cine y el rock & roll. Sentado esto, más concretamente, puede decirse que nací con los grandes formatos de pantalla: el Cinerama, el Todd-AO, el 70, e incluso el 120 mm… A excepción de mis primeros clásicos —La pimpinela escarlata (Harold Young, 1934), Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935), Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941)— que vi en 35 mm. sin ser consciente de ello, me formé como mero espectador —ahora soy todo un cinéfilo— con los grandes formatos de pantalla. Los scope como poco.

"También era entonces cuando, dada su capacidad para la épica, el cine ya se me figuraba más poderoso que la vida"

A su vez, aquellas salas de mis primeras proyecciones, que tanta dicha me procuraron, se jactaban en los murales que anunciaban las películas programadas de los grandes formatos de pantalla en que las exhibían. Tanto como yo lo hago ahora de ser un tipo pretérito, del ya lejano pasado siglo; de cuando la televisión, amén de rudimentaria, era, en verdad, la pequeña pantalla.

Al cabo, quiero decir que mucho antes de hacer del estudio de cuanto concierne a la realización cinematográfica el primer afán de mi vida, y de tripas corazón ante una pantalla espuria para el cine, como lo son las de esos monitores que priman en este siglo que me es ajeno, a las que yo mismo me entrego para seguir infatigable en mi tarea de ver películas.

Antes de todo, sin tener aún experiencia suficiente como para echar de menos nada, en aquellas tardes de mis primeras sesiones, cuando en todas las avenidas y grandes calles madrileñas había, como poco, una o dos salas, el cine me parecía majestuoso por la inmensidad de su pantalla.

"Ya desde el comienzo de mi amor al cine, observé en él una tercera grandeza: su cosmopolitismo. La España de mi infancia era la España de las coproducciones internacionales"

También era entonces cuando, dada su capacidad para la épica, ya se me figuraba más poderoso que la vida. Hasta un niño, como yo en aquellos felices días, puede percibir la lírica que entraña la despedida de Custer (Errol Flynn) de su esposa, Elizabeth Bacon (Olivia de Havilland). El general deja el reloj en casa —no quiere que se pierda en la batalla—, evoca lo bonito que ha sido pasear a lo largo de toda la vida junto a su mujer y marcha a Little Big Horn, a morir con las botas puestas al frente del 7º de Caballería en una secuencia apoteósica en que la lírica de la que venimos se convierte en esa épica que reserva a los valientes la muerte al pie del cañón. Valientes como el mayor Romulus Tapie (Stanley Ridges), quien pese a ser inglés, decide quedarse a morir junto a Custer. Porque nunca podría entrar en su club de oficiales de Piccadilly habiendo abandonado a su regimiento antes de entrar en combate. Regimiento al que, por cierto, enseñó su himno: «Garyowen».

Majestuoso por el tamaño de su pantalla, poderoso por su capacidad para sublimar la vida. Y había otra. Ya desde el comienzo de mi amor al cine, observé en él una tercera grandeza: su cosmopolitismo. La España de mi infancia era la España de las coproducciones internacionales. Almería había dejado de ser la descrita por Juan Goytisolo en Campos de Níjar (1960) para convertirse en la capital del western mediterráneo. La idea de que una inglesa como Flora Robson encarnase a la emperatriz Tzu-Hsi, de la dinastía Quing, en 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963), para cuyo rodaje se había reproducido en Madrid la capital china de 1900, la de la Guerra de los bóxeres, me tenía totalmente hechizado.

"El gran Eddie Constantine ya era uno de esos actores tan conocidos por los meros espectadores que los distribuidores solían incluir su nombre en los títulos de algunos de los filmes que protagonizaba"

Sin embargo, el summum del cosmopolitismo de la gran pantalla lo encontraba en ciertos políglotas de voz aguardentosa. Todos eran borrachos y tahúres, como crupieres del Mississippi. Perdedores socarrones a quienes, suponía, no les hacía falta interpretar. Ellos mismos, poco más o menos, eran muy parecidos a sus personajes. A veces se trataba de estrellas como Yul Brynner, otras de simples secundarios. Más que actores, mercenarios de la puesta en escena. Ayudantes de producción y dirección en otros casos. Ya andando en mi experiencia cinéfila, supe que algunos de estos últimos —los menos, por supuesto— eran capaces de pasar a la producción las célebres facturas del agua mineral bebida por los caballos.

Siempre con su aspecto de galán trasnochado, tengo a Eddie Constantine entre lo más alto y singular de aquellos malditos. A España lo trajo por primera vez José Luis Monter para protagonizar, junto a Elisa Montés, Silvia Solar y Jorge Nieto La tela de araña (1963), un spanish noir bastante estimable. Volvió con Jesús Franco, para encabezar —junto a Françoise Brion, Sophie Hardy, Fernando Rey y Alfredo Mayo— el reparto de Cartas boca arriba (1965). Pero el gran Eddie ya era uno de esos actores tan conocidos —y queridos— por los meros espectadores que los distribuidores solían incluir su nombre en los títulos de algunos de los filmes que protagonizaba. A este respecto, recuérdese Eddie en acción, una comedia criminal alemana, dirigida por Werner Kingler en el 58 y muy aplaudida como el filme menor del circuito del programa doble, en sesión continua, de la cartelera patria.

"Siendo estas producciones de escaso presupuesto uno de los placeres cinéfilos más exquisitos, Eddie Constantine fue reivindicado por cineastas como Agnès Varda y Jean-Luc Godard"

Más que el rey de esas películas de bajo presupuesto, que ahora recuerdo como la cara b de los discos de rock & roll de aquellos años, Eddie Constantine fue todo un precursor del cine de agentes secretos. Llegó antes de que se enseñoreasen de la cartelera OSS 117 (Kerwin Mathews), Harry Palmer (Michael Caine), Dick Malloy (Ken Clark), Matt Helm (Dean Martin), Derek Flint (James Coburn) y el James Bond de Sean Connery por encima de todos ellos. Su Williams de la Interpol, su Nick Carter, su Jeff Gordon… Todos los agentes de Eddie Constantine se adelantaron y fueron tan humorísticos como habrían de serlo todos sus sucesores. Cuando era serio, en aquellos años este cine se expresaba en títulos como El espía que surgió del frío (Martin Ritt, 1965). Pero a los personajes de Eddie Constantine —a quienes siempre les esperaba una chica y una botella de whisky— todo el mundo se los tomaba más a broma. Empezando por el propio Eddie. A decir verdad, el suyo fue un caso infrecuente en la historia del cine.

Logró la fama como protagonista del thriller francés —el polar que lo llaman al otro lado de los Pirineos— más popular de la serie B. Pero sus personajes no se los creía ni él mismo. Ahora bien, siendo estas producciones de escaso presupuesto uno de los placeres cinéfilos más exquisitos, Eddie Constantine fue reivindicado por cineastas como Agnès Varda y Jean-Luc Godard. Este último convirtió al actor en todo un mito dentro del cine de autor, leyenda prolongada hasta nuestros días merced a su posterior colaboración con realizadores del calibre de Rainer Werner FassbinderAtención a esa prostituta tan querida (1971), La tercera generación (1979)—, William KleinLe couple témoin (1977)—, Lars Von TrierEuropa (1991)—, la inolvidable Juliet BertoNieve (1981)— o Mika Kaurismäki: Helsinki-Nápoles, todo en una noche (1987).

"En uno de los cabarets donde canta, llama la atención de Édith Piaf, que al punto lo convierte en uno de sus protegidos"

Procedente de una familia de emigrantes rusos, Edward Constantinowsky, verdadero nombre de Eddie, nació en Los Ángeles el 29 de octubre de 1917. De ahí que la primera paradoja de su biografía sea que, pese a haber visto la luz a escasos kilómetros de los principales estudios cinematográficos del mundo, su carrera como intérprete fuera a iniciarse en Francia. Estudiante de canto, aún era un adolescente cuando ingresó en una compañía de operetas. Tras una estancia en Viena, en 1937 regresa a Estados Unidos. Su única experiencia en Hollywood data de entonces y se limita a doblar a los actores que no saben cantar en las cintas musicales. Raramente aparecerá el nombre de Constantine en los títulos de crédito.

Insatisfecho tras su primer contacto con el cine, en 1950 se instala en París junto a su mujer, la bailarina Helen Mussel. En uno de los cabarets donde canta, llama la atención de Édith Piaf, que al punto lo convierte en uno de sus protegidos. Tras intervenir en La petite Lili, un musical protagonizado por la intérprete del «Himno al amor», cosechará tanto éxito como cantante en la capital francesa que se instalará en ella definitivamente.

"Cinta llamada a ser una de las genialidades de la ciencia ficción europea, Godard la concibió para escuchar, por última vez, pronunciar un te quiero a Anna Karina"

Su debut en el cine galo se lo brindó Bernard Borderie, quien, en 1953, presto a realizar una adaptación de Peter Cheyney —Cita con la muerte— encomendará a Constantine su primera creación del agente del FBI Lemmy Caution. Este personaje, su agente por excelencia, marcará toda la filmografía del actor. Convertido en una suerte de Humphrey Bogart del otro lado de los Pirineos, Constantine será Lemmy Caution a las órdenes de Jean Sacha —Este hombre es peligroso (1953)—, Pierre Chevalier —Agente federal en Roma (1955)—, Bernard Borderie —Comment qu’elle est? (1960), Lemmy y las espías (1962), FBI frente a Scotland Yard (1962)—…

Sin olvidar los trabajos del actor que nunca quiso serlo para Vittorio Cottafavi —Escoria de presidio (1954)—, John Berry —Je suis un sentimental (1955)— o Yves Allégret —Carta fatídica (1960)—. Para Pierre Grimblat protagonizará Buena suerte, Charlie (1962). Pero fue Godard quien terminó de aquilatar su leyenda. Para el maestro, incorporó a Lemmy Caution en tres ocasiones. La primera, en La pereza, su episodio del filme colectivo Los siete pecados capitales (1961). Más celebrada fue Lemmy contra Alphaville (1965). Cinta llamada a ser una de las genialidades de la ciencia ficción europea, Godard la concibió para escuchar, por última vez, pronunciar un “te quiero” a Anna Karina. Ya en el ocaso de sus días, con casi ochenta inviernos, el gran Eddie volvió a incorporar a Lemmy Caution para el gran Godard en Alemania año 90, nueve cero (1991), toda una reflexión sobre la soledad y el envejecimiento.

"Sin embargo, el actor no se sintió nunca satisfecho con ninguno de sus personajes. Sus deseos de partir con el prototipo que creó fueron tan apremiantes como infructuosos"

Tanto en aquella ocasión como en Le retour de Lemmy Caution —un telefilme de Josée Dayan fechado en el 89—, los golpes de Constantine, frente a esas efusiones de sangre ralentizadas —que veníamos viendo desde la gloria de Sam Peckinpah en la pantalla de finales de los 60—, se habían quedado mucho más que anticuados. El gran Eddie siempre propinaba bofetones, raramente puñetazos. De ahí que algunos de los aficionados le conociesen como «el rey del sopapo». Duro entre los más duros —eso sí, de un cine tan ingenuo como grato—, aquellas chicas, recreadas por actrices del atractivo de Sophie Hardy y Carla Marlier —esta última maravillosa en Cuando ellas enredan (Raoul André, 1965)— siempre acababan por camelar a Constantine, ya encarnase a Lemmy Caution, Jeff Gordon o Nick Carter. Al fin y al cabo, era un sentimental, como se afirmaba en el título original de una de sus películas más celebradas, Manos asesinas en su desatinada traducción española.

Sin embargo, el actor no se sintió nunca satisfecho con ninguno de sus personajes. Sus deseos de partir con el prototipo que creó fueron tan apremiantes como infructuosos. El musical Folies Bergère (1957) constituyó el gran fracaso de su carrera. Tras aquel tumbo, acabó resignándose al cine por motivos económicos. Siempre se consideró un cantante. Murió en Wiesbaden (Alemania) el veinticinco de febrero de 1993. Desde entonces, su lugar en el panteón cinéfilo —léase “sus viejas películas”— es de los más visitados.

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