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Paul Naschy, una criatura de la noche

Paul Naschy, una criatura de la noche

Debo confesar que he tenido épocas de excesiva afección al realismo. Mi máxima de entonces eran unos versos de León Felipe. Más concretamente, del poema titulado Sé todos los cuentos. Aquellos que rezan: “que la cuna del hombre la mecen con cuentos, / que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos, / que el llanto del hombre lo entierran con cuentos / y que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos”. Repitiéndomelos una y otra vez, me faltó poco para llegar a ser como esos niños racionalistas que, al volver al colegio después de las vacaciones navideñas y ver a sus compañeros hablando de sus nuevos juguetes, les dicen que los Reyes son los padres y que ellos no han tenido regalos porque los suyos son pobres.

Afortunadamente, un celebrado novelista, tan buen escritor como amigo, me hizo ver que, empero la belleza de los versos de León Felipe, también a ellos, como a casi todo, se les puede oponer justo lo contrario. Vaya por delante que soy ateo. Comencé a perder la fe de mi madre, precisamente, cuando descubrí que la epifanía es un cuento. Pero si volviera a ser un niño y me encontrase con uno de esos pequeños racionalistas, abundando en su misma tesis le diría: “y lo peor es que la pobreza material de tus progenitores ha hecho de ti un pobre de espíritu”.

"Una de las claves de Ciudadano Kane está en ese Rosebud, el trineo que arde en la última secuencia simbolizando las infancias sustraídas"

Orson Welles no fue ningún hijo de la pobreza. Todo lo contrario. No creo que le faltase nunca ningún regalo navideño. Sin embargo, el futuro cineasta fue un niño racionalista. Y lo fue hasta el punto de que, más que un niño, fue un adulto prematuro. Por eso, una de las claves de Ciudadano Kane (1941) está en ese Rosebud, el trineo que arde en la última secuencia simbolizando las infancias sustraídas. Fue el propio guionista de la cinta, Herman J. Mankiewicz quien, para atajar las mil y una teorías al respecto, afirmó que había querido aludir a una bicicleta que le robaron siendo niño.

Niños racionalistas que, por ganar el uso de razón antes de tiempo, han perdido el uso del misterio —evoco ahora al Gabriel Celaya de El niño que ya no soy—. Eso es lo que aún ahora me parecen todos los estudiosos, críticos y comentaristas del cine español que niegan el fantaterror porque no existen las almas en pena, ni los licántropos ni los vampiros. Y cuando les recuerdas que una de las cintas incuestionables e incuestionadas de nuestra pantalla —El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973)— es un homenaje al Frankenstein (1931) de James Whale, dicen que las comparaciones son odiosas y que, en cuanto a la realización, no tienen cabida entre el ciclo de la Universal —cuyo primer Frankenstein es el referido— y el repertorio autóctono.

"En el fantaterror español vale más el cuento de miedo, lo que se nos cuenta, antes que la forma de contarlo"

Esa es la maldición que pesó, y aún pesa, sobre realizadores como Jacinto Molina, Amando de Ossorio o Jesús Franco. Desde luego, sus cintas no son esas realizaciones prodigiosas que a veces alcanza el género en los países escandinavos —La carreta fantasma (Victor Sjöström, 1921), Vampyr (Carl Theodor Dreyer, 1931), La hora del lobo (Ingmar Bergman, 1968)—, pero juzgarles y condenarles por lo que, técnicamente, dejan que desear sus puestas en escena viene a ser como acusar a un sueco de ser un mal español. En el fantaterror español vale más el cuento de miedo, lo que se nos cuenta, antes que la forma de contarlo.

En una de sus últimas entrevistas, cuestionado por el mito del licántropo, Paul Naschy respondió: “Me identifico en todo con su figura: es un marginado, un antihéroe, un hombre perseguido. Sabe que su amor es un amor perdido, sin ninguna posibilidad. Yo también soy un antihéroe. A mí no me interesan los oropeles, sino contar historias”. Historias que casi siempre transcurrían en las sombras más inquietantes. Porque Jacinto Molina, verdadero nombre de Paul Naschy —al que siempre recurrió para firmar sus realizaciones, en un vano intento de evitar el estigma que siempre obró sobre él—, amó tanto a las criaturas de la noche que hizo partícipes de su pasión a varias generaciones de cinéfilos de los más variados confines del planeta.

"Hijo de un peletero, Jacinto Molina nació en Madrid en 1934. Al igual que la de tantos amantes del cine, su pasión nació en las sesiones dominicales a las que asistía con su madre"

Piedra angular del fantaterror español, Waldemar Daninsky, el licántropo que incorporó por primera vez en La marca del hombre lobo (Enrique Eguiluz, 1967), fue aplaudido con idéntico entusiasmo en las pantallas francesas, alemanas o japonesas. Su filmografía mereció más de 60 distinciones nacionales e internacionales, y Quentin Tarantino, ardiente admirador y amigo de Naschy, no dudó en escribir en el epílogo a las memorias del cineasta español: “Paul se ha ganado su puesto en la historia del cine fantástico al lado de Poe, King, Karloff, Lugosi, Lovecraft, Stoker o Doyle”.

Hijo de un peletero, Jacinto Molina nació en Madrid en 1934. Al igual que la de tantos amantes del cine, su pasión nació en las sesiones dominicales a las que asistía con su madre. “La primera película de terror que vi era apta para todos los públicos, Blancanieves y los siete enanitos (W. Cottrell, D. Hand, W. Jackson, 1937). Tendría unos seis años. Me dio tanto miedo la bruja que me hice pis en los pantalones”, habría de recordar. Ello no fue óbice para que, ya magnetizado por el horror y gracias a uno de aquellos impagables porteros de los viejos cines madrileños, que dejaban entrar a los niños en las películas no aptas para menores, quedara prendado por las sombras. Fue en una proyección de Frankenstein y el hombre lobo (Roy William Neill, 1943), una de aquellas maravillosas mixturas de monstruos de la Universal.

"Llegó a ser campeón de España de halterofilia. De ahí su corpulencia. Pero el cine acabaría por pesar más en su vida"

Paralelamente, el pequeño Jacinto se iba iniciando en las tinieblas que le descubrían ciertas páginas: “Ya desde niño mis lecturas favoritas eran Poe, Bécquer, Le Fanu… Es una cuestión de afición, de devoción, de dedicación al género de terror que, por otra parte, considero igual de válido artísticamente que cualquier otro”.

Estudiante de bachillerato, comenzó a hacerse notar en la práctica de diversos deportes, destacando especialmente en el levantamiento de pesas. Llegó a ser campeón de España de halterofilia. De ahí su corpulencia. Pero el cine acabaría por pesar más en su vida. Su musculatura le hizo empezar a ser reclamado como figurante en algunos peplums. Interesado por la realización, no tardó en emplearse como auxiliar de dirección y como script de Pedro Lazaga, Manuel Mur Oti y Mariano Ozores.

"Decía Tarantino que al asistir a la proyección de La marca del hombre lobo creyó que el licántropo penaba su maldición en un bosque húngaro. Muy por el contrario, se trataba de la localidad madrileña de Talamanca del Jarama"

En 1968, después de ver cómo su primer guión, La marca del hombre lobo, había sido rechazado en varias productoras, Enrique Eguiluz, con quien ya había colaborado en Agonizando en el crimen (1967), decidió rodarlo. A partir de entonces, Naschy escribió todas las cintas de terror que interpretó, aunque las dirigieran otros realizadores. Esto dio pie a que los cinéfilos se preguntaran si el Waldemar de su licántropo era un tributo a Valdemar Young —que fuera uno de los grandes guionistas del género en la Universal— o al señor Valdemar de Poe. El propio cineasta, siempre afectuoso con sus admiradores, daría la respuesta, concluyendo que Waldemar Daninsky era su álter ego.

Decía Tarantino que al asistir a la proyección de La marca del hombre lobo creyó que el licántropo penaba su maldición en un bosque húngaro. Muy por el contrario, se trataba de la localidad madrileña de Talamanca del Jarama que, junto al castillo de Manzanares el Real, fue el ámbito más frecuente de Daninsky y del resto de las criaturas del fantaterror español.

"Víctima del secular prejuicio español ante la fantasía, no hay duda, fue mucho más apreciado en el extranjero"

Tras dos nuevas reencarnaciones de Waldemar —Las noches del hombre lobo (René Govar, 1968) y Los monstruos del terror (Hugo Fregonese y Tulio Demichelli, 1970)—, la edad de oro del género se puso en marcha con La noche de Walpurgis (León Klimosky, 1971). Para satisfacción de los amantes de la sesión continua y el programa doble se prolongaría hasta El retorno del hombre lobo (1981). El propio Molina fue su realizador. A partir de Inquisición (1976) había comenzado a producir y dirigir muchas de las cintas que interpretaba. “Estoy absolutamente convencido de que el fantástico español nace conmigo. Y esto no es egocentrismo. Es una realidad que está ahí”, declaró en 1994.

En efecto, además de a sus licántropos —incorporó a los últimos en Tomb of the Werewolf (Fred Olen Ray, 2004) y Un lobisomem na Amazónia (Iván Cardoso, 2005)—, Naschy recreó a otras abominaciones del género dotando a todas ellas de una psicología tan compleja como infrecuente. Así, fue el abrumado sacamantecas de Jack, el destripador de Londres (José Luis Madrid, 1971), el vampiro melancólico de El gran amor del conde Drácula y el tullido triste de El jorobado de la Morgue, ambas de 1972 y de Javier Aguirre.

"Apuntaba en su despedida: Mi aportación a la historia de nuestro cine puede que haya sido pequeña, pero existe"

Víctima del secular prejuicio español ante la fantasía, no hay duda, fue mucho más apreciado en el extranjero. Esta debió de ser la causa de la efímera aventura japonesa que emprendió a comienzos de los años 80, en la que, curiosamente, se dedicó a rodar documentales de temática española.

Protagonista inapelable de la reivindicación del fantaterror por las nuevas generaciones de cinéfilos a la que asistimos en los últimos años, las memorias del gran Paul Naschy —Cuando las luces se apagan (T&B Editores y Aisge)— aparecieron en 2008. Ya consciente de que en breve iría el encuentro de las sombras, apuntaba en su despedida: “Mi aportación a la historia de nuestro cine puede que haya sido pequeña, pero existe. Me quiero ir como llegué, de puntillas”.

Así fue. La Parca se lo llevó a finales de 2009. Desde entonces, el alma de su cine vaga en pena, en pueblos centroeuropeos donde los posaderos advierten sobre los peligros que entraña el castillo, en las encrucijadas de los caminos donde, tiempo atrás, se pudrieron los cuerpos de los ahorcados.

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