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Scholastique Mukasonga: «Me hice escritora porque hubo un genocidio en Ruanda»

Scholastique Mukasonga: «Me hice escritora porque hubo un genocidio en Ruanda»

Scholastique Mukasonga nació en Ruanda en 1956. En 1973 se vio forzada a exiliarse a Burundi debido a la persecución desencadenada contra los tutsis. Desde 1992 reside en Francia, donde ha publicado numerosas obras autobiográficas y de ficción. En 2021 recibió el premio Simone de Beauvoir por la Libertad de las Mujeres. Con su primera novela, Nuestra Señora del Nilo (que ha publicado recientemente la editorial Minúscula, con traducción de José Manuel Fajardo), obtuvo el premio Renaudot en 2012. En esta obra se muestra la vida de las alumnas de un colegio de élite a principios de los años 70 en Ruanda, en un ambiente de tensión creciente que anuncia el genocidio de 1994 de los hutus contra los tutsis.

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Su novela se desarrolla en un liceo de Ruanda llamado Nuestra Señora del Nilo. Al principio del libro, la madre superiora recibe a las nuevas estudiantes, y escribe usted: «Dio la bienvenida a todas las alumnas y particularmente a aquellas que entraban por primera vez en el liceo. Recordó que el liceo Nuestra Señora del Nilo estaba destinado a formar a la élite femenina del país, que las que tenían la suerte de estar ahí, delante de ella, debían convertirse en modelos para todas las mujeres de Ruanda: no solamente como buenas esposas, como buenas madres, sino también como buenas ciudadanas y buenas cristianas, pues lo uno no iba sin lo otro». ¿Hasta qué punto este liceo, de nombre ficticio, se parece al liceo en el que usted estudió?

"Éramos tutsis encerrados en ese lugar y nuestra promesa de futuro era que un día nos iban a exterminar"

—Casi en su totalidad me inspiré en mi experiencia en el liceo Nuestra Señora de Citeaux, de Kigali, salvo que los personajes son ficticios. Nuestra Señora de Citeaux era el liceo de la élite femenina del país. Las plazas de secundaria tenían una cuota del 10% reservada a los tutsis, y yo tuve la suerte excepcional de obtener una de esas plazas y de ir además a ese liceo de élite. Casi todo lo que cuento en el libro es verdad, pero la novela me permite una mayor libertad expresiva y enriquecer mi experiencia. Esta fue mi primera experiencia como novelista, porque mis libros anteriores son autobiografías, y no sabía cómo se escribían las novelas, pero era una experiencia que debía compartir. Era como un veneno que tenía que sacarme porque fue en ese liceo donde me enfrenté de verdad a la discriminación. Yo había vivido en Nyamata, que era una zona de deportación de los tutsis desde 1960, y antes del genocidio habíamos vivido varias masacres, pero ahí éramos todos de la misma condición. Éramos tutsis encerrados en ese lugar y nuestra promesa de futuro era que un día nos iban a exterminar. Pero en Nyamata, donde viví de niña y de adolescente, estaba protegida por los adultos. Eran nuestros padres los que se llevaban los palos, pero hacían lo posible para que tuviésemos una infancia normal. Y fue en Nuestra Señora de Citeaux donde me enfrento sola a la realidad desnuda de que yo soy una inyenzi, es decir, una cucaracha. Y esa experiencia no podía escribirla en forma de autobiografía. Había que encontrar otra forma de escritura, y fue la novela la que me salvó.

—Precisamente con ese término, Inyenzi, tituló su primer libro. ¿Recuerda aquel momento de su vida en que tomó conciencia de que pertenecía a un grupo de segunda categoría en su país?

—Yo nací el 20 de diciembre de 1956, y los primeros pogromos contra los tutsis se producen en 1959, así que tenía 3 años. Hay una imagen que me ha quedado grabada en la que estoy en el campo con mi madre, que está inclinada sobre su azada. Yo era la pequeña y mis hermanos estaban en la escuela primaria al otro lado del camino. De pronto oímos gritos y vemos humo por todo el platanar. Mi madre entonces tira la azada, me agarra y me carga a su espalda. Vamos corriendo a buscar a mis hermanos, y en el camino hay una multitud de tutsis desesperados y niños que lloran. Encontramos a mis hermanos y acabamos en la misión, porque Ruanda era un país muy cristianizado y todo sucedía alrededor de la misión católica, y en cada misión católica había una escuela primaria. Así que estábamos agrupados en las aulas, y era extraño, porque mis hermanos no iban a clase. Los niños jugaban y vivían en el patio, y todos dormíamos juntos como si fuésemos cabras. Y un buen día, no sé si fue en mitad de la noche, pero estaba oscuro en todo caso —piense que estos son los recuerdos de una niña—, vemos llegar unos camiones con los faros encendidos, lo cual era extraño, porque no estábamos acostumbrados a ver vehículos. Nos maltratan y nos dicen que entremos deprisa en los camiones. Estábamos amontonados como piedras que se llevan a una obra. No sé cuánto duró aquello, pero fue largo. Los niños y los bebés llorábamos. Teníamos sed. Atravesamos varias regiones con ríos y recuerdo la voz de mi padre gritando que parasen para dar agua a los niños. Pero dijeron que no. Y una tarde me veo en un patio grande, llena de polvo, porque nos descargaron, como le decía, como si fuésemos piedras. Me veo sentada con las piernas cruzadas y trato de ver, pero no veo nada, porque el polvo me ciega. Estoy tan conmocionada que ni siquiera lloro, no tengo reacción. No sé cuánto tiempo pasó, pero luego siento una mano que me toca, y es mi madre, que me toma en sus brazos. Después nos quedamos un tiempo en las aulas y nos daban de comer arroz, que es algo que no teníamos la costumbre de comer porque es un alimento para ricos que se cultiva en las regiones más alejadas y en las marismas. Después nos echaron a las barracas que había en la sabana, en medio de los elefantes y los leones. Era una zona en la que solo vivían animales, sin agua, sin nada. Nos echaron allí para que la naturaleza hiciera el trabajo sucio, porque en esas condiciones no se podía sobrevivir.

Pero sobrevivieron.

"Los tutsis deportados a Nyamata fuimos los primeros a los que llamaron cucarachas, a las que había que aplastar un día"

—Sí, por la ley de los grandes números y porque nuestros padres hicieron lo posible para que sobreviviéramos. Así que a su pregunta de cómo veía yo las cosas y el hecho de que nos llamasen cucarachas, le diré que yo nunca me vi como un ser humano con derecho a que se respetase su vida. El derecho a la vida nunca lo vi. Lo único que vi es la brutalidad. Cuando aprendo a oír y a ver, lo que oigo es que nos tienen que matar, así que yo viví cada día esperando la muerte. Los tutsis deportados a Nyamata —porque muchos otros se refugiaron en países vecinos y unos pocos se quedaron en el interior del país—– fuimos los primeros a los que llamaron cucarachas, a las que había que aplastar un día. Así que yo crecí con esa apelación, que era como una identidad, y que se afirmó aún más cuando fui al liceo de Nuestra Señora de Citeaux, en Kigali, porque Nyamata estaba separada del país por el río Nyabarongo, que, al parecer, desemboca en el Nilo. Y por eso echaban los cadáveres de los tutsis al Nyabarongo, para que se los llevase al país de donde se decía que venían los tutsis, a Egipto. Había un puesto de control a la ida y a la vuelta del liceo, y los aduaneros y los militares nos hacían comprender que no éramos humanos, que éramos cucarachas y que un día nos echarían al Nyabarongo.

La novela transcurre en la época anterior al golpe de Estado de Juvénal Habyarimana de 1973, dos décadas antes del genocidio contra los tutsis de 1994. ¿Por qué situó la acción en esa época? 

—El libro se sitúa en los años 70 porque es la época en la que estuve en el liceo de Nuestra Señora de Citeaux, en Kigali. En 1973 acabé el liceo y entré en la escuela de asistencia social de Butare, y justo ese año es cuando se produce definitivamente la caza del tutsi, de todos los intelectuales tutsis. En 1973 es cuando se empieza a preparar de verdad el genocidio. Es cuando dicen: «La cuota del 10% no funciona. Eso era una idea de los belgas. No queremos tutsis en las escuelas ni en la administración. Hay que expulsarlos, hay que matarlos». Y fue así como un buen día, estando yo en clase, oí ruidos y vi a varias tutsis que corrían y que gritaban: «¡Mukasonga, Mukasonga!». Nosotras vivíamos siempre en estado de alerta. Así que salí y, no sé cómo, logré saltar por encima de la alambrada que rodeaba la escuela, llegué a la escuela protestante en la que enseñaba mi hermana mayor y acabé en el maletero del coche de un diputado que estaba casado con una compañera tutsi de mi hermana. Me llevaron a Kigali y de allí el cura de Nyamata me llevó a Nyamata. Al llegar a mi casa, mis padres me dijeron: «Esto se ha acabado. Si no quieren a los tutsis en las escuelas ni en la administración, ya no tenemos oportunidades. Tú debes marcharte. Hablas francés y tienes un pasaporte internacional. Burundi no está lejos. Tienes que irte de noche. Cuidado con los hoyos de los elefantes y con los leones. Búscate la vida, pero tienes que llegar a Burundi. Tienes que vivir y ser nuestra memoria para cuando nos llegue la muerte». Por eso la acción del libro se sitúa entre 1970 y 1973, porque fue en 1970 o en 1969 cuando entré al liceo de Nuestra Señora de Citeaux, en Kigali, y en 1973 cuando entré en la escuela de asistencia social de Butare, y es justamente en esa época cuando quería situar la acción de Nuestra Señora del Nilo. Toda la acción debía desarrollarse en el liceo porque fue en el liceo de Nuestra Señora de Citeaux donde conocí de verdad la discriminación.

Pero, como me ha contado antes, la discriminación ya la había conocido.

—Sí, pero no en la soledad, no en el aislamiento.

¿Cómo era su relación con sus compañeras hutus?

"La tarjeta de identidad étnica fue lo que permitió matar a los tutsis"

—En Butare no estuvo mal porque empezamos a descubrir una cierta forma de libertad, pero claro, eso fue hasta el día en que dieron la orden de matarnos. Mis propias compañeras querían matarme. Estábamos sentadas todas juntas y de repente tuve que huir de ellas. Pero el verdadero odio y la humillación los viví en Nuestra Señora de Citeaux. Ahí yo era la vergüenza del liceo porque, de entrada, estaba usurpando una plaza que debía ser para una hutu. Hay una escena del libro en que Virginia se cruza con Veronica y le pregunta: “¿Por qué te vas? ¿No comes?”. Y Veronica le responde: “No, Gloriosa no quiere comer con nosotras, con las tutsis”. Eso es algo que yo vivía todo el tiempo. Tenía que comer al final, cuando ya no quedaba nada en… Iba a decir en la basura, porque en el plato no había nada. Pero tenía que hacer como que comía, no podía quejarme. Durante mucho tiempo, aquí en Francia, mis compañeros se sorprendían de ver que no comía a mediodía, pero mi estómago se había acostumbrado a no tener hambre. Como le decía, yo ya había vivido la brutalidad y las masacres en Nyamata, pero era algo compartido, mientras que en aquel liceo estaba sola. En la novela lo dulcifiqué para que Virginia tuviese a Veronica, pero en mi promoción yo era la única tutsi y estaba sola en la mesa. Hoy, como se ha erradicado la tarjeta de identidad étnica, nadie puede decir si alguien es tutsi o hutu. Es imposible. La tarjeta de identidad étnica fue lo que permitió matar a los tutsis. Y como a mí me habían catalogado como tutsi, no tenía derecho a mirar a las otras a los ojos, como le estoy mirando ahora a usted, porque tenía ojos de cucaracha. Así que fue en ese liceo donde conocí la verdadera discriminación.

Escribe usted: «Porque había dos razas en Ruanda. O tres. Lo habían dicho los blancos, eran ellos quienes lo habían descubierto. Lo habían escrito en sus libros. Unos sabios que habían venido expresamente para eso, para medir todos los cráneos. Sus conclusiones eran irrefutables. Dos razas: hutu / tutsi; bantú / hamita. De la tercera ni merecía la pena hablar». ¿Fueron los europeos los responsables primigenios del odio de los hutus a los tutsis?

—Sí, absolutamente. Si no hubiesen hecho lo que jamás se debió hacer, nunca se habría producido el genocidio. Los responsables del genocidio no son los que empuñaron el machete. Sin ninguna duda son culpables, verdaderamente culpables. Eran adultos, sabían lo que hacían y jamás debieron matar a sus amigos, a sus hermanos y a sus vecinos, pero el origen del genocidio viene de aquella división. En Ruanda no se puede hablar de etnias porque somos un país muy pequeño, de 26.000 kilómetros cuadrados. Puede dar la vuelta a Ruanda en un día. Todos hablan la misma lengua, el kinyarwanda, y todos viven juntos. No hay regiones hutus y regiones tutsis. Nyamata fue una región de deportación que se creó de forma artificial. Tampoco hay una cultura hutu y una cultura tutsi. Todo el mundo tiene la misma cultura, con los mismos cuentos, los mismos bailes, las mismas canciones y los mismos rituales.

¿Cómo se produjo entonces la división?

"En este país hay hutus, pero no porque sean físicamente hutus ni porque hayan nacido hutus. Son hutus porque realizan la función de cultivar la tierra"

—Ruanda fue colonizada primero por los alemanes, que llegan en 1900 y se marchan con la Primera Guerra Mundial, en 1916. Son entonces sustituidos por los belgas, que se quedan hasta la independencia, en 1962. Y cuando los europeos llegan a Ruanda se quedan impresionados porque ven un pueblo con una civilización, con un poder central, que es un rey al que todo el mundo obedece, que funciona, y con tres categorías de población con actividades profesionales diferentes, pero que no son fijas. En este país hay hutus, pero no porque sean físicamente hutus ni porque hayan nacido hutus. Son hutus porque realizan la función de cultivar la tierra. Esa es su actividad principal, y en ese momento se llaman hutus como llamamos «médicos» a los que curan. Luego están los tutsis, que son ganaderos, se ocupan de las vacas. Esa es su actividad principal. Yo vivo en Normandía y veo las vacas en los prados, y el normando no tiene que seguir a la vaca todo el día. Pero en Ruanda, que es un país muy pequeño y donde se vive de lo que se cultiva, la mayor parte de las tierras están cultivadas, y el tutsi tiene que buscarse la vida para encontrar hierba para que sus vacas puedan pastar. Así que el tutsi no puede cultivar la tierra porque vive pegado a sus vacas y tiene que ocuparse de ellas. Y por último están los batwa, que son alfareros. En el pasado, también eran cazadores además de artesanos. Estos no cambiaban de actividad, pero los hutus y los tutsis sí que podían cambiar. Se decía que para ser tutsi hacía falta tener doce vacas, así que si un hutu conseguía doce vacas y dejaba de cultivar la tierra, se convertía en tutsi. Y si un tutsi perdía sus vacas, o si estaba cansado de seguirlas todo el día bajo la lluvia, y tomaba la azada y se ponía a cultivar la tierra, se convertía en un hutu. Esto fue así hasta 1931.

¿Qué pasó en 1931?

—Que los belgas dicen: “Esto no funciona. Son diferentes. Hay algunos más inteligentes que otros. Hay que distinguirlos”. Cuando ellos llegaron, los que estaban al frente del país eran tutsis, ya que el rey pertenecía a la categoría de los tutsis porque se consideraba propietario de todas las vacas de Ruanda. Los tutsis tenían las vacas en usufructo, pero en último término pertenecían al rey y podía reclamar aquellas que le gustaban. Este rey no era un ruandés cualquiera, porque se decía que había sido nombrado por el dios de Ruanda y que nacía con un puño cerrado que contenía todas las semillas de Ruanda, entre ellas el sorgo, que representa la vida en Ruanda. Así que se creó una especie de casta real en la que se casaban entre ellos, y eran muy altos. Algunos medían dos metros. Y entonces se confundió este pequeño puñado de tutsis de familia real con todos los tutsis y se pensó que todos ellos eran más inteligentes y más capaces de gobernar un país. En esa época, en el interior del país había grandes jefes hutus sobre los que el rey no tenía autoridad, eran autónomos. Estos jefes fueron desposeídos de su poder y de sus territorios, y se concentró el poder en las manos de un pequeño núcleo de tutsis que fueron los encargados de transmitir en el campo las órdenes de los europeos. Así que no eran los colonizadores alemanes o belgas los que iban al campo, sino este grupo de tutsis, y para los campesinos estos tutsis son los verdaderos colonizadores, los que recaudan los impuestos y los que imponen el orden europeo. Y en 1931 esta distinción se consolida definitivamente con la tarjeta de identidad étnica. Ahí se establece que los que en ese momento tienen vacas son tutsis y que eso se transmitirá de padre a hijo, porque es el padre el que transmite la etnia. Y los que en ese momento cultivan la tierra serán hutus también de padre a hijo. En ese afán diferenciador se llega al extremo de creer, como hace el personaje del señor Fontenaille, que los tutsis no son negros de verdad porque son inteligentes, y un negro no puede ser inteligente. Y se empieza a fabular con que los tutsis vienen de otro lugar, que eran pastores que seguían al ganado y que llegaron a Ruanda y colonizaron a los hutus.

Hay un momento del libro en que Virginia, al volver de un encuentro con el señor Fontenaille, le dice a Veronica: «Pero también me he enterado de que los tutsis no somos humanos: aquí, somos inyenzi, cucarachas, serpientes, animales dañinos; donde los blancos somos los héroes de sus leyendas».

—Sí, y esa división extrema, ese abismo, se crea a partir de 1931, y sobre esa base a los tutsis se les dan los puestos importantes. Bueno, en realidad, a un puñado de tutsis, porque los tutsis del campo, como mis padres, vivían como los hutus, cultivando la tierra.

Hay un personaje europeo, el padre Pintard, que dice: «Cuando llegué a Ruanda, pronto hará cuarenta años de eso, tanto los obispos como los belgas solo estaban encaprichados de los tutsis. […] Y luego, los belgas y los obispos cambiaron de chaqueta y se encapricharon de los hutus, los bravos campesinos demócratas, las humildes ovejas del Señor». ¿En qué momento los belgas se cambiaron de bando?

"En 1959 ya se había puesto en marcha la máquina, porque un genocidio lleva mucho tiempo de preparación"

—En los años 50 los países africanos reclaman la independencia, y entre ellos Ruanda. Esto preocupó mucho a los colonizadores, porque pensaron: «Puede que en los otros países de África esto lleve su tiempo y al final no se produzca, pero cuidado con Ruanda, porque esta gente piensa. Son capaces de expulsarnos y de proclamar la independencia. Así que vamos a buscar a los hutus, que no saben pensar». Pero este cambio de bando, que se produce en noviembre de 1959, se produce de manera sangrienta. Yo tenía parientes en el sudeste y toda aquella familia fue exterminada ese año. Mi madre decía que el río Rukarara, a cuya orilla nací, estaba rojo de sangre. En 1959 ya se había puesto en marcha la máquina, porque un genocidio lleva mucho tiempo de preparación. Yo no escribo, ni siquiera en mis primeros libros, sobre el genocidio de 1994. Escribo sobre la fabricación del genocidio, que duró tres décadas, y que yo viví desde que tenía tres años.

—El personaje del padre Herménégilde es uno de los que más alientan la violencia contra los tutsis, como ya se ve en su discurso de bienvenida a las nuevas alumnas: «Les pedía a ellas, hermosas muchachas llenas de promesas, que lo escuchaban y que se convertirían un día en grandes damas, que recordaran siempre la raza a la que pertenecían, raza que era la mayoritaria y única autóctona». ¿Cuál fue el papel de la Iglesia en el conflicto entre hutus y tutsis en Ruanda?

—En la Iglesia había una hipocresía total, porque por un lado decían «estamos aquí para enseñaros el amor al prójimo, a ayudaros mutuamente, a ser ovejas de Dios», y por el otro lado se llevaba a cabo una política extremista. Cuando a mí me dejaban de lado en el liceo, por ejemplo, era algo que se veía y nadie decía nada. Y el personaje de Gloriosa no estaba en el liceo para ir a clase, sino para preparar la caza del tutsi. Así que el padre Herménégilde representa esa hipocresía reinante. En algún lugar bajo el hábito estaba el machete. Además, gran parte de las masacres se cometieron en las iglesias. En mi iglesia de Nyamata, que hoy se ha convertido en un memorial, aún se ven las marcas. Los asesinos iban a matar con un rosario colgado del cuello. Iban primero a misa para rogar a Dios que les ayudase en lo que ellos llamaban “el trabajo”. Todo el liceo de Nuestra Señora del Nilo, con el padre Herménégilde, es un microcosmos de lo que iba a suceder en 1994.

—Hay un dato escalofriante en su biografía, y es que 37 miembros de su familia fueron exterminados durante el genocidio. ¿Puede una reconciliarse con su país cuando toda su familia ha sido asesinada?

"No se puede construir un país sin los ruandeses, necesitábamos a todos los ruandeses. Por eso pedimos la reconciliación"

Reconciliarse es la palabra adecuada. Si usted me dice perdonar, ahí no tengo respuesta, pero reconciliarse sí. De hecho, fuimos los supervivientes los que pedimos la reconciliación. ¿Y por qué? Porque la dimensión del drama es tan colosal… Caímos más bajo que bajo. Puede haber odio en tu corazón si te queda algo, pero aquí ya no quedaba nada. El odio nunca se apoderó de nosotros y, desde el momento en que terminó el genocidio pensamos en dos cosas. Lo primero de todo, en nuestros hijos. Teníamos que hacer lo posible para que no viviesen lo que habíamos vivido nosotros. Y también pensamos que había que salvar Ruanda. Teníamos que reconstruirnos los humanos y después reconstruir el país. Siempre se ha dicho que los tutsis éramos tan solo un 15%, y tras un millón de muertos, ¿qué porcentaje queda? No se puede construir un país sin los ruandeses, necesitábamos a todos los ruandeses. Por eso pedimos la reconciliación, y le aseguro que no la habríamos conseguido si no hubiésemos tenido la suerte de hablar la misma lengua y si no hubiésemos acudido a nuestros tribunales tradicionales, que llamamos gacaca, que son tribunales en la pradera, bajo un árbol. En estos tribunales, cuando había conflictos entre vecinos, el sabio del pueblo reunía a los oponentes, cada uno expresaba sus quejas y tenían que reconciliarse con una jarra de cerveza, por ejemplo. Acudimos a esos tribunales, que daban la palabra a la víctima y al verdugo, para que el diálogo concluyese con que debíamos volver a vivir juntos. Le he dicho antes que nunca ha habido regiones hutus ni regiones tutsis. Esto fue un genocidio entre vecinos. El hutu vivía al lado del tutsi. Al día siguiente del genocidio, la víctima y el verdugo seguían siendo vecinos, y había que encontrar una forma de vivir juntos. Así que le digo sí a la reconciliación.

Scholastique Mukasonga con las actrices de la película Nuestra Señora del Nilo

Cuando Virginia se ve obligada a huir, dice: «Regresaré cuando el sol brille de nuevo sobre nuestra Ruanda». ¿Cuando volvió usted a Ruanda? 

"En vez de medir el tiempo que transcurría para volver a casa, medía la fuerza que iba ganando. Toda mi familia de Nyamata fue exterminada."

—Volví en 2004, pero no se fije en el tiempo que transcurrió entre el final del genocidio y mi regreso a Ruanda. Yo no vi pasar el tiempo. No conté los días, ni los años, ni las eras. Me miraba a mí misma y me palpaba. En vez de medir el tiempo que transcurría para volver a casa medía la fuerza que iba ganando. Toda mi familia de Nyamata fue exterminada. Pero no solo mi familia; también los lugares. No quedaba rastro ni del pequeño sendero que iba en dirección a mi casa. Nada. Tan solo la maleza. Sabía que no podía precipitar mi regreso a Nyamata porque me habría vuelto loca. Pero tenía la misión de ser la memoria de los que se habían ido, y no podía fallar. Tuve que esperar a sentirme lo suficientemente fuerte para volver a Ruanda diez años después. Y fue ahí, en Nyamata, donde me enfrenté a la realidad desnuda de la destrucción, de la exterminación en ese país, en ese pueblo en el que había crecido. Ni siquiera había ido nadie a vivir allí, porque era la zona de deportación de los tutsis. Vi la sabana desaforada y vi también la dimensión del valor de mi memoria. Así que me puse a escribir sobre todo lo que veía porque tenía miedo de que mi memoria se borrase de un momento a otro. Volví rápido de Ruanda en 2004, pasé a limpio todo lo que tenía y compuse un texto digno de presentarlo a las editoriales. En esa época no me preguntaba si me lo publicarían o no. Tan solo me dije: «Mi manuscrito está listo». Y tuve la suerte de que Gallimard me lo publicase.

En otro pasaje del libro, un personaje dice: «Quizá un día haya una Ruanda sin hutus ni tutsis». ¿Es hoy Ruanda un país sin hutus ni tutsis?

—Sí, los ruandeses están dedicados a construir Ruanda. Yo no hay tarjeta de identidad étnica. En Kigali, la capital, nadie pierde el tiempo preguntándose si este o aquel es hutu o tutsi. En el campo sí que se sabe quién era quién porque solo han pasado 30 años, pero los niños, en la escuela, aprenden la historia de Ruanda y del genocidio, y se forma a los profesores para que usen las palabras adecuadas para enseñarles esta historia a los niños, que están sentados juntos. No es el paraíso en la tierra, claro está, pero hoy la gente tiene la dignidad y el orgullo de tener un país, de ser ruandeses.

—Ha mencionado antes que la lengua de Ruanda es el kinyarwanda. ¿Por qué decidió escribir en francés y cómo es el proceso de escribir en una lengua que no es su lengua materna?

—Es una buena pregunta, y le responderé que escribo en las dos lenguas. Y usted me dirá: «¿Ah, sí? Pues no he leído nada en…». Pero sí, hay algunas palabras en kinyarwanda dentro del libro. Las habrá visto usted.

Sí, es cierto.

"Mi pensamiento se organiza en la cabeza en kinyarwanda, pero al transcribirlo al papel lo hago en francés"

—Esas son palabras que no podía traducir en francés porque no encontraba la definición correcta, así que las dejé así. Como estaba un poco preocupada por este libro, porque era mi primera novela, les pregunté a los de Gallimard si no les molestaban las palabras que había dejado en kinyarwanda, y la respuesta de mi editor fue magnífica porque me dijo: «Pero Scholastique, somos lo bastante inteligentes para comprender que si has dejado esas palabras es porque nutren al libro, como la leche materna nutre al bebé». En cualquier caso, mi pensamiento se organiza en la cabeza en kinyarwanda, pero al transcribirlo al papel lo hago en francés, por dos razones. La primera es porque el francés es una lengua que domino perfectamente (risas). No en vano me formé en el colegio de la élite femenina de Kigali y, como habrá usted leído en el libro, la única lengua autorizada era el francés.

Sí, la directora, al inicio del curso, les dice a las alumnas: «Una vez franqueado el portón del liceo, la única lengua autorizada era el francés, salvo evidentemente en los cursos de lengua kinyarwanda y solamente durante lo que duraba la clase, no fuera de ella».

—Exacto, el kinyarwanda no podía salir de allí. Teníamos incluso miedo de soñar por la noche, por si lo hacíamos en kinyarwanda. Si te pillaban hablando en kinyarwanda te expulsaban. Y a mí la primera. Tenía que andarme con mucho cuidado para que no me expulsasen, porque además esa plaza no era solo mía: era también de todas las que se habían quedado en el pueblo y que tal vez eran más inteligentes que yo. Así que el francés se quedó grabado en nuestro cerebro. Nos volvimos francófonas para no ser expulsadas. Y ahora yo vivo en Francia y solo hablo francés, sueño en francés, camino en francés, miro en francés, así que es una lengua que domino tanto como el kinyarwanda.

¿Y cuál es la segunda razón para escribir en francés?

—La segunda razón es que escribo sobre el genocidio, y esta historia no es solo mía ni de los ruandeses. Es una historia que concierne a la comunidad internacional. Por eso tengo que escribir en una lengua que pueda llegar a un gran número de personas, y esa lengua es el francés.

Su novela fue adaptada al cine por Atiq Rahimi en 2019 y obtuvo el Oso de Cristal en la Berlinale. ¿Qué opina de esta adaptación?

"Me gustó la película porque las actrices son jóvenes ruandesas que nunca antes habían actuado, lo cual le da autenticidad a la película"

—Hay personajes que me decepcionaron, como el del señor Fontenaille, y así se lo dije a Pascal Greggory, que es el actor que lo interpreta, porque hace que el personaje parezca demasiado bueno, cuando es el que trae esa división que nos condujo al genocidio. Pero, en general, me gustó la película porque las actrices son jóvenes ruandesas que nunca antes habían actuado, lo cual le da autenticidad a la película, y también por los paisajes, por la belleza de Ruanda que se muestra. Porque Ruanda no puede ser solo genocidio. Es una película bonita.

Yo creo que el libro es mucho mejor que la película.

(Risas) Bueno, no quería parecer Marguerite Duras, que estaba siempre insatisfecha, pero sí que hay otros personajes, como el padre de Gloriosa, que es un extremista, y aquí es un idiota, un torpe. O el novio de Frida, Jean-Baptiste Balimba, que es un dandy que debería llevar un traje de tres piezas y aquí han puesto a un seminarista. Es ridículo. Pero también hay personajes fuertes que me gustan mucho, como Virginia y Veronica. Gloriosa también está muy bien. Es una Gloriosa como las que yo conocí: retorcida, siempre buscando hacer el mal.

Gloriosa, Virginia, Veronica, Frida… Llama la atención los nombres de los personajes. No parecen nombres muy franceses. Parecen más bien italianos o españoles.

—Son nombres italianos por influencia de los muchos misioneros italianos que había en el país.

Los personajes tienen dos nombres: el nombre cristiano y el nombre kinyarwanda. Como dice Virginia: «Me llamo Virginia, pero mi verdadero nombre es Mutamuriza. […] los blancos nos han dado siempre los nombres que han querido. Después de todo, el de Virginia tampoco lo escogió mi padre». En varias ocasiones, los personajes recuerdan su nombre kinyarwanda porque deben hacer honor al significado de ese nombre. ¿Qué significa Mukasonga, su nombre kinyarwanda?

"Me pregunto si mi madre presentía que yo sería, junto con mi hermano André, la única superviviente de la familia y que sería la guardiana de su memoria"

—En la tradición ruandesa, las hijas no siempre son bienvenidas, a excepción de la mayor, que es la que asistirá a la madre cuando nazcan los siguientes hijos, y la pequeña, que será el báculo de la vejez de sus padres. Yo fui la tercera hija y mi padre no estaba nada contento. En Ruanda es el padre el que da el nombre al niño, el verdadero nombre, como dice Virginia. Mukasonga viene del verbo gusonga, que significa rematar, dar el golpe de gracia. Lo cual significaría que mi padre expresaba su decepción por tener de nuevo una hija, y mi nombre podría traducirse como: “¡Otra vez una hija!”. Era como un reproche a mi madre por darle únicamente hijas ya que, evidentemente, ella era la única responsable. Afortunadamente, Songa también significa cima, punto culminante, y de este modo mi nacimiento habría colmado los deseos de mi padre. Por supuesto, mi madre defendía esta interpretación y me decía: “Todos mis hijos son mis hijos, pero tú eres algo más que una hija. He tenido la suerte de traerte al mundo.” Me pregunto si mi madre presentía que yo sería, junto con mi hermano André, la única superviviente de la familia y que sería la guardiana de su memoria.

¿Por qué escribe usted?

—¿Acaso tengo elección? ¿Cómo habría podido ser la guardiana de la memoria si no hubiese escrito?  Yo no elegí escribir y, sin embargo, no lamento haberlo hecho. Cuando se produjo el genocidio en 1994 y me di cuenta de que 20 años antes, en 1973, mi padre me había dicho que yo sería la guardiana de la memoria, me dije: «¿Pero cómo voy a poder hacerlo ? La memoria se me va a borrar de la cabeza. Tan solo me queda escribir». Me hice escritora porque hubo un genocidio en Ruanda. Y después probé la novela, Nuestra Señora del Nilo, y fue muy reconfortante crear personajes que hablan y que se convierten en mis amigos, en mis compañeros de cada día. Al principio escribí porque no tenía otra opción. No sabía si podría convertirme en escritora, pero si ahora usted me dice: «No escriba más», eso no es posible. Se ha convertido en mi vida y hasta el final de mi vida escribiré. Y le diré algo más. Al escribir no solo salvé la memoria, sino que es la mejor terapia. No hay ninguna otra. Al principio, los supervivientes del genocidio, tras una tragedia de aquella dimensión, no podían hablar. Así que tus confidentes son la hoja en blanco y tu bolígrafo, que no te hacen preguntas. Y escribes. En silencio. Y cuando terminas de escribir, puedes empezar a hablar. Usted me ha hecho preguntas porque yo he escrito. Se escribe para recuperar la palabra.

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