Inicio > Poesía > Selección de poemas de Voces. Único hueso imposible de quemar, de Rafael Falcón y Ágata Navalón

Selección de poemas de Voces. Único hueso imposible de quemar, de Rafael Falcón y Ágata Navalón

Selección de poemas de Voces. Único hueso imposible de quemar, de Rafael Falcón y Ágata Navalón

En ocasiones se dan los cisnes negros. Algo sucede y nos abismamos. Desaparece el suelo bajo nuestros pies y las nubes de sentido. La escritura se desenvuelve aquí para hacer cristalizar una experiencia compleja y pensarla. Se convocan múltiples voces que entran en diálogo, como los vientos de una Big Band, para desplazarnos allí donde la muerte, el miedo, el amor, la soledad, la fe, la libertad y el cuerpo puedan ser pensados. No es siempre fácil distinguir dónde acaba una voz y comienza otra. A ratos dialogan y otras se confunden, se conectan, se multiplican y hacen eco para resonar como un todo. El acceso a este universo de voces y el recorrido para escucharlas lo dejamos en vuestras manos. También este libro busca ser un cisne negro. Se escribió durante dos años tras decenas de entrevistas a los supervivientes de una pandemia.

Zenda comparte una selección de poemas de Voces. Único hueso imposible de quemar, de Rafael Falcón y Ágata Navalón.

***

Reparto.

Voz Una. Ágata Navalón.

Voz dos.  Rafael Falcón

V

memento mori

quinto diálogo

Mi madre sabía la oración -nos sigue contando- y, según ella, tengo gracia. Muchas veces  veo cosas que van a pasar. Y pasan. Mi madre era igual, veía lo que otros no veían. Una vez estaba en su tienda, se paró en seco frente a los clientes y dijo en voz alta: ‘mi hombre se ha caído y se ha roto una pierna’. Y así fue. Mi padre acababa de tener un accidente en la estación de tren con su carromoto.

Éramos dos en el vientre de mi madre. Cuando yo salí, la comadrona se fue. Mi madre, sudando conmigo en sus brazos, le dijo, ‘¿dónde vas Carmen?’ La mujer se volvió, ‘me voy a mi casa, que ya está bien’. Pero mi madre sabía que venía otro. Se lo gritó. Pero ya se había ido. Así que mi hermano nació muerto, asfixiado.

Pues sí, aquí lo hemos pasado fatal, aquí hemos pasado unos meses de males, porque cada media hora teníamos  un muerto en la puerta, y luego los familiares que no podías tampoco atenderlos. Morían, por ejemplo, a las 9 de la mañana y a las doce ya estaban enterrados. Ni podían despedirse de ellos, ni verlos, ni nada. Los sacaban de allí y los traían a la puerta.

Incluso ha habido dos matrimonios enteros. La primera semana el primero, con una diferencia de tres días. Estaban en la residencia. Y eso es muy duro para las familias. Para nosotros igual, porque cada media hora un muerto en la puerta. Los albañiles, yo, todo el mundo, trabajando sin parar, y con mucho miedo también, por los demás, porque sí, es cierto que nos decía la funeraria que venían desinfectados y todo eso, pero es que no sabemos, es que aún no sabemos. Mi hija y mis nietos vivían conmigo. En marzo tuvimos 24  muertos, en abril 22, en mayo ya 9, y es que este año hemos tenido 115 muertos, cuando la media es 70, pero este año 115, más los que se han incinerado, porque hay muchas incineraciones y los reparte por ahí la gente, no nos los traen al cementerio. Una vez llegué y había cinco en la puerta. Y venga corriendo con cuerdas de aquí para allá. Eso es un sufrimiento. Además, el equipo (EPI) vino después, pero a lo primero sin equipo ninguno.

voz dos

Y siempre a las afueras. Todo parece arrastrado a las afueras.

El camino al cementerio desde el pueblo -allí por donde pasa la muerte, aún no mutilada, para no regresar- sólo es ancho y recto en el trayecto de ida. El hombre demediado escucha el ruido de los motores de los coches fúnebres, pero quiere silencio, necesita el silencio. Los ataúdes se multiplican a la entrada. Los vehículos van y vienen levantando polvo a su paso. Detrás, en el interior de sus armazones metálicos, tan callando, cuerpos aún calientes en sudarios herméticamente cerrados dentro de féretros de cerezo, nogal, caoba, que serán carcomidos por el tiempo, que todo lo puede. No tuvieron ocasión de despedirse. A las afueras el cementerio. A las afueras la muerte. Y que no regrese, no nos tambalee. Si algo pudiera contener la suficiente fuerza como para sacudirnos, construyamos un silencio ancho para depositarlo o hagámosle un hueco a las afueras.

El hombre demediado, el camposantero, no tiene miedo a la muerte. La conoce desde siempre. Tal vez mire ahora los féretros, que esperan su turno, y no pueda evitar imaginar los cuerpos y sus rostros (los conoce a casi todos) aún con vida, diciendo sus últimas palabras, siendo acariciados por última vez. Ve cosas. Siempre pudo hacerlo. Nació con gracia el camposantero. Como su madre. Como le hubiera sucedido a su hermano gemelo si hubiera nacido con vida. Pero nació muerto. Por eso él es la mitad de algo que sólo le pertenece como ausencia. El camposantero nació demediado. Pero todo está escrito, como también lo estaba que su hermano se asfixiara. La madre sabía que encerraba dentro dos almas acuosas y gritó hasta desgarrarse cuando vio que la matrona la abandonaba en la alcoba con un hijo sobre su pecho y otro en las entrañas. ‘¡que viene otro!’, repetía la mujer con gracia. pero la matrona, maldita desde entonces, ya no estaba para sacarlo. Tenía que nacer muerta una de las almas, tenía que suceder el olvido, la culpa, el silencio, la grieta, porque todo está escrito. Su mitad no nacida es un susurro que le recuerda siempre que todo está escrito. Por eso, aunque esté escrito el fin del mundo, no tiene miedo. Lo sabe él. Lo sabía su madre, que está enterrada en este mismo cementerio, que no descansa desde hace semanas. Lo que es de la tierra debe volver a la tierra. La mujer, que parió un hijo muerto, se fue como una virgen, iluminada, nada te turbe, dios no se muda. Sabía lo que venía, porque todo está escrito. Y sonrió. Su madre.

Lo que es arrastrado y arrumbado a las afueras, fantasmas en la noche, encuentra siempre senderos de regreso, no importa si a lomos de un ladrido de perro, de la lluvia dibujada en los tejados, de un vértigo de niebla, de algún cuerpo deshabitado. Sabe también eso el camposantero, como piensa que es ficción la frontera entre lo muerto y lo vivo. Mira a lo lejos el pueblo antes de dar el último paseo por el cementerio, antes de regresar al mundo de los vivos, encerrados todos entre cuatro paredes. Sabe que no habrá mañana para muchos y que regresarán los coches levantando polvo. Ha rescatado una Santa Gema de uno de los cubos de basura. Antes de cerrar la oficina le quitará el polvo y le encontrará un sitio en el altar, que crece sin demasiada armonía entre santos y cirios, iluminado a esta hora por los últimos rayos de sol, que se cuelan por entre las lamas de madera de las persianas.

Él sabe, siempre lo supo, que no hay nada que hacer, que todo lo que se arrastra a las afueras encuentra el camino de regreso y que alguien le espera del otro lado desde que nació. Siempre se supo un hombre demediado.

Pasan cosas, dice el camposantero. Aquí pasan cosas.

Y  siempre a las afueras.

Voz una

Tocó ligeramente la yema de los dedos del otro.

Había agua bajo un armazón de piel y grito.

Dentro.                                 Fuera.

La mujer aguantaba almas acuosas.

Testigos terrestres, un ojo en el agujero,

un puño, un muro terroso, poroso, llorando.

Y él solo quería agarrar la mano en mitad de la demolición,

adentrarse en un relieve sin palabras entre pliegues de ondas.

La consumación amniótica no sucedió.

Arrancado de su mitad, respiró aire limpio de pueblo horizontal.

Voz una

A las afueras quedan las mujeres de rojo,

gordas, sentadas en el canal en torno al  hombre viejo,

con su grieta abierta que es un río encerrado entre piedras calizas,

ellas son tierra caliza que aguanta el líquido,

el líquido de los otros.

A las afueras queda el edificio abandonado  y el ferrocarril con sus vías robadas y un        cambio de rasante

que impide ver con claridad quién queda,

porque parece que nadie queda ,

dudas entre el horizonte ,el perfil de la casa  y el ruido de la carretera que antes no llegaba.

A las afueras quedan las ciclistas,

arropadas por un carmín rebelde, un casco, el chirriar de las ruedas y los perros y los caballos que estuvieron.

 

Estuvieron antes a las afueras,los mirabas, eran perros y caballos,

dos asnos,

una mula y el caer de cada día ante el número de días que cuentas de nuevo,

70 de nuevo

20, de nuevo,

50.

A las afueras queda la cebada seca,

el sol,

el paso de los hombres ajenos en silencio por encima

de la cebada ,

de las palabras, de los muertos, de los niños con bicicleta, de esa mujer que corre y de ellos que se aman callados a las afueras.

A las afueras, queda ese silencio de hombre que barre la muerte

o de dos cuerpos viejos ,mirando una caída de luz.

 

Las afueras acogen al hombre que llegó primero.

Las afueras abrazan a la mujer que llegó después.

Dicen que llovía y aún llueve si lo vuelven a contar.

 

A las afueras quedan los huesos.

No separes el hueso, sus huesos.

 

Los huesos que no deben ser separados, ni los caldos calientes no reparadores.

No separes el hueso, sus huesos.

No creas en la ceniza del hueso.

A las afueras sabemos que somos un único hueso imposible de quemar.

voz dos

A las afueras los brazos de una higuera

atraviesan las paredes del hotel abandonado,

mientras las manos sucias de una niña dibuja

mundos posibles sobre su piel plateada.

El viento sopla dentro de mí, se dice la niña,

que ya se sabe a las afueras.

 

En zona catastrófica no declarada, el tejado necesita de puntales improvisados de madera,

igual que los viejos motores de combustión demandan la atención de unos cuantos cuerpos viejos encorvados al atardecer.

 

Las raíces devoraron el interior y los gitanos duermen al abrigo de un bosque vegetal a las afueras, en los márgenes, donde el hotel hace borde con lo humano. Huele a humedad y a piedra en polvo y a bosque y a historias vividas y olvidadas. En las noches, cuando calla el agua, se puede escuchar las voces de los que no están.

Los hombres duermen siestas a la sombra de algún pino junto al canal y lían cigarrillos con tabaco comprado a granel. Los cubos vendrán de regreso llenos con el agua que ha corrido desde el pantano.

Las mujeres lavan las ropas que tienden en cordeles atados de árbol a árbol a la entrada del viejo complejo turístico. También hay color a las afueras.

En las madrugadas queman todo lo que no puede ser reutilizado o comido por los gatos callejeros y descansan hasta el amanecer en colchones raídos, a las afueras, nacional 310, a 3500 km de donde viven desde hace siglos también a las afueras.

Son los otros en el interior de lo mismo, pero en el ángulo muerto de nuestro foco perceptivo (bien podría ser esto un tratado de impostura): lo que queda a las afueras está adentro; arrumbado, pero dentro; diluido, pero dentro; apenas visible, pero dentro; abriendo en el interior del dentro una falla que fractura pero no deshace la unidad.

Menos sabremos de sus muertes que de sus vidas a las afueras. No habrá registros, imágenes, memoria, historia. Mientras sigan llenando cajas de ajos seguirán siendo invisibles estos nómadas.

A las afueras va creciendo una ola.

Pronto llegará a la orilla y nos arrastrará.

***

IX

deseo de ser piel roja

diálogo noveno

«Si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido por la tierra estremecida hasta arrojar las espuelas, porque no hacen faltas espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo.»

F. KAFKA

“claro el pueblo tiene que seguir funcionando, la gente tiene que tener agua, alumbrado, saneamiento, limpiezas… y teníamos un este añadido que era desinfectar el pueblo… yo era de los que decía si tiene que pasar tiene que pasar y alguien tenía que estar y así nos quedamos el fontanero y yo.. (…) miedo no, respeto ,me acuerdo que un día me llamo el de la funeraria porque me decían que no daban abasto a enterrar a la gente y me fui un día con ellos ayudarles… era una sensación de deseperación, no sé, era un poco raro… me sentía “priviliegao” porque yo podía moverme (…) yo también soy muy deportista, me gusta correr, y claro lo que hacía por las mañanas, me venía aquí a trabajar  y me iba al campo de fútbol y me pegaba dos horas corriendo, y mientras no me llamaban… y me sentía “privilegiao por eso”

voz una

A mí también me tocó un pueblo girando,  muerto  en torno a sí mismo,

y  ser   suelo y el silencio al correr, dibujando círculos.

Uno,

dos,

tres, cinco.

Y no, no tener miedo.

 

Salvarse del tacto, no tocar y entonces regresar y correr,

correr otro círculo.

 

Removerse  el instinto del deseo contenido.

Un control, otro círculo.

Querer.

Desear tocar y  llorar bajo la lluvia de un cura llorando, esperando ,

y un enterrador llorando,

y una mujer llorando,

y un hombre sin maquillar muertos también llorando,

y a lo lejos quizás alguien amando dibujando surcos en paredes en la noche.

Correr otro círculo.

 

Andar entre estrechamientos pulmonares que  ahogan cualquier finalidad adaptativa

-Dime qué quieres que compre,

dime qué quieres  que diga,

dime mujer, qué quieres que te haga

que haga-

Solo soy

un hombre,

atomizando una vida, la tuya, la mía, esta,

dividiendo en partes muy pequeñas el miedo,

estoy extinguiendo el miedo,

lo tapo y ensucio los cristales con el líquido que supura.

 

-No cojas el paño para secar esa superficie

segregando muertos con etiquetas y lluvia,

escurriendo tristeza  sobre la madera,

construyendo acero.

Y un sacerdote sin expresarlo.

No se expresaba ¿entiendes? eso, el miedo.

Quiero verlo.

Mirarlo y rezar a algo,

a alguien.

Mirarte, entonces, y creer

a pesar,

tocar tu cuerpo de espalda inmenso frente.

En -fren-te -rostro.

De-lado-columna.

Tem-blan-do-el encaje y mis dedos.

Es-pe-ran-do-el fruncir de los noticiarios.

Ne-gan-do-lo que veíamos.

-No, no espero que me digas nada.

-No , no espero que me digas gracias.

-No, no espero que reconozcas que yo estaba, antes, ¿Lo entiendes? Antes, en silencio, sin fraccionar , estaba, hubo alguna palabra, las dijiste, sí estaba, sí, eso dijiste, una vez, una.

Estaba antes que ellos cortaran la calles y te parecieran hermosos.

Una  vez me dijiste que es cierto que yo estaba antes y corría en círculos y estaba.

Quedarse,

quedarse,

quedarse , esperar una palabra. la tuya, la de los otros.

No, no hubo

pero oler la piel aún.

Tu piel.

Aún.

Sí, desear,

aún,

a pesar,

Ser,

aún,

un hombre.

voz dos

Viven todos el sueño de algunos en sus casas de muñecas

pero hay quien sabe atarse al mástil para no sucumbir a las sirenas.

No seré yo quien pronuncie la palabra muerte,

pudiera decir el cuerpo de este animal que corre,

odiseo enmascarado, si no fuera el cuerpo

de un animal voluntariamente despalabrado.

Estando como estamos atravesados por el otro,

uno esperaría su presencia en forma de palabra,

pero quién se atrevería entonces a decir

‘cura, sana, culito de rana’.

Un hombre corre y no lo hace como rezo o plegaria,

sino como brindis a la espera de nada:

mitad huida, mitad caza, corre y equilibra el drama.

A veces la nada crece alimentada de palabras

y los arqueros malgastaron todas sus flechas.

A veces los poetas pueden no ser suficiente

y hay que volar solo para salvar a la bandada.

Los animales siempre supieron antes de las

sombras que se acercan.

Un hombre corre para no olvidar que se puede nacer aquí y ahora,

para no olvidar que puede despegar los pies del suelo

y reír, resistir,

que conviene no perder del todo la memoria del mañana.

Una vuelta, luego otra, expone su cuerpo a la anomalía,

lo que tenga que suceder que suceda. la piel responde

tensándose a los cuerpos de luz, fotones impactando

en el cuerpo vivo de un animal que corre, es la luz

en la membrana, es la piel que limita, puente

entre lo vivo y lo inerte haciéndose movimiento.

Solo en la fronterizo la vida emerge vida.

Correr, correr, correr.

Ser aún un hombre.

—————————————

Autores: Rafael Falcón y Ágata Navalón. Título: Voces. Único hueso imposible de quemar. Editorial: Colección Ojo de Pez. Biblioteca de Autores Manchegos. Venta: Todos tus libros.

BIO

Rafael Falcón Lahera es profesor de Filosofía de Secundaria. Obtuvo el Accésit del XXVI Premio Narrativa Breve de la UNED con el cuento «El avispero». Ha publicado el libro de relatos Sin que sepamos nada de la última gota (2017) y el poemario Animales de palabras (El sastre de Apollinaire, 2022). En educación coordina proyectos de creación poética y filosófica

Ágata Navalón, profesora de Secundaria, es germen del Spoken Word de la ciudad de Valencia y parte activa dentro de Festivales poéticos nacionales, ha publicado los poemarios Fragmentos de Vikingo con la editorial El Petit editor  y en breve saldrá Piscina del Oeste con la editorial El Sastre de Apollinaire.

3.5/5 (11 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios