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Selección del concurso de cuentos de Navidad en Zenda

Cuentos de Navidad en Zenda

Más de 700 relatos han participado en el segundo concurso de cuentos de Navidad de Zenda, patrocinado por Iberdrola y dotado con 3.000 euros en premios. Ofrecemos una selección con los diez relatos que optan a los premios. El próximo jueves, 11 de enero, anunciaremos el ganador y el finalista del concurso.

El jurado está formado por los escritores Espido Freire, Lara Siscar, Paula Izquierdo, Juan Gómez-Jurado, Juan Eslava Galán y Miguel Munárriz, y la etiqueta con el que estamos divulgando el concurso es #cuentosdeNavidad.

El primer premio está dotado con 2.000 €. El premio para el otro texto finalista es de 1.000 €.

Para participar, tras publicar el relato en internet, como entrada de un blog, como una anotación en Facebook o como un tuit en Twitter, los autores debían registrarte en este foro de Zenda y escribir una respuesta a esta entrada, en https://foro.zendalibros.com/forums/topic/concurso-de-cuentos-de-navidad-en-zenda/

El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las diez historias seleccionadas.

1

Johnny, como Johnny Depp

Claudia Morales

– La Navidad es una mierda.

Eso fue lo primero que dijo Johnny apenas vio a la asistente social que lo fue a visitar a su casa el 20 de Diciembre. Siete años tenía. Siete años y la fuerte convicción de que la Navidad no tenía nada de festivo. Odiaba la Navidad tanto como odiaba el puchero en verano, ese caldo grasoso con unas pocas verduras flotando y algún que otro hueso. Es comida, decía Martita, pero Johnny igual lo odiaba.

Johnny vivía en la Villa 1 11 14. Es la villa de emergencia más grande en cuanto a territorio de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y una de las mayores en cuanto a población, contándose 25.973 habitantes a 2014.

Johnny se llamaba Johnny porque su mamá, Martita, era la fan número uno de Johnny Depp. Y lo sigue siendo. No importa que se ande diciendo que Johnny le pegaba a su mujer, son cosas que se dicen, repite Martita… Y además, si le pegó por algo habrá sido, dice Martita también.

El 24 de Diciembre de 2017 no hubo pan dulce en la casa de Johnny. Ni sidra. Ni turrón. Ni siquiera arbolito. A decir verdad, hubo un arbolito, un poco viejo, un poco roto, un poco pobre. Un poco poco, como todo lo que hay en la casa de Johnny.

Recibió una pelota de regalo. Una pelota usada. En la casa de Johnny nunca hubo juguetes nuevos. Eso sí que se hubiese considerado un verdadero milagro navideño. La gente de la parroquia reparte juguetes pero siempre son usados. Como si la infancia en la 1 11 14 fuera una infancia de segunda mano.

Papá Noel le caía pésimo. Había quedado traumado desde los cinco años, cuando le preguntó a su papá (no a Noel, al esposo de Martita) qué iba a recibir para Navidad. Papá de verdad, que ese día estaba de muy mal humor, le contestó: “Tres patadas en el culo”… Y con eso fue suficiente. Durante casi un mes, Johnny soñó todas las noches con un Papá Noel furioso que sin bajarse del trineo, le atestaba tres patadas en el trasero con la puntería de Messi y se iba, así, como si nada, para seguir repartiendo regalos nuevos y sin usar a los chicos de Palermo.

El 25 de Diciembre de 2017, Johnny amaneció en la guardia de la salita. En la villa 1 11 14 algunos vecinos festejan con tiros al aire. Disparando al cielo, como si quisieran lastimar a los ángeles o a Dios, enojados por tanta miseria.

No tuvo suerte Johnny. A una de las balas se le ocurrió cambiar el recorrido, volverse nefasta y caprichosa, elegir la tragedia…

Johnny hubiese preferido las tres patadas en el culo de Papá Noel.

***

2

Noche de patrulla

Juan M. Ramírez García

Alfredo deja escapar un suspiro de resignación.

– Me cago en mi puta vida – musita para si mientras se pone los guantes. Afuera hace un frío que pela, y aunque los guantes no son exactamente reglamentarios y ya tienen hasta algún agujero, ni se le ocurre salir sin ellos.

Abre la puerta del coche patrulla y sale, sin esperar a su compañero.

– Pero qué mala hostia tienes, joder – le dice Fernando, unos pasos más atrás.

– Mala hostia, tu puta madre – responde.

Fernando, en lugar de cabrearse se ríe. Ya está acostumbrado a sus exabruptos. De hecho, demasiado acostumbrado. «Si es que parecéis que sois pareja, pero de verdad», le suele decir Encarna. Normalmente se lo dice entre risas, pero otras veces se lo suelta con su poquito de bilis. Sólo un poquito, Encarna en el fondo es un cacho de pan.

– Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Pues toca trabajar hoy, y ya está.

Alfredo se detiene, hasta que su compañero llega a su altura.

– Y ya está, no. Nochebuena le tocaba a Ramírez y a Peñalba. Nos la han metido pero bien – le dice aún cabreado – Y además, ¿qué pasa, que no había nadie más cerca para este aviso? Joder, que ésto está en el quinto coño. 

Fernando asiente, sin contestar. Sabe que es mejor esperar a que se le pase un poco el cabreo. Por un momento a punto está de decirle que él tendría más razones para estar enfadado, al fin y al cabo, nadie espera a Alfredo en casa y lleva años criticando estas fiestas, pero él en cambio, ha tenido que dejar a Encarna y a Miguel con sus padres, cenando todos juntos. Eso sí que era peligroso, y no el barrio en el que se encontraban. Sin él allí, de mediador, la paz y la armonía podía escapar por la ventana al primer comentario.

– Está tranquilo ésto, ¿no? – dice al fin Fernando, rompiendo el silencio – La última vez que vinimos nos rompieron la luna de una pedrada.

– A ver, ¿no va a estar tranquilo? Si es…

– Alfredo, joder, que ya me he enterado, que es Nochebuena y mañana Navidad, ya. Anda, vamos, cuanto antes terminemos mejor.

En aquella parte de la ciudad las casas son de una sola planta. A veces, de una única habitación. Encuentran finalmente la puerta correcta y llaman al timbre. Llega ruido del interior, pero el timbre no funciona. Fernando, temiendo un nuevo estallido de improperios de su compañero, llama con los nudillos.

– Qué frío – dice Alfredo. 

Fernando vuelve a llamar, un poco más fuerte, hasta que oyen unos pasos acercarse a la puerta.

– ¿Quién es? – dice una voz de mujer desde el otro lado. Una voz cansada, melancólica. Una voz que la pareja de policías ha escuchado a menudo en el barrio, en boca de mujeres de distinta edad, raza y complexión.

– Policía – dice Alfredo – Hemos recibido una llamada, creo que han encontrado a un anciano extraviado.

Se abre la puerta. Es una mujer de unos treinta años, pero bien podría tener cincuenta. Arrugas prematuras y bolsas debajo de los ojos anuncian que la vida no ha sido fácil para ella. Aún así, sonríe. Hay una luz que parece desprender esa sonrisa y que sorprende a los dos agentes.

– Sí, aquí está. Parece que salió del asilo y no sabe volver. ¡Raúl! – grita de repente.

Un niño responde desde dentro.

– ¡Trae a Nicolás, que ya ha llegado su “taxi”! – dice la mujer a voces, con una sonrisa pícara.

Unos instantes más tarde aparece un niño de unos ocho años que trae de la mano a un anciano. Alfredo y Fernando se miran por un instante. El hombre debe tener como cien años, a tenor de las arrugas que siembran su cara. Está delgado y encorvado, y anda a pasos lentos y cortos, pero en su cara brilla la misma sonrisa radiante que en la de la mujer y el niño.

– Pero ¿cómo ha llegado este hombre desde el asilo hasta aquí? – pregunta Alfredo – Si está en la otra punta de la ciudad.

Es una pregunta retórica, claro. Cosas más extrañas han visto. 

La mujer y el niño se abrazan al anciano para despedirse antes de dejarle en manos de la pareja de policías. Alfredo le ofrece su brazo para ayudarle a caminar hasta el coche patrulla.

– Don Nicolás Santos, ¿verdad? – pregunta – No se preocupe que le llevamos de vuelta al asilo. Yo creo que aún alcanza a algo de cena, ¿no crees Fernando? 

El interpelado asiente. Siempre le maravilla aquella transformación de su compañero, cómo pasa de ogro a ángel cuando se trata de ancianos y niños. Paso a paso, llegan al vehículo que, sorprendentemente, sigue con los cristales de las ventanas intactas.

Fernando se pone al volante y circulan por calles desiertas, iluminadas por las luces de Navidad. El anciano dormita en el asiento de atrás, y Alfredo está extrañamente silencioso. 

– Muchas gracias por el paseo. Está bonita la noche. – dice el anciano, repentinamente lúcido al detenerse el coche en la puerta del asilo – Me recuerda a cuando era joven. Qué tiempos.

En seguida, un empleado de la residencia, solícito, ayuda al anciano a entrar en ella. Fernando saca su teléfono móvil y marca el número de casa.

– Creo que se ha dejado algo – dice Alfredo mientras, recogiendo un paquete del asiento de atrás.

            – Pues ahí pone tu nombre – dice su compañero, señalando una etiqueta adherida al papel de regalo en el que está envuelto el bulto.

Encarna, al fin, descuelga el teléfono de casa. 

– ¿Sí? – responde.

– ¿Sabes lo que habíamos hablado de que ya era hora de decirle la verdad sobre Santa Claus a Miguel? – dice Fernando.

Alfredo sonríe ampliamente, los faros del coche patrulla alumbran el letrero de la Residencia de Ancianos Reyes Magos. Tiene unos guantes nuevos, a medio desenvolver en sus manos.

– Que igual no tiene prisa. Ninguna prisa.

***

3

A casa por Navidad

Luis Ángel Jul López

Serían cerca de las nueve de la noche, era Nochebuena. Las familias, la mayoría de ellas, se encontraban ya en sus casas, las calles poco a poco se iban despoblando, tan solo quedaban algunos rezagados con el regalo de última hora.

El termómetro en la calle marcaba dos grados bajo cero, no obstante a Heriberto  parecía no importarle, caminaba con paso relajado, sin prisas, vestía un traje negro sin abrigo. Se cruzó con un grupo de personas a las cuales tuvo que esquivar para evitar encontronazos, estas parecieron no darse cuenta de su presencia, se volvió a mirarlos un rato con envidia. Cuando se giró para seguir su camino casi vuelve a tropezar con una pareja que tampoco parecía haberle visto.

Refunfuñó entre dientes. -Hay que ver cómo está el patio, algunos no tienen ojos en la cara, la gente va que no se entera.-

Se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de su actitud intolerante, había jurado y perjurado a los suyos que cambiaría de actitud.

Recordó el porqué de su situación, la bebida, los malos tratos hacia su mujer y sus hijos, ni siquiera los perros se habían librado de sus ataques de ira después de flirtear con una botella.

Pero él había cambiado, quería recuperar el amor y el cariño de su familia  y haría todo lo posible por lograr revertir la situación.     

Siguió caminando, cinco o diez minutos más y estaría con los suyos, no había prisa,  tenía todo el tiempo del mundo. 

Llegó al portón y pensó, -ya está, una navidad más y todos reunidos, por fin volveré a verlos.-

Se asomó, antes de entrar echó una mirada a través de los cristales, la mesa estaba puesta, y allí estaban todos: sus hijos con sus respectivas parejas, su mujer, y un par de criaturas pequeñas, ¡ah sí! también los perros.

Cómo sería recibido era una incógnita, era consciente de no haber sido buen padre ni buen marido, por eso no le sorprendió demasiado que no le hubiesen reservado sitio en la mesa. Echó mano al picaporte, durante algunos segundos hesitó, como si fuese entrar a casa ajena. 

Ya habían empezado a cenar, y al parecer nadie le esperaba. Ahora sí, sintió como si el aire frío de la noche invadiese todo su cuerpo, un escalofrío recorrió su espina dorsal.

¿Cuántos años iban ya? ¿Nueve? ¿Diez? -No importa- pensó -lo importante es que hoy es navidad, y estoy aquí, son ya diez años sin probar alcohol, seguro que me lo tendrán en cuenta.- 

Giró el picaporte y dijo para sí mismo, -adelante.- Una ráfaga de aire caliente salió de la estancia impactando en su rostro, miró fijamente a su mujer,  la vio más envejecida,  no recordaba la última vez que había mirado su rostro, ni cuando fue el último beso, la última caricia… Tampoco recordaba  que le hubiesen presentado a sus nietos, ni a las respectivas parejas de sus hijos, también por ellos había pasado el tiempo.

La puerta se abrió de repente, todos se giraron a ver quién era el visitante, los perros se pusieron a gruñir. Su hija, que era la más próxima, visiblemente molesta fue a cerrar para que no se resfriasen los críos. Ni siquiera le miró al pasar a su lado, volvió a su sitio restregando las manos, afuera hacía un frío de pelar.

Nadie pareció, «o nadie quiso» darse cuenta de su presencia. Heriberto pensó no sin cierta amargura -lo tengo merecido-. No dijo nada, siempre había sido persona taciturna y callada, siempre que había abierto la boca había sido para discutir… ¡maldito alcohol!

Bueno, ya nada importaba, un año más se había armado de valor y estaba con los suyos. Sin mediar palabra se dirigió a su sillón preferido, sobre el cual parecía que nadie se hubiese vuelto a sentar.

Así transcurrió la noche, entre la sopa,  el cocido navideño, algo de cordero, turrones, mazapanes, sidra «El gaitero», y la tradicional algarabía de una cena de navidad, sin que nadie le dijese: «ven y siéntate a cenar aquí con nosotros».

No importaba, Heriberto nunca tenía hambre, allí se quedó, cual gato de porcelana, u osito de peluche, como figura inanimada.  Tan sólo en el momento de brindar se acordaron de él, alzando las copas se giraron hacía el sillón donde él se encontraba y dijeron: «Va por ti papá». Él alzó la mano tímidamente, quiso llorar pero no tenía lágrimas, no hubo besos, abrazos, reproches ni palabras de cariño.

Iban ya más de diez años y siempre se repetía la misma historia, un brindis y nada más.

Heriberto se quedó solo en su sillón, en la penumbra por  la luz de las farolas de la calle, los demás se recogieron a sus alcobas. 

Heriberto soltó un suspiro: «un brindis nada más» musitó. La ciudad ya estaba dormida, se levantó y creyó que sería buena idea dar un paseo a pesar del frío de la noche,  iría a donde sus pies le quisiesen llevar. Se imaginó a sí mismo el año siguiente por  navidad mostrando su arrepentimiento y pidiendo perdón por todos los malos tratos infligidos a los suyos. Volvería por navidad y se preguntaba si esa vez tendría el valor de pedir perdón.

Se fue con su paso lento, las manos en los bolsillos. Era noche de luna llena, los carámbanos colgaban de techos y fuentes, sobre la hierba una sábana de escarcha, sus pies poco a poco le fueron alejando de la ciudad  hasta una enorme finca vallada con un portón de hierro forjado, Heriberto cruzó el portón sin hesitar y se desvaneció entre la niebla.

En un letrero de fundición se podía leer: Cementerio Municipal.

***

4

El antihéroe

Mayte Blasco

Los gritos de la mujer se oían desde el rellano; le sorprendió que no hubiese ni un solo vecino asomado preguntándose qué podía estar pasando tras las paredes del tercero B. Entró sin hacer ruido y enseguida verificó lo que ya temía. Una mujer yacía en el suelo. Un hombre, tal vez su esposo, la increpaba y golpeaba. Por una minúscula rendija un niño observaba la escena, oculto tras la puerta de su cuarto. Temblaba, pero no lloraba. Tal vez el instinto de supervivencia congelaba en su garganta los sollozos que luchaban por brotar. Como muchas otras veces, pensó en la posibilidad de intervenir. Quería pegarle un puñetazo a aquel tipo, tomar a la mujer en brazos y llevárselos a ella y a su hijo lejos de allí. Pero las normas eran las normas y se limitó a hacer su trabajo. Bajo el decadente árbol de Navidad de plástico desgastado, depositó  unos pocos regalos envueltos en falsa alegría. Se marchó sin ser visto, deseando abandonar para siempre su cuerpo rechoncho, su ridículo traje rojo de absurdo antihéroe.

***

5

El periplo de Melchor

Ana Tomás García

A Melchor, que estaba tan tranquilo a lomos de su camello, esperando sin saberlo,  que algún día le llegara su turno, lo levantó una potente fuerza desconocida por los aires, haciéndolo rodar por un espacio inclasificable y abstracto para él. En un segundo había desaparecido todo lo que había a su alrededor: compañeros, casitas,  pozos,  pesebres,  pastores,  animales… y se sintió como Dorita en El mago de Oz, sí, esa película que ponían muchas veces en los plasmas que tenía enfrente y que lo entretenían tanto en las largas y aburridas tardes. 

     

     Cayó en una especie de jaula metálica, entre paquetes y cosas, que le hacía viajar entre extraños zarandeos que le revolvían el estómago (al camello se ve que no le afectaba porque seguía allí, silencioso y manso, entre sus piernas). Y cuando la fuerza desconocida lo puso en pie y creyó al fin que todo había terminado, el camello echó a andar a la misma velocidad que andaban los paquetes y cosas que les rodeaban, que por norma general no andan, como si fueran presas de un encantamiento prodigioso que ni él mismo sería capaz de hacer, y eso que él era un rey mago.

     La fuerza desconocida volvió a levantarlo y lo depositó con cuidado dentro de una especie de saco blanco translúcido, sobre el lecho de paquetes y cosas, y volvieron los zarandeos durante un buen rato, gracias a los cuales se quedó dormido.

     —Melchor, pssst, Melchor… —le susurraban los enfadados Gaspar y Baltasar— despierta, hombre, ya era hora que aparecieras, que has estado todo un día desaparecido.

     Melchor abrió los ojos con desconfianza y bastante aturdido. Tenía un ligero dolor de cabeza, que unido a un recuerdo confuso, le hacía reaccionar con lentitud. Pero fue ver el camino de tierra, el puente sobre el río de aguas color plata, un pesebre a lo lejos y una estrella enorme brillar en el cielo oscuro y saber que había recobrado su sitio, el lugar para el que especificamente había sido creado.

     —Lo siento, compañeros, no se qué ha pasado, pero he estado algo perdido…

     —Está bien, no te preocupes, es algo que nos puede pasar a cualquiera…

     Mientras, en otra perspectiva distinta del mismo lugar:

     —Bueno, niños, como a alguno se le ocurra perder otra figurita del belén y me haga ir corriendo a comprar otra, seguramente los Reyes Magos no os dejarán otra cosa que carbón, así que id tomando nota.

***

6

El valle Keadoro

Victoria Iglesias

Todas las narices se parecían en el valle Keadoro. Cuando despertó había una directamente apuntando a su cara. Era una prominencia larga, con su punta dirigida hacia el cielo de la que colgaban, descolocadas, unas antiparras color plateado.

-¿Esto que estoy tocando es piel o pelo? -se repetía sin parar mientras, ése ser, mezcla de animal y persona inmensamente largo, tiraba de sus brazos intentando incorporarle.

-¿Esto que estoy tocando por encima de mi boca es piel o pelo? –decía, incrédulo, notándose distinto mientras acumulaba fuerzas para ponerse de pie ya que su cuerpo se estaba comportando como una pesada carga robada que no reconocía.

A medida que iba tomando conciencia notaba los cambios. Ya no parecía un niño de 10 años, comprobaba con asombro. Sus manos…-¡Son soberbias! -decía. Parecían las de su padre: grandes, anchas, y desbordantes. Por el extremo de los calcetines verdes ( no se podía vivir una aventura sin calcetines verde gnomo) se disparaban los dedos. La capa negra que llevaba encima de sus hombros ahora era enana y sus pantalones estaban rotos y encogidos. Sus pies, grandes, calculó un 44, no le sostenían. No había más remedio que dejarse arrastrar por el ser de cabellos blancos y espesos, cuerpo anillado y nariz larga apuntando hacia el cielo, mientras observaba como el viento formaba líneas circulares, de color gris palo, amasando la hierba alta verde limón, y brillante .

 -¿Dónde estoy, ahora, si hace unos minutos estaba subido en el esce…nario? -dudó.

En el valle Keadoro casi todo era plateado, el suelo, unas pequeñas mariposas, tres lagartijas que se encontró en el sendero de tierra casi plateada y dos pájaros que pasaron hablando por encima de su cabeza…¿Hablando?, pensaba…

Salvo la hierba verde limón y unas espectaculares montañas rojas inmensamente estrechas. Quiero decir…, que apenas si abarcaban medio metro, pero tan altas que a simple vista no se veía el final entre las nubes de plata.

Howie, que así se llamaba, era ahora un chico alto y corpulento, de pelo revuelto color chocolate y grandes ojos azules, nariz fuerte, boca ancha y dentadura desbordante, y de manos soberbias como sabemos. Cuando hace unos minutos ¿era?…,volvía a dudar. 

Mientras estaba siendo agasajado en una pequeña aldea dorada, quiero decir plateada… ( donde algunas mujeres de cabellos largos llevaban pequeñitos seres, de nariz puntiaguda y sonrisa pícara, casi escondidos en sus regazos anillados) intentaba hacer un esfuerzo por recordar, a la vez que su nuevo amigo  ( “ Me llamo, Celomo” , le había dicho) le ofrecía frutas extrañas y bebidas calientes con hielo.

Howie intentaba, entonces, pensar en lo que le había ocurrido a la vez que rascaba su ¿barba? con un gesto francamente extraño…

A ver, se decía… -lo último nítido en mi memoria era el escenario -. Así que recordó, de repente, aquel decorado que estaban pintando para la función de Navidad en la hora del recreo. 

Después se acordó de Andrea, la niña pequeñita con coletas y ojos color aceituna; y ahí su mirada se despistó pensando en ella, olvidando por un momento dónde estaba, mientras un pájaro plateado reposaba en la rama de un árbol leyendo: La aventura del ser humano y otras especies inferiores . 

Quedó estupefacto ante la visión. Y sí, recordó como estaba discutiendo con Andrea aquel día en el colegio:

– Imposible, que un camino sea plateado, y unos pájaros… ¿Estás loco? Es una función de Navidad donde casi todo debe ser rojo, no? -. 

-Es el valle que yo adoro, donde todo es plateado –dijo llevándose a los hombros la capa negra de su personaje. Y luego añadió: 

-¿Cómo se te ocurre pintar unas montañas de ese tipo? ¿Acaso estás loca? -rebatió él.

Entonces todo sucedió rápido y recordó también un viento que se movía en espiral mientras gritaba:

 “¡¡¡El valle que adoro existe y te lo voy a demostrar!!!”

Y de repente…, se encontró tumbado delante de aquel ser extraño de nariz que apuntaba hacia el cielo.

-Creo que los cuentos de Navidad tienen un final feliz – le dijo a Celomo mirándole con una cara no muy convencida y una desoladora sonrisa, mientras sentado en el suelo y apoyando su cara sobre las rodillas comprobó sus nuevas piernas peludas delante de un valle plateado con hierba verde limón.

***

7

El espíritu de los tiempos

Ricardo Montes de Oca

Acababa de despertarse, pero Noel pilló enseguida que aquello era juego sucio. Para empezar: ¿qué hacían esos tres en su dormitorio? ¿Y a qué venía la palada de carbón negro justo a los pies de la cama?

         -¿Qué coño queréis? 

Noel se sentó en el colchón y se puso sus pequeñas gafas para la vista cansada. Al menos, la señora Noel había madrugado y no presenciaba la humillación.

-Feliz Navidad –dijo Melchor ante las risas de Gaspar y Baltasar.

-No le encuentro la gracia –se quejó Noel mientras sopesaba levantarse-. Además, aún estamos a 24 de diciembre; todavía faltan unas horas.

-El goldo se nos pone tieso –dijo Baltasar, imitando el acento cubano.

Melchor y Gaspar se carcajearon. Estaban algo más que achispados: sobre todo Gaspar, que parecía a punto de vomitar sobre sus babuchas doradas. 

 Noel se animó a bajar de la cama por uno de los laterales libre de carbón, pero Melchor lo disuadió moviendo el dedo índice derecho. 

-Aún no, hermano.

La sonrisa de Melchor le dio escalofríos. Era el peor de los tres a pesar de la mala reputación de Baltasar, un tipo pendenciero y grosero, amigo del tumulto y la fechoría. 

-¿Qué queréis? –repitió-. Tengo mucho que hacer, en unas horas parto con Rudolph para llevar los regalos a los niños del mundo. 

-De eso queríamos platicar ahorita –intervino de nuevo Baltasar, imitando en esta ocasión a un mexicano. A uno negro, claro. 

-¡Ja! No pienso hablar con tres mendigos de Oriente sobre mi trabajo. 

-Eso ha sonado un poquito racista, Noel –dijo Melchor-. No casa en absoluto con el espíritu de los tiempos.

-A mí me ha sonado antisemita –añadió Baltasar-. ¿Eres antisemita, Noel?

-¡No, por Dios!

-¿Supremacista blanco, quizás? ¿Crees que los negros somos unos mendigos?

Esta vez el acento de Baltasar había sonado como el de un segurata de discoteca de nacionalidad indefinida e intencionalidad clarita como el agua. 

-¡Claro que no! ¡Para mí todos los hombres son iguales! –respondió, un poco acojonado, Noel.

-Esa es la base del problema, gordo, que crees que todos los niños son iguales –dijo Baltasar.  

-Y no lo son –remató Melchor.

-No, no lo son –intervino Gaspar, apoyado en la cómoda de la habitación de Noel. 

Fue el único que no había querido viajar hasta Laponia, y no solo por el frío. A Gaspar le molaba procrastinar, dejar que los problemas se resolvieran solos, o que no lo hicieran, eso le daba lo mismo. Pero el corporativismo y su cobardía lo habían empujado hasta aquella habitación. 

-¡Ah!, ¿no? –preguntó Noel. Estaba flipando. Y hambriento. En vez de estar desayunando sus huevos con panceta y su avena con leche estaba rodeado de tres tipos que apestaban a ginebra, marihuana y aguardiente. ¿De dónde habían sacado lo del oro, el incienso y la mirra? Noel dudaba de que a estas alturas de la civilización humana uno pudiera fiarse de algo. 

-No. Para empezar están las fronteras. No es lo mismo Holanda que Alemania. Ni el norte que el sur –puntualizó Baltasar, que había adoptado la profundidad de un tertuliano televisivo. 

-Lo que mi querido amigo Baltasar trata de explicarte, Santa…

-¡No me llames así! 

Melchor sonrió. Aquello le divertía.

-Hablamos de mercados, Noel, simple y llanamente. Y nos estás quitando los nuestros. 

-¡De eso nada! –bramó.

-Sí, y lo sabes. Nos creímos durante un tiempo la compatibilidad y todo ese buenrollismo escandinavo que te gastas, pero el caso es que nuestras tradiciones no han subido para el norte y las tuyas han bajado hasta el sur. No queríamos guerra, pero las noticias de España nos han obligado a tomar decisiones.

-¿España?

-El Gobierno ha modificado el calendario escolar. A partir del día dos de enero vuelven las clases. El día seis es todavía festivo, pero en cinco años dejará de serlo. ¿Qué te parece? Yo diría que intentan borrarnos del mapa, Santa, pero a lo mejor solo soy un neurótico muy susceptible –dijo Melchor. 

-¡Os juro que no he tenido nada que ver! 

-Lo sabemos, pero eso no cambia la cosa.

-En absoluto –atajó Baltasar.

Gaspar no respondió nada. Se había dormido reclinado sobre la cómoda sin hacer ningún ruido.

-Chicos, seguro que podemos arreglarlo. 

-Claro, Noel: ponte malo, quédate hoy en casa y deja que nos encarguemos de todos los niños el seis de enero. Así tendrán claro que aún somos necesarios en el siglo XXI.

-No, no, eso no puede ser. Si me permitís –dijo Noel al tiempo que abandonaba la cama- voy a levantarme, a asearme…

Pero a Papá Noel no le dio tiempo a detallar su agenda, porque Melchor sacó un caramelo duro y pequeño que lanzó con todas sus fuerzas y puntería al entrecejo del lapón.

¡Clock!

Noel cayó de bruces al suelo. 

Melchor y Baltasar actuaron rápido. Recogieron el carbón y metieron en el mismo saco al noqueado Noel, despertaron a Gaspar, y Melchor se introdujo en la cama. Baltasar, a punto de salir, se le quedó mirando.

-Sabes que no das el pego, ¿verdad? Él está mucho más gordo. 

Melchor sonrió. 

-No voy a encamarme con la señora Noel, solo a taparme hasta al cuello y dejar que la Navidad pase sin regalos. El veintiséis regresáis a por mí y dejamos que Santa se coma el marrón.

Sí, era un buen plan, solo que él tenía uno mejor. El día veintiséis recibiría a Baltasar, Noel y Gaspar con artillería pesada. El mundo había cambiado: Santa había ganado, era un hecho. Pero también que el gordo y él se parecían mucho. Si alguien tenía que desaparecer, que fuera Noel. Y los otros. Ya estaba harto de Baltasar y de su defensa de las minorías. De Gaspar y de su letal combinación de antidepresivos y alcohol. Que se fueran todos a la mierda. Arderían bajo el fuego amigo. Él era Melchor, mago de Oriente. Solo iba a cambiar un camello por unos cuantos renos.

***

8

Navidad en el penal

Miguel Morató Miguel

Los primeros copos de nieve flotaron sin avisar, como otros años. Se despertó, había llegado la Navidad. Llevaba mucho tiempo allí, y medía el tiempo por las estaciones. Sobrevivía desde hacía más de quince años en aquel agujero, y  envejecía rápidamente; con cuarenta años era considerado un viejo, todo un veterano. Las palizas, la escasez de alimentos y las malas condiciones de aquel lugar le habían llevado a un estado de postración lamentable, y ya comenzaba a ansiar un final, para bien o para mal. Cuando notó aquellos copos, su sonrisa inicial se fue transformando en una mueca de miedo, al ver cómo se amontonaban dentro de su estrecha celda. Otros años no habían llegado a cuajar más allá del rincón donde estaba el cubo de las heces, y en el alféizar del ventanuco, entre los barrotes. Pero ahora caían copiosamente, con fuerza, como si quisieran enterrarle vivo. De poco le serviría gritar, los vigilantes solían dormir profundamente, con la tranquilidad de los que saben que de allí no se escapaba nadie. Pero era Navidad, y los milagros existen; la nieve se fue amontonando poco a poco en su celda, dándole tiempo a situarse en la cresta de la montonera, hasta llegar al ventanuco. Los barrotes, presos como él, cargados de herrumbre, cedieron con facilidad. Asombrado, por un momento quedó inmóvil, como si aquello fuese un sueño. La vida le había regalado otra oportunidad. Saltó al exterior, donde todo estaba oculto bajo un manto blanco. Corrió libre, con el corazón palpitante que le impedía respirar, alejándose de aquel maldito lugar. A lo lejos comenzó a oír ruidos secos, ¡las campanadas!

Desde su atalaya, el vigilante observaba admirado la nevada que había cubierto por completo el penal. Comenzó a soñar con las navidades, las risas de sus hijos mientras adornaban el árbol, las canciones, las reuniones familiares. Este año, con un poco de suerte, podría pasar alguna fiesta con su familia. Un punto negro, que iba profanando pasito a pasito toda aquella blancura, le despertó de sus fantasías. Cogió su fusil, lo cargó y apuntó. Le costó varios disparos hacer blanco en el punto negro.

Vio cómo rodaba pendiente abajo. Una lágrima resbaló por su mejilla. No llegó muy lejos, murió congelada cerca de su sonrisa amarga.

***

9

Noche de Reyes

Lenka Dángel

Chupó el cigarro con ansiedad y le tendió el mechero a Raúl. Fumaron en silencio, ignorando la corriente que azotaba el patio a aquellas horas. Observó distraída el pelado matorral de hortensias. Siempre las echaba de menos en invierno. 

−Qué dolor de espalda…

Miró a Raúl, sonriendo. Hermético como una caja fuerte. Una queja suya implicaba que estaba a punto de caerse redondo de agotamiento. 

−No es para menos concedió ella. Un navajazo, dos en coma etílico y una crisis de ansiedad…

Su compañero se encogió de hombros. 

−Hay guardias peores. 

−Claro. Hoy ha sido un paseo.

Rieron, resignados. El albergue destilaba espíritu navideño. Raúl señaló el tejadillo. 

−¿Y el muérdago?

−Lo colgó el polaco esta mañana. 

−¿De dónde lo habrá sacado?

−Vete a saber…

La puerta se abrió con un chirrido. Soltaron una carcajada. 

−Madre de Dios, ¡qué pintas!

Yuri se acomodó la barba, guiñándole uno de sus ojos de fauno eslavo. 

−Oye, un respeto tú. Yo soy Melchor estupendo. 

−Te asoman dos palmos de pantalón… se mofó Raúl. 

−Una cosa os voy a decir intervino Antonio, amenazándolos con un dedo. A mí esta mamarrachada me la pagáis. Que tengo una reputación en este sitio, ¿eh? 

−Venga, hombre. A la gente le hace ilusión. 

−Diez años de trullo pa terminar haciendo la gansa. Menos mal que el negro no es pintao

Amadou le dedicó una sonrisa radiante. 

−Míralo, pobrecillo siguió Antonio. No entiende ni papa, la criatura… Anda, tira, Baltasar, que ya estarán con el postre. 

Les vieron cruzar el patio a zancadas, sujetándose aquellos mantones de baratillo. En el comedor, estallaron los aplausos y las risas. 

−Joder, el niño…

−¿Qué niño?

−¿Qué niño va a ser? El del apartamento… 

Subió las escaleras al trote. Le abrió el propio chiquillo, en pijama. Estaba descalzo. 

−¿Y tu padre?

El crío señaló en dirección a la salita. Alcanzó a ver al tipo, desplomado en el sofá. Cuando se acercó a él ni siquiera apartó la vista del televisor. 

−Me lo llevo para que vea a los Reyes, ¿vale?

La espantó con un gesto. Respiró hondo, tratando de no pensar en sus propios hijos. 

−¿Los Reyes Magos? preguntó Andrei, los ojos como platos. 

−Anda, claro. ¿Qué pensabas? Saben que estás aquí, hombre. Lo saben todo…

−¡Bajamos en el ascensor! ¡Ascensor, ascensor!

−Vale, vale. Venga, dale al botón. 

Atajaron por la despensa. La cocinera se lo quitó de los brazos, soltando grititos de entusiasmo.

−¡Ven aquí, príncipe, corazón mío! ¡Mira quiénes han venido a verte!

Volvió al patio y encendió otro cigarro. 

−Niños en un albergue de transeúntes… farfulló Raúl. Como si no hubiera sitios. 

Sonó el timbre. Echaron un vistazo entre las cortinas. 

−Este es nuevo…

−Ya voy yo. Fuma tranquila. 

En el comedor, un coro de yonquis, fulanas, inmigrantes y ancianos seniles destrozaban un villancico. Andrei daba palmas sobre las rodillas de aquel improbable Melchor de dos metros. 

Apagó el cigarro, entró en la lavandería y cogió un juego de sábanas. 

***

10

Oídos sordos

Patricia Collazo

Irán a comprarse un vestido nuevo, unas alas de mariposa, un disfraz de princesa, un juego para armar collares y pulseras, maquillajes de colores, y pinturas para las uñas. Con eso sueña cuando está despierto, mientras se ata los cordones y mira con envidia la falda de su hermana. Cuando observa a mamá poniéndose rímel en las pestañas,  y ella hace que se sonroje al descubrirlo a través del espejo. Con eso sueña, cuando los testarudos reyes vuelven a traerle un balón y la equipación completa del Real Madrid, sin enterarse de que él les ha pedido un traje de bailaora y un abanico. Grande. Rojo.

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