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Selección del concurso de relatos Bajo dos banderas

Bajo dos banderas en Zenda

Bajo dos banderas es un proyecto vivo, que no termina en el libro editado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, y que continúa en un concurso de relatos, convocado durante la Feria del Libro de Madrid, dotado con 3.000 euros en premios. Presentamos ahora la selección de diez relatos que optan a los premios en metálico, y que ya han ganado un ejemplar de la edición de papel de la obra.

El jurado está formado por los escritores Espido Freire, Agustín Fernández Mallo, Juan Gómez-Jurado, Paula Izquierdo y Alberto Olmos, y la agente literaria Palmira Márquez.

El plazo para participar en este concurso comenzó el 30 de mayo y terminó el domingo 10 de junio. El jueves 14 de junio de 2018 difundiremos los nombres del ganador y del finalista. El primer premio está dotado con 2.000 €. El premio para el finalista es de 1.000 €.

El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las diez historias seleccionadas, cuyos autores recibirán un ejemplar de Bajo dos banderas. Al resto de las historias se puede acceder a través de nuestro foro.

1

Nueva York, 1785

Esperanza Ruiz

Atardece en Broadway, Nueva York, capital de los Estados Unidos de América. Doña Josefa está inquieta, ha pasado el día dando instrucciones para arreglar el jardín de su casa con grandes macetas -mañana tendrán invitados- y ni rastro de su marido. Tiene mucho que contarle: han llegado paquetes desde España, le ha dejado una carta del conde de Floridablanca en su mesa, y no se le puede escapar que ya tiene sus regalos preparados. Ha hecho traer desde Europa unas nuevas medias altas, de seda, en color crudo, con menguados en el talón y la trasera. Junto a la boca tienen un pequeño bordado de rayas horizontales en lamé de hilo de oro.
También ha recibido la caja de rapé y el bastón que encargó en aquella recién inaugurada tienda de complementos franceses que tanto éxito está teniendo.

Diego le dijo que salía pero no adónde. O ella no le entendió. Quizás ha ido a visitar el terreno de la calle Barclay, en el que esperan construir la primera iglesia católica de la ciudad. Está obsesionado con el proyecto. Todas las semanas recibimos en casa a varios dignatarios católicos de España, Portugal y Francia, hablan de la formación de una mesa para la Congregación junto con los miembros católicos americanos del Congreso. Después, el padre O’Riordan celebra misa en nuestro saloncito. Yo me quejo del ajetreo pero la verdad es que me pone enferma el espíritu anticatólico de los colonos que parece se resiste a desaparecer. Nadie lo sabe pero cada vez que veo “No Popery” en una bandera, me persigno y deseo que ardan en el infierno ¡Cosa que probablemente ocurrirá!

Puede que, aprovechando el buen tiempo, haya ido a pasear por Bowling Green. Lo que es seguro es que no se llevó el carruaje.
¡Ah! Ahí está… a tiempo para la cena.
Mientras le pongo al día de las novedades, me interrumpe para pedirme que tenga preparada la lámpara de aceite de su mesa. Trabajará en su discurso después de la colación. Hace casi dos años que vivimos a este lado del charco y aún no nos acostumbramos a algunos horarios.

En poco más de un mes, en julio, Diego presentará credenciales ante el Congreso como diplomático, bajo el reinado de Carlos III y a las órdenes del Ministerio de Floridablanca.

Yo ando ocupada supervisando la indumentaria que llevará, intento convencerle de las nuevas influencias francesas pero él es firme: casaca, chaleco, calzón a media pierna y mangas ajustadas con un  puño a la muñeca. Nada de solapas y nada de peluca. Si acaso usará un pequeño pouf ( he de acordarme mandar que lo empolven)

Efectivamente, ha estado paseando dándole vueltas al discurso y le animo a hablarme de él. Sé que está preocupado por el asunto del Mississippi, pero yo no creo prudente exponerlo todavía. Diego intuye que los intereses divergentes del Norte y el Sur acabarán llevándonos a otra guerra. Por eso quiere conseguir una renuncia expresa del Congreso a todo derecho de navegación por el curso inferior del río, en favor exclusivo de España.
El dramático espectáculo de desunión que ofrecen los estados del norte y del sur, constituyen, a su modo de ver, el mayor desafío al que se enfrenta esta jovencísima nación.

Yo no lo dudo, mi marido es un comerciante experto, un hombre sagaz y un astuto observador. Un gran conocedor de este rico y fértil país y sus gentes. Sin embargo, le propongo centrarse en lo que nos ha traído hasta aquí.
Le sugiero que hable de su papel como intermediario financiero entre la Corte española y las Colonias. Diego se sabe de memoria las cifras. A través de su empresa familiar naviera y comercial, dedicada al salmón, vino y azúcar, la Corona española aportó veinte mil reales de plata, que aquí fueron bautizados como Spanish Dollars.
Doscientos quince cañones de bronce, treinta mil mosquetes, trescientas mil libras de pólvora, doce mil ochocientas granadas, treinta mil uniformes, cuatro mil tiendas de campo y -Diego siempre sonríe cuando cuenta esto- ocho mil mantas de Palencia y Béjar para aprovisionar a los combatientes. La producción fue tal que, pese a la discreción pedida, ya que la Corona española apoyaba a los rebeldes en la clandestinidad, toda la comarca estaba al tanto. Milagrosamente, los británicos nunca se enteraron.
Valiéndose de la infraestructura de sus negocios, hizo realidad la promesa de España a Franklin cuando éste pidió el respaldo de Madrid frente a los colonos.

Hace ademán de levantarse y dar por concluida la velada y le retengo suavemente del brazo.
-Querido, ya te he comentado que ha llegado un paquete para ti desde Bilbao. Es algo pesado pero viene envuelto con mimo, parece frágil, y…
-Ven- me interrumpe. Sabe que me puede la curiosidad.

Lo desembala con cuidado. Se trata de los cuatro volúmenes de Don Quijote, de Miguel de Cervantes, en español. Toma su pluma y se inclina sobre el primer ejemplar.
Observo el perfil de mi marido mientras escribe. Su nariz aguileña, sus labios finos, la cejas gruesas y todavía oscuras. Su frente despejada y poblada de finas arruguitas que delatan el intenso medio siglo de vida de un hombre leal.
Lee en voz alta, sacándome de mis pensamientos : “A George Washington, primer presidente de los Estados Unidos de América, de su amigo Diego María de Gardoqui y Arriquibar”.

Sonríe, me mira y suspira.

– Lo guardaremos para cuando llegue ese día, querida.

***

2

Canicas

Lorenzo D. Rubio

Sabemos que vamos a morir. Pero nuestra fidelidad al teniente trasciende la muerte. Bernardo de Gálvez no le tiene miedo a nada. Está convencido de que su navío es inmune a cualquier embestida. No hay batalla que se le resista. El jefe de seguridad de nuestra flota, José Calvo de Irazabal, le ha intentando convencer de su temeridad. “Los cañones de las Barrancas Coloradas os harán naufragar antes de ejecutar cualquier maniobra de ataque”. Irazabal dice que la testarudez del teniente nos va a llevar a perder la batalla y al infierno. Pero Gálvez se ríe de él y aún más del peligro. A nosotros, los artilleros, el teniente nos ha arengado a que luchemos como nunca, que la gloria de España está en nuestras manos, en la pólvora de la santabárbara, en las bolas de los cañones. Asegura que el Galveztown es invencible y que saldremos victoriosos de toda afrenta que abordemos.

Yo no le creo. Pero ninguno de nosotros nos apearíamos del barco y le dejaríamos solo. No. Nunca. Ni aunque nos dirijamos a una muerte segura. Somos valientes. “El que tenga valor que me siga”, ha sido su última arenga. Y nadie de la Armada es un cobarde. La mayoría tenemos familia, padres ancianos, mujeres, hijos…; es el único dolor que sentimos. La lejanía de nuestros familiares, su sufrimiento, haciéndose a la idea de que jamás volverán a vernos.

Estamos llegando ya a la bahía donde nos espera la muerte. Gálvez ha dado la orden de ataque inminente. Las baterías de cañones de las Barrancas Coloradas ya han comenzado a tronar, es la melodía de la masacre. Nosotros cargamos la balas de cañón. Bolas de cinco libras frente a una retaguardia de 32. Quizás estos sean mis últimos pensamientos. Por eso me acuerdo de Juanito. Mi hijo de ocho años. Cuando me despedí de él, mi niño estaba jugando a las canicas. Nunca falla. Es el mejor en acertar con el objetivo y con el gua.

Enciendo la mecha que se consume rauda hacia el oído del cañón. Ojalá mi hijo nunca olvide quién le enseñó esos lanzamientos de canicas tan certeros.

***

3

Pensamientos en la marcha

Román de Roma

Yo soy ese que ves con el mosquetón a modo de yugo. No sé ya cómo demonios llevarlo.

No estoy mirando al suelo por resignación, son mis pensamientos los que me tienen ocupado. No me queda otra. Acompañaría al Gobernador a donde él quisiera. Se lo merece. Es un buen hombre. Dice que vamos a recuperar Baton Rouge, pero a mí me da igual. Todo sea por salir de este maldito pantano de Dios y poner los pies en tierra seca.

No sé cuánto hemos andado ya, pero mi cuerpo ya se resiente con tanto peso que cargo y esta humedad asfixiante. Mis pertrechos me pesan un quintal y no me dan tregua. Si no fuera porque llevo dentro la carta que la madre de mis hijas me dio antes de partir de Nueva Orleans, los tiraría ahora mismo sin lástima.

¡Duelos y quebrantos! ¡Mis pies! Lo primero que voy a hacer cuando salgamos de este apestoso charco sin fin, será ponerles unas calzas secas. Lo juro. A estas alturas deben estar como los garbanzos en remojo que ponía mi abuela en Málaga la noche anterior de hacer ese potaje que tanto me gusta. Pobre, a mi esposa canaria no le sale igual, pero compensa su empeño; su sacrificio en todo. Desde que salió de su isla solo ha hecho trabajar esta nueva tierra.

Ahora somos más de los que salimos en agosto de este año 1779, gracias a los colonos que nos encontramos y que se van sumando a la causa. Voy acompañado de un buen puñado de hombres libres que quieren participar en el comienzo de una nueva nación. Eso dicen. Indios de la tribu chactás, negros nacidos aquí, franceses de allá… Ojalá este Nuevo Mundo llegue a ser mejor que el Viejo. Con más Gobernadores como el que va a caballo, para arriba y para abajo de la columna que formamos, una y otra vez, vigilando que nadie se quede atrás. Sepa Dios qué harán después si tienen lo que anhelan.

Este bosque está más en penumbra que la razón del rey inglés Jorge III: “el loco”. Al menos tengo el consuelo de que en esta época del año no hay muchos mosquitos en el Gran río del Espíritu Santo: el único que sabe dónde diablos quedan los restos de Hernando de Soto. Dios ya le habrá dicho que el mar del Sur que tanto buscaba está más al oeste.

Menos mal que va en vanguardia ese nativo que acompaña al del mosquete al hombro. Sé con certeza que estos indios conocen bien el camino. Eso me consuela. Al fin y al cabo ellos viven en estas tierras mucho antes de que llegásemos nosotros.

Creo que el del tambor no saldrá de ésta. Ya es la cuarta vez que se cae sin tropezar y lleva toda la caminata quejándose. Él sabrá por qué está aquí. Dicen que el que tiene padrino se bautiza, y se ve que el suyo solo habrá podido conseguirle el puesto de tamborilero. Yo prefiero morir contra el anglosajón empuñando un arma, a diñarla con las baquetas en la mano. Cuestión de principios.

El jabato que tengo a mi izquierda, y que tira de la barcaza que transporta el cañón con ayuda del indio, los tiene bien puestos. Está demostrando en lo que llevamos de campaña que tiene arrestos. Ayer durmió poco y aun así, sigue estando el primero para todo. Solo hay que mirarle la cara: lo dice todo. Solo espero que no contraiga ninguna enfermedad. Aquí los males de salud vienen sin darte tiempo a coger el rosario.

Esta es la vida de España: somos hijos de mil padres que nos crecemos en los momentos difíciles. Llevamos a griegos, romanos, castellanos, aragoneses…en nuestra sangre. La misma que viaja por todo el ancho mundo y que camina hacia el deber que hay que cumplir. Mis pies mojados son un ejemplo claro.

Todas las imágenes son extraídas del cuadro llamado “la marcha de Gálvez” del pintor Augusto Ferrer-Dalmau.

***

4

La escudilla servirá

Jose´García

Arrancó la pechera con las pocas fuerzas que le quedaban y acercó la mano a la herida abierta. Con decisión, introdujo dos dedos sucios hasta que notó algo esponjoso. «Se acabó», pensó con resignación, mientras trataba de boquear aire. Respirar se había vuelto tan difícil como coger agua con un tenedor.

Se dejó deslizar desde el tronco en el que estaba apoyado hasta el suelo. Por primera vez desde que había llegado, prestó atención al cielo azul americano. «No es mi cielo», se lamentó. Echó de menos las nubes, el orballo, el eterno color gris… Todo lejano y perdido, por culpa de una guerra de la que nunca se sintió parte. «Imbéciles do carallo». Escupió las palabras y la sangre, con rabia, abarcando en su insulto a propios y a ajenos, a aliados y a rivales.

Sintió que la vida se iba con el humo que salía de su herida. «No, no, no, no, no. Así no». El deseo de morir en su tierra le hizo incorporarse. Apartó el arma y logró coger, con esfuerzo, su zurrón. Nervioso, metió la mano en el interior y rebuscó hasta dar con su objetivo. «La escudilla servirá», se dijo. La puso en el suelo y empezó a trazar cruces en la tierra, tres a cada lado del viejo recipiente metálico. Al finalizar la sexta, posó su mano sobre el improvisado escudo, murmurando: «Galicia». Cerró los ojos y se dejó ir, de vuelta a su casa, aferrado a su cáliz de estaño.

***

5

El Rey subversivo

Óscar Coca

—¡Signor, Signor! -gritaba con mi acento genovés, mientras corría desbocado por las estancias del palacio. — ¡Signor! ¡Los colonos se han levantado en armas!
 
Dos pequeños ojos sorprendidos, ‏ aposentados sobre una alargada nariz que terminaba en un fresón de carne, se asomaron por una de las puertas. A la cabeza de frente despejada y peluquín descolocado, le siguió el resto del cuerpo y Carlos III de España se plantó frente a mí:

—¿Qué colonos son esos que estropean mi deliciosa rutina? — Y esperando que mi aliento se recuperara, me ofreció un poco de agua. — ¿Qué malogrado desorden invade los territorios españoles? ¡Responde por San Jenaro!

—Disculpad mi vehemencia al traeros esta buena nueva, Majestad. — De repente, el rey me lanzó una mirada desconcertada, pero tan fría e hiriente que congeló mi lengua. Su boca de labios finos alzó la voz, incomodada por mi silencio:

—¿Pero de qué buena nueva me habláis? ¿Estáis senil? ¿O simplemente loco? —  Herido por su ironía, preferí bajar la cabeza y el monarca cambió su gélida mirada por la calidez de sus palabras: — Y os recuerdo que debéis olvidar la formalidad de mi rango en privado, querido Girolamo.

Carlos nunca me interpelaba por mi apellido: Grimaldi; pues solía llamarme Embajador o Secretario.  Sólo cuando reconocía un error, utilizaba mi santo nombre genovés, así que levanté el rostro y proseguí:

—Carlos, las trece colonias continentales de los ingleses en las Américas se han sublevado contra George. ¡Su pequeño imperio se derrumba!

Una sonrisa pícara asaltó la cara del déspota Carlos, a lo cual respondí con otra sonrisa, satisfecho de agradarle. Sin embargo, recuperó la complexión reflexiva de sus alargadas facciones cuando tropezó con un espejo de la estancia. El ilustrado Carlos se colocó el peluquín y me propuso:

—Secretario, es nuestra oportunidad para recuperar Gibraltar y Menorca. Ayudaremos a los rebeldes y los ingleses perderán las rocas que les abren las puertas del Mediterráneo.

—Vos mismo sabéis que Louis no está preparado para enfrentarse a Inglaterra. Por otro lado, España está esperando las flotas mercantiles procedentes de las Américas.

Si Francia y España no están en condiciones suficientes para protegerse de las argucias y artimañas que emplean los corsarios de George, exponer nuestros barcos supone un riesgo que peca de exceso, Carlos.

—Cierto, Secretario. Sin embargo, de no hacer nada pecaríamos por defecto, pues es posible que podamos debilitar el poderío de los ingleses hasta que estemos preparados. — Carlos volvió a sonreír con picardía y reconociendo que algo me ocultaba le pregunté:

—Contadme, ¿qué sabéis que yo no sé?

—Francia estará lista para la guerra dentro de un año. Crearemos un fondo secreto de financiación y equiparemos a los colonos sublevados con uniformes, pólvora, mosquetes, bayonetas, cañones, balas, granadas y tiendas de campaña. Mientras los rebeldes mantienen ocupado a George, España y Francia podrán rehabilitar su Marina de Guerra, sin levantar sospechas sobre nuestras intenciones.

Mis reservas a implicarnos en una acción subversiva de tal magnitud eran pocas, pero vitales para España. No era el miedo quien me invadía, sino la precaución, pues el triunfo de los rebeldes sería un ejemplo, difícil de resarcir, que podría cundir por los Virreinatos de España en las Américas. Cuando me disponía a exponer mis reticencias a un plan que alentaba la traición, el monarca me dejó con la palabra en la boca:

—Pero decidme, Secretario, ¿a quién encargaríais tal empresa? ¿Aviva algún nombre vuestra testa?

—¿Qué os parece Diego de Gardoqui? — Respondí casi de inmediato.

Carlos se dirigió a una de las ventanas desde las que se veía el precioso jardín aletargado que, aquella tarde de verano, se extendían hasta la Sierra de Guadarrama.

El rey se llevó una mano a la barbilla y respondió:

—Bien. Me gusta Gardoqui para esta causa. Buen negociador y conoce el idioma de los rebeldes. Además es vasco, como aquel Blas de Lezo que pateó a los ingleses faltándole una pierna, un ojo y un brazo. Gardoqui también sabe sacar partido de una desventaja. — Caminó ‏hacia mí, me abrazó y se dirigió hacia la puerta de la que había salido. — Informad de nuestra conversación a vuestro hombre de confianza y   partid con mi bendición, pues los servicios que habéis prestado a  la Corona han mostrado la enorme valía de vuestra persona. Ahora,  dejadme acabar la siesta.

Quise exponerle mis inquietudes, pero era mejor esperar al día siguiente. La impecable rutina diaria del rey era digna del más disciplinado de los Borbones. Quebrantarla suponía un suplicio para el campechano Carlos.

Intranquilo por la idea subversiva que rondaba la cabeza de mi querido Signor y que, sin lugar a dudas,  había inspirado su lectura de El príncipe de Maquiavelo,  me retiré. Presentía que tarde o temprano, tras el dinero, los cañones, la pólvora y las balas, irían los hombres. Uno detrás de otro… Pobres diablos.

***

6

La bayoneta

Ildefonso Labrot

Me dijeron que el motrileño se pasó cinco minutos seguidos sin parar de reír diciendo que “enzartaba las cabeces de los dragones igual que las de los jureles”.

Y el caso es que el cuadro debía tener cierta gracia porque las chanzas de españoles e indios hacia aquel desdichado casaca roja no descansaban en ninguna boca.

Al intentar escapar el inglés y volver la espalda al motrileño, éste avanzó los brazos y alcanzó la bayoneta a hacer carne en el cuello, atravesándolo y dejando clavado cómicamente al pelirrojo en el tronco de un árbol, con el acero encontrando de nuevo la luz a través de la boca

El caso es que el Teniente Escalona entendió que aquel capitán podría darnos mucha información sobre las fuerzas de Campbell en Pensacola y que tanto el señor Pollock como nuestro General Gálvez estarían encantados de conocerlo, por lo que ordenó que lo desclavaran con sumo cuidado del árbol y lo acompañaran a nuestro campamento para ver si yo podía hacer algo por tan preciada pieza.

Y así me lo encontré yo, en la mesa de la tienda con cara de terror y con una bayoneta que entraba bajo la zona occipital derecha, en la transición al cuello, y que salía por la boca, habiendo fulminado su afilada punta los dos incisivos centrales superiores y parte del maxilar.

Apenas sangraba un poco por la boca, pues a esas alturas ya había funcionado la coagulación sanguínea y uno de los cubanos le había limpiado con agua las costras de la cara.

-¿Qué piensa hacer, doctor?

Me hacía gracia que aunque mi vida estuviese dedicada a la cirugía, se me siguiera tratando como doctor, a pesar de que no llegué a ejercer ni un minuto como médico tras acabar los estudios en Salamanca, pues me fui directamente a Cádiz a formarme como cirujano de la Real Armada para disgusto de mis padres, que no tenían en mayor estima a un cirujano que a un barbero.

Me asaltó el recuerdo de mis padres cuando reparé en que mi ayudante estaba tan expectante como la escolta de cuatro hombres que vigilaba al inglés y que por nada del mundo iba a perderse el espectáculo.

Todos me miraban fijamente y mi cabeza daba vueltas a la anatomía cervical imaginando la trayectoria del acero y las estructuras que podría haber interesado, en un intento de poner en orden las posibilidades de supervivencia, pocas a todas luces, de aquel joven oficial, el cual me miraba con ojos suplicantes sin entender una palabra de lo que se decía allí. Pero lo que seguro podía detectar sin hablar nada de español era que yo estaba tan preocupado por su destino como cualquiera en aquella tienda y que no tenía seguridad de que pudiera ayudarle en demasía.

-Gabriel, ¿crees que puede un hombre vivir con una bayoneta clavada que sale por la boca?- le pregunté a mi ayudante tratando de relajar el ambiente.
– No, doctor, no lo creo.

– Pues quitémosle a este inglés ese acero. Prepara mis instrumentos.

Confiaba en lo que tantas veces nos dijo Virgili sobre la flexibilidad de las arterias y su capacidad para moverse como una anguila.

Por eso, más que la carótida, me preocupaba la yugular. Sospechaba que la propia bayoneta estaba actuando de tapón al desgarro de débil pared de la vena y estaba conteniendo la hemorragia que se iba a desencadenar sin remedio al retirarla.

-Gabriel, voy a proceder.

El silencio sepulcral de la tienda era la antesala de la desesperación.
Poco a poco fui retirando la bayoneta, que empezó a desaparecer de la cavidad oral al tiempo que el brillo de la punta se perdía en la pared faríngea y todos contuvimos la respiración esperando la sangre con rojo vivo arterial o rojo apagado venoso e identificar el origen de la fatal hemorragia incoercible.

Pero la bayoneta se fue. Fuese y no hubo nada. Aún estuvimos varios minutos esperando una explosión de muerte tardía por el desprendimiento de algún coágulo.

Pero no, aquel capitán inglés tuvo la suerte de su lado en una situación en la que de cien veces moriría noventa y nueve.

La mirada del pelirrojo se clavaba en la mía cuando lo sacaron de la tienda tras acabar de suturar la piel. No hizo ni un gesto de dolor mientras la aguja hacía su cometido y en los ojos nos leímos su gratitud a mi trabajo y mi reconocimiento a su entereza.

Había conservado la vida y perdido dos dientes.

Devolví la bayoneta al motrileño y Gabriel organizó los instrumentos para atender al siguiente herido.

***

7

El juego del mariscal

Manoli Vicente Fernández

Hacienda de la Gorvorana (Realejo Alto, Tenerife 1757)

Ha logrado burlar la vigilancia de todos y entrar a pleno día en el despacho de papá. Sabe del escondite secreto de los soldados y no tiene miedo a caerse de la silla con tal de llegar a su objetivo. Una vez se hace con el botín, se sienta a la mesa y despliega toda la artillería, en la que no faltan bergantines de guerra con sus cañones. Agrupa a los soldados según el color de su uniforme y saca del bolsillo de su pantalón un pañuelo, que extiende  para simular un ancho mar que separa ambos bandos.

Tan entretenido está el niño en surcar los mares a través del fuego enemigo, en sobrevivir a emboscadas y salir victorioso en su estrategia, que no oye el ruido de pasos acercándose ni se da cuenta de que han abierto la puerta.

Su padre, Matías de Gálvez y Gallardo, Virrey de la Nueva España, cambia en un instante el rictus de contrariedad de su rostro, al ver invadido de esta forma su despacho, por un gesto de complacencia  al fijarse en la concentración del hijo que juega, voluntarioso y con brío, a ser militar. El Virrey padre, carraspea y ante la súbita sorpresa infantil, pregunta con voz firme:

―¿Qué estás haciendo, Bernardo?

―La guerra, padre, la guerra ―contesta el niño.

―Ah, sí ¿Y cómo va la empresa?

―Muy bien, mira:

¡Yo solo, como un valiente, cruzo el fuego en mi bergantín y logro la victoria!

***

8

Algo llamado independencia

Vanesa Marcos Reyes

Mis dedos rozaron la tierra que había quedado en el suelo. Aún se podían percibir los gritos y algunos disparos provenientes del exterior. Abracé mis piernas con todas mis fuerzas, esperando poder pasar desapercibido entre la montaña de escombros a mi lado.
Debieron pasar minutos, horas, o quizá tan solo segundos antes de que la voz de mi hermana mayor irrumpiera en la habitación. No le hacía falta asomarse para ver dónde me encontraba; ella me conocía de sobra.
—Debemos ir a trabajar. Sal de ahí.
Su voz sonó firme. Siempre lo era.
Yo me puse en pie y apenas me entretuve en sacudir mis pantalones con las manos para intentar que quedaran lo más presentables posible. Aunque no parecieron serlo lo suficiente para ella, que me observó con el ceño fruncido.
—Volveré por la noche, Henrik. Te aseguro que traeré alguna historia nueva que contar.
Me despedí con la mano de mi tío justo antes de salir de nuestro pequeño hogar.
Las calles estaban abarrotadas de adultos corriendo de un lado a otro con objetos en sus manos. Mi hermana me sujetó con fuerza el brazo, obligándome a seguir su paso.
Nunca entendí por qué iba todos los días a esa casa si odiaba su trabajo. Estoy seguro de que ella habría servido perfectamente como capitana de alguna tripulación, o incluso del ejército. Pero ella nunca quería hablar del tema. Solo repetía la misma frase una y otra vez.
“Lo entenderás cuando seas mayor.”
Mientras me encargaba de limpiar los suelos por mi cuenta, dejé que mi vista divagara a mi alrededor. Debía observar y escuchar todo lo que aquellos hombres hablaban para así conseguir una historia nueva que contarle a Henrik cuando volviera.
Mi corazón comenzó a latir a una gran velocidad cuando uno de los encargados me miró directamente. Yo solo quería ser invisible.
Hablaban de algo llamado independencia. De guerra. De un futuro feliz. Mi hermana siempre me ha dicho que no tengo que creer en esas palabras. Que los adultos prometen cosas que luego no son capaces de cumplir. Pero yo quería pensar que tenían razón. Que íbamos a tener un hogar. Y, sobre todo, que íbamos a ser felices. Significase lo que significase aquella palabra.

Más hombres pasaron a nuestro lado en el camino de vuelta a casa. Llevaban armas que no había visto nunca antes, por lo que supuse que debían ser de cargos muy altos. En algunas ventanas se agitaban banderas polvorientas con tanta energía que me dieron ganas de gritar hasta a mí.
—Te lo aseguro, tío Henrik, ha sido sorprendente.
En cuanto llegamos a la habitación corrí hasta colocarme a su lado, deseando contarle todas las novedades que había escuchado a lo largo de la tarde.
—Dicen que ya estamos avanzando en la independencia. Que toda la guerra se acabará pronto y que vamos a ser libres. ¿Crees que yo podría apuntarme para ayudar? —era incapaz de borrar la sonrisa de mis labios, y tan solo me detuve para sentarme con las piernas cruzadas en el suelo antes de proseguir con la historia—. ¡Hasta he visto a unos señores que hablan un idioma extraño! Por lo visto han venido a ayudarnos desde un país muy lejano.
—España —mi hermana intervino desde el otro lado de la habitación, aunque ella ya estaba echa un ovillo en el suelo para dormir.
—¡Eso! ¿Tú también los has visto? Al principio me han dado un poco de miedo, pero ahora me gustaría saber más de ellos —me giré hacia Henrik, que permanecía a mi lado con los ojos cerrados—. Te lo aseguro, tío Henrik, vamos a ganar esta guerra. Vamos a ser libres. Yo lo sé.
Le dirigí una última sonrisa antes de dormir. Él aún tenía la piel pálida, sin moverse ni un solo milímetro desde aquella explosión que tiró la pared semanas atrás.

***

9

Valientes

Cristóbal Tejón

El día del desfile militar, la ciudad de Nueva York se había convertido en un verdadero hervidero de alborozadas emociones. Aunque había amanecido un día plomizo, la alegría que irradiaba el pueblo neoyorquino y el bello aspecto que presentaban sus calles, engalanadas para la ocasión con los colores patrios: rojo, blanco y azul, donde las gentes paseaban inmersas en un estado de incontrolable emoción y alegría desbordada, hacían que pocos se percataran de tal insignificante detalle.  Ciudadanos procedentes de todos los rincones de la nueva nación se habían desplazado hasta la capital del país, con el fin de no perderse la toma de posesión del que sería el primer presidente de los Estados Unidos de América, el General en Jefe, George Washington. Ceremonia que tendría lugar en el “Federal Hall” de la ciudad. Durante los largos y duros ocho años de guerra, desde los primeros enfrentamientos entre colonos y soldados ingleses en 1775 hasta la celebración del Tratado de París de 1783, los hombres y mujeres norteamericanos habían sufrido  las furibundas embestidas de los ejércitos de Su Graciosa Majestad, Jorge III, destinadas a intentar mantenerlos bajo el yugo inglés. En el rostro de la mayoría de los allí presentes, se reflejaba aún las penurias de la guerra. Muchos habían pensado que jamás podrían haber vivido lo suficiente para poder ver aquel día y presenciar el desfile que recorría las animadas calles ante un pueblo enfervorizado. Los vítores, risas, bailes y cánticos se habían apropiado de la ciudad. La comitiva dirigía sus pasos hacia el lugar donde Washington tomaría posesión de su cargo y un lugar destacado en la historia, cuando de repente, el nuevo presidente de la república, a la altura del puerto, se detuvo para fijar sus garzos y penetrantes ojos en uno de los barcos que allí se encontraban atracados. Los otros padres fundadores: Thomas Jefferson, Benjamin Franklin, Alexander Hamilton, John Adams, John Jay…  quedaron sorprendidos y expectantes ante el gesto de su líder.  De entre todos los navíos, tan sólo uno, vestía un pabellón extranjero. Era el único no patriota al que se le había permitido estar aquel día en el puerto de Nueva York. Washington lo miraba fijamente con mirada agradecida; no obstante, sabía perfectamente que sin lo que simbolizaba aquel barco, seguramente aquel desfile no se estaría celebrando, ni él podría tomar posesión como presidente de un país que no hubiera existido. Aquel bergantín no era otro que el Galveztown, en el que el aguerrido Bernardo de Gálvez había desafiado a la muerte, y despreciando los cañones británicos había entrado en la Bahía de Pensacola al grito de: “El que tenga honor y valor que me siga. Yo voy por delante para quitarle el miedo”, empuñando su sable y ordenando a sus artilleros que respondieran al fuego inglés del fuerte de las Barrancas Coloradas para que les quedara claro que ante ellos se encontraba un soldado español; contagiando la valentía necesaria a sus hombres para tomar el inexpugnable bastión inglés desde donde los casacas rojas controlaban el Golfo de Méjico y el flanco sur del teatro de operaciones de la Guerra de Independencia de las Trece Colonias. Le hubiera gustado que tan valiente personaje hubiera desfilado, en aquel emocionante día, a su lado, pero ya hacía tres años que la muerte había reclamado sus servicios. A la memoria le vinieron los innumerables informes y despachos en los que se le informaba de las valerosas acciones de las tropas españolas contra las tropas inglesas a lo largo y ancho del planeta, allí donde se toparan de bruces con la “Union Jack”, gracias a las cuales, sus tropas y las francesas habían podido al fin derrotar a los ingleses en la definitiva batalla de Yorktown. Recordó como el oficial patriota, George Rogers Clark, le informaba de la valiente defensa de San Luis de Illinois por parte del capitán español, Fernando de Leyba en las vastas y salvajes tierras de Misuri, donde con veintinueve soldados del Regimiento Fijo de la Luisisana y una exigua y mal adiestrada milicia había repelido un ataque enemigo por parte de un cuerpo de ejército formado por más de mil soldados regulares ingleses e indómitos guerreros ojibwas, liderados por Machiquawish y temibles guerreros sioux, a las órdenes del gran jefe Wabasha, capitán que días después moriría en tierra extranjera, enfermo y agotado por la batalla; o como Francisco Saavedra había reunido el dinero suficiente entre los comerciantes cubanos para que sus soldados pudieran continuar luchando contra las tropas de Cornwallis; o  como su gran amigo, el alicantino Juan de Miralles, empresario y creador de una amplia red de espías al servicio de la corona española, y por ende, al servicio de los patriotas, prácticamente había fallecido entre sus brazos en Morristown. También recordó la gallardía del viejo lobo de mar, don Luis de Córdova y Córdova, al que según sus informes, había capturado un doble convoy inglés al oeste del Cabo San Vicente, que había resultado ser uno de los más duros golpes dado a los ingleses en aquella guerra y en toda su historia. También sabía de la figura de Matías de Gálvez, padre de Bernardo de Gálvez, y como desbarató con su victoria en la Bahía de Honduras el plan inglés de romper el continente americano en dos y debilitar a los ejércitos aliados. Pensó que era de justicia que aquel barco estuviera allí atracado. Las raíces de la joven nación norteamericana también estaban regadas con el oro y la sangre española.

-¡Señor! ¿Sucede algo?-inquirió Thomas Jefferson que se encontraba a su lado algo preocupado.

-¡En absoluto, señor Jefferson!-contestó con voz poderosa y segura el General Jefe.

Giró la cabeza y tras él pudo ver al vasco Diego Gardoqui, embajador de España en la nueva nación, del que igualmente conocía sus ímprobos esfuerzos, a través de sus empresas, para ayudar a la causa patriota. Tras echar una última mirada al Galveztown, volvió en sí, y continuó marchando junto a sus aliados en dirección hacia la eternidad.

***

10

Flores para los vivos

Jorge Aldegunde

Recorrió junto a su madre la distancia que mediaba entre el desgastado portón principal y las primeras tumbas del cementerio. Caminaban callados; ella con aquel rostro solemne y triste, y él expectante – confiando en encontrar una ocasión para darle su mano o cogerla del brazo. Lo que fuera – pensaba él, con tal de romper aquella distancia indescifrable que, de un tiempo a esta parte, los separaba.

Ella visitaba los lugares donde descansaban los suyos y, metódicamente, eliminaba los tallos ajados, reponía los ramos marchitos y cambiaba el agua de las jardineras. Solía traer crisantemos, claveles, gladiolos y rosas recién cortadas del campo o traídas de encargo, según el caso. Su amor por las flores convertía aquel gesto en algo mágico, capaz de llenar de color y esperanza aquel lugar de recuerdo y pesar.

Ojalá – pensaba él – pudiera hacer lo mismo con su mirada, devolverle la luz que antaño irradiaba. Recordaba no pocas ocasiones en las que aquellos ojos azul profundo lo miraban y protegían de las aristas del mundo. Pero ahora están marchitos – se dijo, como las flores que, tercamente, se afanaba en cambiar para honrar el recuerdo de los fallecidos.

Se aproximaron a aquel recodo en el que se encontraban las lápidas más antiguas; vidas pasadas que él no había llegado a conocer. Entre ellas, la de Alejandro, del que tantas veces habían hablado en tardes de sobremesa: había combatido, a las órdenes de Bernardo de Gálvez, en la batalla de San Luis – a orillas del río Misisipi, en plena Guerra de la Independencia americana. Realidad o leyenda familiar, contaban que se había hecho enterrar con un trofeo de guerra – la cabellera de un soldado inglés. Mucho más reciente, encontraron el sepulcro que sus abuelos Juan y Teresa compartían. Su madre se arrodilló frente a él para musitar una breve oración y dejar un pequeño ramo de lilas. Más adelante, casi en la esquina norte del cementerio, la más fría, llegaron a un lugar donde una losa reciente daba paso a una hilera de nichos. Allí su madre se detuvo y depositó un manojo de azucenas. La tarde avanzaba; el viento comenzaba a despertar y movía ligeramente las copas de aquellos jóvenes cipreses que se erguían sobre el muro del cementerio y flanqueaban el lugar.

Recordó que, muy pronto, sería el cumpleaños de su madre. Y que hacía demasiado tiempo que no le regalaba flores. Pensó en un inmenso ramo de margaritas, rosas de vivos colores, gerberas blancas y coloridos tulipanes. Qué mejor obsequio para quien nunca olvidaba traer flores para los muertos.

Cuando su madre se levantó, observó que sus ojos brillaban, y que su rostro apenas ocultaba una mueca de profundo dolor. Pensó en abrazarla y se acercó, hasta que sus miradas se cruzaron. No le extrañó la frialdad de sus ojos mojados, pero sí la imprecisión de aquella mirada que lo atravesaba, desenfocada y rota. Buscó en su memoria recuerdos de tiempos más felices, en los que ella le regalaba sonrisas sin apenas merecerlo. De largos paseos por la ciudad en los que, con paciencia infinita, le enseñaba a leer los letreros luminosos de las tiendas. De soleados días de verano con postres en forma de bola de helado que, indulgente, siempre le consentía repetir. De algún lugar de su memoria brotó la conciencia escondida de su enfermedad. De tardes postrado en camas de hospital con su madre recordándole, con voz serena, que todo saldría bien. De largos tratamientos, recaídas y sufrimiento, al filo de toda esperanza. De aquella noche brumosa en la que la vio marchar, mientras le decía adiós envuelto en un mar de lágrimas. De cuando decidió no seguir luchando.

Reparó entonces en la inscripción de la losa, parcialmente cubierta por las azucenas que su madre había colocado con esmero. Las apartó cuidadosamente hasta que las palabras quedaron a la vista. Es oscura la casa en la que ahora vives, leyó. Del ramo se desprendió un viejo atrapasueños de tela que ella le había regalado.

La vio alejarse, apurando las últimas luces del atardecer. Caminaba serena; remedaba que, por un instante, hubiera sido capaz de librarse del peso de la amargura. Él se aferró al atrapasueños como, siglos atrás, su antepasado se habría aferrado a la cabellera del casaca roja.

Supo entonces que, cuando ella cerrara la puerta tras de sí, todo sería negrura y olvido.

Justo antes, la brisa le traería el aroma de millones de flores.

 

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