Se recomienda hasta la saciedad a los futuros periodistas el A sangre fría, de Truman Capote, como el gran ejemplo de nueva narrativa periodística. Con muchos y más convincentes argumentos, se debería recomendar la lectura de una grandísima obra de nuevo periodismo escrita por Ramón J. Sender. Se trata de El lugar de un hombre, uno de los manuscritos ya terminados con los que el escritor aragonés viaja al exilio mexicano en 1939. Ese mismo año verá la luz al otro lado del océano la obra que posteriormente sería conocida por el gran público como El crimen de Cuenca.
Todo empezó en el lejano 1926, del que el próximo año se cumplirá un siglo. Un extraño suceso acaecido en el atrasado campo conquense había llamado la atención de los periódicos madrileños por sus repercusiones judiciales y políticas. El regreso de José María Grimaldos a su aldea, después de quince años, desentierra los trágicos acontecimientos acaecidos como consecuencia de su desaparición en el ya lejano 1910.
Se le dio por muerto. Se acusó de su asesinato a los dos últimos vecinos con los que se le había visto. Estos fueron detenidos, torturados y obligados a confesar el asesinato, que no habían cometido. Cuáles no serían sus padecimientos que, ante la imperiosa necesidad de que hubiera un cadáver para poder condenarlos, llegaron a admitir que habían dado de comer el cuerpo a los cerdos. Ni siquiera cuando el “asesinado” apareció quedaron libres de sospecha. Que si se trataba de un impostor, de un hermano del muerto o alguien con gran parecido, que si los acusados no hubieran matado a ese habrían matado a otro, que algo habrían hecho… Baste con decir que, desde entonces, se le conocería como “el resucitado”.
El suceso puso en cuestión los métodos de la Guardia Civil, el propio sistema judicial, la endémica ignorancia de un pueblo atrasado y supersticioso y el caciquismo imperante, que instrumentalizó la desgracia en favor de sus intereses económicos y políticos.
Ramón J. Sender se interesó por el asunto en cuanto tuvo noticia. Viajó a los lugares donde se habían desarrollado los hechos —los pueblos conquenses de Osa de la Vega y Tresjuncos—, habló con todos los implicados y escribió en El Sol, a lo largo de marzo de 1926, una serie de reportajes que causaron un enorme impacto en la época. Y no precisamente por la firma, ya que Sender todavía no era el reconocido gran escritor que llegaría a ser.
La publicación el pasado año por parte de la editorial Contraseña de El lugar de un hombre, con una completísima edición y prólogo de Donatella Pini (profesora de la Universidad de Padua y una de las mayores expertas en el autor), pasó desapercibida para el gran público. Merece la pena volver sobre ella. El volumen no sólo incluye la versión definitiva de la novela, sino también las crónicas periodísticas que Sender escribió sobre el caso, desde los iniciales en El Sol en 1926 hasta un artículo compendiando los hechos en La Libertad con motivo del décimo aniversario en el año 1935. Especialmente interesante resulta este último, ya que en los reportajes de 1926 los censores “tacharon” todas las referencias a las torturas, sobre las que ahora Sender ya se puede explayar. “La nobleza y la dignidad estaban con Valero y León Sánchez [los falsamente acusados]. Con el Estado, la barbarie”, concluye.
Era tal la obsesión de Sender con el caso que volvió una y otra vez sobre él hasta que hizo el último retoque de la novela ya en 1958, para la segunda edición, cuando cambió un artículo del título: El lugar de un hombre en lugar de El lugar del hombre. Como explica Donatella Pini, “la variante sintoniza de forma significativa con un comentario añadido en el penúltimo capítulo: “(…) cada hombre, hasta el más miserable, ocupa un lugar en el mundo, y ahora se está viendo”.
Entre 1930 y 1934, había empezado a reunir el material de sus artículos con la intención de preparar una novela. Según la prologuista, debió de ultimar el proyecto en 1937, pero tuvo que dejarlo, a consecuencia de la guerra, para dar prioridad a un texto de combate, Contraataque (1938). Viaja con la novela al exilio y la publica, con enorme éxito, ya en México en 1939.
Leyendo los reportajes de Sender, nos encontramos con formas de trabajar muy actuales. Por ejemplo, en los momentos en que él mismo se implica en la acción para forzar la noticia. Como cuando lleva a Grimaldos —”el reaparecido”— al pueblo en el que no había estado en los últimos quince años. “Nuestra finalidad —explica Sender a sus lectores— era desmentir con su presencia y con sus palabras las dudas que estos días han arraigado en aquel vecindario, amenazando de nuevo la inocencia de León [falsamente acusado], que vive allí con su familia (…). Al llegar, el público rodea nuestro coche. Descendemos, y al encontrarnos con la multitud, José María [Grimaldos] comienza a decir en voz alta:
—¡Yo soy el muerto! ¡El que mató a León!”
Sender se sorprende de que ni aun así los vecinos se convencen del gran error. “La fe exige testimonios más concluyentes en estos pueblos de Castilla pesimistas y recelosos”, escribe.
También se sorprende del comportamiento del desaparecido, al que un día le dio un “barrunto” y se fue del pueblo sin decir nada a nadie. No muy lejos. A otros pueblos de los alrededores. A lo más lejos que llegó fue a Utiel (Valencia), por lo que es muy probable que estuviera al tanto de que se estaba juzgando a dos hombres por su muerte. Él tampoco es inocente. “¿Es un idiota?, ¿es un filósofo?”, se pregunta Sender. “Lo más probable es que, horrorizado por la noticia, se propusiera aplazar su regreso… Conociéndose la simplicidad de Grimaldos, se puede aceptar esta hipótesis como válida (…). El miedo al daño causado involuntariamente le hizo callar”.
Meses más tarde, Sender llevó a Madrid a León Sánchez, probablemente con la intención de seguir publicando sobre el asunto, aunque no he conseguido encontrar noticia alguna sobre el viaje. “Lo llevamos a teatros populares, donde fue reconocido, y recibió ovaciones cuyo calor le hizo seguramente mucho más bien después de las humillaciones sufridas a lo largo de catorce años”.
Del éxito de Sender en su cobertura da fe una nota publicada en El Sol a la vuelta a la redacción del enviado especial. “Nuestro compañero ha obtenido un triunfo personal en su labor y ha ofrecido a los lectores de El Sol una información completa de lo sucedido, desvaneciendo las dudas que existían sobre la identidad de Grimaldos y poniendo de relieve la inocencia de los que sufrieron todas las torturas al ser considerados como autores de un repugnante crimen”.
La labor periodística de Sender es muy meritoria —como lo fue también en Viaje a la aldea del crimen (1934), sobre los sucesos de Casas Viejas—, pero aquí alcanza su esplendor al elevarse a verdadera literatura en la novela de no ficción El lugar de un hombre, que nada tiene que envidiar a los trabajos de gurús de las nuevas narrativas. Eso sí, la acción no transcurre en California ni en Las Vegas, sino en agrestes, remotas y atrasadas, pero más exóticas, aldeas de la Cuenca de comienzos del siglo XX.


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