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Sexta Sombra: 1811, Southwark, Londres

Sexta Sombra: 1811, Southwark, Londres

A los cuarenta y seis, su cuerpo no era solo el eco de una gran belleza. Aún había un porte, una actitud. Pero nunca antes se había visto en una situación tan apurada. Ahogada por las deudas, permanecía bajo arresto con su hija en aquella habitación alquilada de Southwark, cerca de King’s Bench Prison. Al menos no estaban en una celda. Si tan solo hubiera podido salir a pasear de nuevo por las calles de la City, tal vez habría encontrado socorro económico o palabras gentiles en alguno de los caballeros que no hace tanto suspiraban por ella. Emma había roto casi todas las convenciones de aquella rígida sociedad. Ahora pagaba, tal vez, por ello. El sueño inquieto de Horatia en el camastro de la habitación contigua era la metáfora perfecta de la ingratitud de una nación. Nadie se preocupaba ya por su suerte ni por la de la niña, hija del héroe británico más grande de su tiempo. Se miró a sí misma reflejada en el cristal de la alacena. Delante de una llama tan pequeña, su hermoso rostro, tal vez algo demacrado, con ojeras, iluminado como un retrato mitológico: el rostro de una diosa rodeado de oscuridad. Como Casandra, debería haber adivinado su propia caída. Aún desafiante, su mirada expresaba una elegante desesperación.

—¡Adivinad quién soy esta vez, yo que he sido Helena, y Cleopatra, Circe, Casandra, una sibila interrogante, una bacante despiadada…! ¡Mi desgracia es sólo otro disfraz, malditos! —les dijo a las sombras, mientras apuraba otro trago espirituoso.

"La pared de aquel cuchitril proyectaba intacta, con ayuda del licor y del láudano, la belleza de aquellos lejanos días"

Con los ojos nublados de alcohol y recuerdos, miraba hacia la pared a la luz de aquella vela paupérrima, como si pudiera ver los paisajes y los rostros del pasado. La casa de Merton Place junto al río, con los salones llenos de sedas y tules, susurros sobre su belleza y sordos aplausos enguantados. O los luminosos palazzi bajo el sol rotundo de Nápoles, donde William la enseñó a rivalizar con el volcán. Recordó el día de su llegada, abandonada aun sin saberlo, como una Dido o como Ariadna en la capital del Reino de las Dos Sicilias. Pero era dueña del secreto del mayor de los laberintos: el deseo. Desterrada por su amante londinense, había renacido de la lava y el humo vesubianos como Afrodita de la espuma. Más bella si cabe. Más poderosa. En la plenitud de la belleza para la batalla que la enfrentaría a fuerzas poderosas que anhelaban los secretos de su cuerpo soberbio. Política, espionaje, las cartas marcadas en su escote, junto a los latidos. Un mundo vedado, lujoso y peligroso, en el que su cintura y sus esplendorosos muslos serían escrutados y asediados a la vez por tierra y por mar. En Nápoles la protegía y la educaba el embajador William Hamilton, convirtiéndola en la más valiosa de sus posesiones. Y frente a aquella bahía había encontrado a Nelson. Los tres habían cambiado el mundo.

La pared de aquel cuchitril proyectaba intacta, con ayuda del licor y del láudano, la belleza de aquellos lejanos días. Se dilataban las pupilas de sus inmensos ojos, que regalaron tantos ensueños al mundo. Y ella se dejaba transportar a un tiempo de amor, junto al volcán, donde la lava de sus labios los abrasaría a los tres. Vesubio, tu nombre suena a beso. William se lo dijo, por fin, meses después, abrazándola con más cariño que pasión. Con él nunca dejó de aprender. El templado sexagenario se conformaba con la alegría y la belleza que le proporcionaban sus atenciones, al principio. Y con educarla. Ella se mostraba solícita, solo quería complacerle. Él admiraba a Nelson, y más que tolerar, ella siempre supo que en el fondo deseó y alentó aquel triángulo amoroso en el que poco a poco fueron adentrándose, que les mantuvo vivos, con algo hipnótico y obsesivo, como la excursión por el borde de un cráter.

"A William le excitaba especialmente cuando era el brazo herido el que acariciaban arriba y abajo los pechos perfectos de ella, apretados y liberados, con los pezones muy duros"

En los días dorados de Merton Place eran libres. Se gozaban sin disimulo en sus paseos y conversaciones, pero también en la alcoba. Casi siempre Hamilton prefería comenzar mirando, en el dulce espionaje de dos cuerpos en batalla. El de ella, perfecto, de piel alabastrina y anacarada en los pliegues, donde la luz jugaba con las sombras. El cuerpo del almirante Nelson era diferente, rostro bruñido por el mar y el resto blanquísimo, lechoso. El brazo derecho amputado por encima del codo, la pérdida de un ojo o las variadas cicatrices que recorrían su torso y piernas no restaban belleza apolínea a su desnudo. Había algo extraño, pero no repulsivo, en las extremidades superiores, tan diferentes. A William le excitaba especialmente cuando era el brazo herido el que acariciaban arriba y abajo los pechos perfectos de ella, apretados y liberados, con los pezones muy duros, sin que una mano apareciese sobre ellos, solo la blanca cicatriz. Entre suspiros, canciones y dulces palabras, Emma recibía al amante, aquellos juegos teatrales que les volvían locos.

La primera vez que su amor se hizo notorio fue inefable. Ocurrió sin pretenderlo, en Nápoles, cuando Nelson se reponía de su afección en el Palazzo Sessa y ella le estaba cuidando. Habían tenido ya algunos escarceos secretos. El dormitorio tenía aquel día los balcones abiertos y una brisa dulce movía los visillos. Cómo caen los muros de las convenciones, cómo se abre paso la erupción volcánica del deseo, sin que nadie pueda detenerla… El marino había vuelto a vestirse de uniforme, ya recuperado, y habían tomado té muy cerca de los ventanales. Estaba feliz, sonriente, enamorado hasta las trancas de la joven esposa de su amigo. Las miradas se pusieron incandescentes. William Hamilton controlaba como buen diplomático un verdadero terremoto interior al ver a Emma cimbreándose divertida entre los dos, acariciando sus caras, o sus brazos, en una inocente y animada charla que mezclaba los planes antirrevolucionarios, las antigüedades de Herculano, los horizontes de la Navy y las miradas melancólicas hacia la villa de Tiberio en Capri. Había tanta admiración que todo ocurría más allá de los celos. Llegado un punto, Nelson no pudo disimular más y le pasó la mano por la cintura a Emma. Ella miró a su esposo, interrogante, y él se mantenía inmóvil, con la taza en los labios. Pero todos supieron que aquella quietud era una aprobación. Comenzaron a besarse y, lentamente, se fueron acariciando. Pronto se encontraron camino a la cama, desnudándose apresuradamente sin dejar de besarse. Al llegar al lecho volvieron a mirar. William, excitado y complacido desde la silla, les observaba con curiosidad y una sonrisa. Siguieron.

"Horatio le besó el coño con delectación, muy muy despacio. Su lengua rodeó los labios menores y llegó al clítoris"

Emma le ayudó con el vestido y se le ofreció totalmente desnuda, sin parar de hablarle. «Soy una nereida y tú eres un capitán apuesto y te has perdido; ven conmigo, naufraga conmigo y podrás conocer los únicos secretos del mar que aún se te resisten. Vamos, besa el mar en mi boca, ámame hasta el fondo…». Nelson se deshizo de los pantalones y calzones y mostró su sable desenfundado. Se lanzó sobre ella y comenzó a chuparle los pezones y morderle suave y deliciosamente los pechos. «Emma, ¡amor mío!». Poco a poco fue bajando por el vientre, por el ombligo, que rodeó con la lengua, hasta el pubis. «¿Sabes que los bordes de la cima del volcán se llaman labios? —susurró ella, mientras hundía sus dedos en el cabello rizado del amante—. Por ellos habla la tierra un lenguaje brutal, atávico, una lengua de fuego, ya olvidada por los mortales. ¡Bésame el volcán, amor mío, háblame con los labios en mis labios!». Horatio le besó el coño con delectación, muy muy despacio. Su lengua rodeó los labios menores y llegó al clítoris. Besó y chupó, jugueteando con el hinchado montículo. Ella apenas podía hablar, pero sabía que William, a pocos metros, estaba muy excitado. El Vesubio era su pasión. Y aquella tarde de sol en la bahía dibujaba nítidamente los cuerpos de los amantes, que exhalaban un placer parecido a fumarolas invisibles para todos menos para él, que nadie más en el mundo conocía. Ya para siempre el volcán sería suyo, de los tres, una fuerza indómita y peligrosa trasladada a sus corazones.

—Mi corazón es de fuego —dijo ella, jadeante.

Nelson se levantó y la giró. Sin poder aguantar, la tomó por detrás. Aquellas nalgas blancas y redondas eran perfectas, y deseó por una vez tener de nuevo sus dos manos para un tacto tan suave. Su única mano las recorría mientras daba empellones rítmicos que transmitían la vibración a sus carnes y la volvían loca. Su brazo derecho se agitaba de manera casi infantil. Sin que ninguno de los dos se diese cuenta, William había llegado hasta la cama. Se había tumbado boca arriba junto a Emma y desabotonado los pantalones. Ella, de rodillas con los ojos cerrados, los abrió y sonrió mientras gemía. Se introdujo el miembro de su marido en la boca para darle placer de inmediato. Él comenzó a acariciarle las tetas con su mano derecha, algo que excitó secretamente al marino, concentrado en sus propios movimientos. Con la mano izquierda sobre la cabeza de su esposa, Hamilton seguía el ritmo frenético en el que los tres acompasaban. Todo era nuevo. El diplomático, músico consumado, decidió imponer un cambio de ritmo. Extendió su mano derecha hasta alcanzar el clítoris de Emma, mientras sentía sus pechos rebotar contra el brazo. Comenzó a acariciar el clítoris con el dedo y ella lanzó una exclamación, un grito ahogado por el pene de William. Mientras giraba su dedo corazón sobre el botón divino y veía nacer un insospechado placer en su joven esposa, no pudo evitar correrse dentro de su boca. Con la mano en el clítoris, sintió cómo ella contraía su sexo y su vientre mientras le bebía. Se sintió en los balcones abiertos su grito masculino, y después también percibió con su mano cómo aceleraban los empujones de Nelson. Le acarició el escroto y un poco más allá. Ella no pudo más y gritó como una bacante, como la diosa del Amor, en un estallido orgásmico profundo, un sismo de volcán, mientras el marino se vaciaba en ella sobrecogido y desconcertado por aquella situación. Se dejó caer sobre el adorado cuerpo de Emma, sudoroso y exhausto. Los tres rieron gentilmente un buen rato. Nada desde entonces sería igual.

"Su belleza única, inmensa en las olas salvajes del mar y en el placer de los cuerpos, es hoy puro naufragio en medio de la tempestad."

Los volcanes son espectáculos temibles para los mortales. Y el amor sin culpa ni cuidado parece inmortal, maravilloso, pero las vidas que lucen mucho se apagan pronto. Y los paisajes que dejan los volcanes semejan aquellos que la pasión desatada y sin límite deja en las vidas de los amantes. Páramos, millas y millas de colinas envueltas en cenizas donde el viento levanta el polvo y las águilas trazan sus círculos en las corrientes térmicas, bajo las cuales hay ciudades abrasadas, sumergidas en el fuego, devoradas por la lava, con el tiempo convertida en fría roca, en olvido. Qué poco se parece ese paisaje de ahora, el cuchitril de Southwark, a los felices días a la sombra del Vesubio y de la divina nobleza. La piel avejentada busca su propio exilio. Por mucho que ahora, con licores, Emma sea una experimentada arqueóloga de recuerdos y abra galerías para volver a contemplar aquellos sentimientos como cráteras quebradas, frescos delicados, el precio es demasiado alto. Nadie en la nación inglesa quiere conocer ya su secreto. Muerto el exquisito marido, el gran cornudo de la Gran Bretaña, ahogado en sus victorias el héroe a cuyo funeral ni siquiera le permitieron asistir, solo queda un corazón en medio de un mar de soledad y la botella con extraños mensajes del pasado.

Su belleza única, inmensa en las olas salvajes del mar y en el placer de los cuerpos, es hoy puro naufragio en medio de la tempestad. La memoria, sin embargo, chiquita, es hoy para ella como un barco diminuto construido dentro de una botella, sin viento, sin constelaciones. Se queda dormida Emma, diosa y ninfa, y la vela se apaga.

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Séptima Sombra. Via Merulana, Roma, ferragosto de 1956. Por I. Adler

Cuarenta sombras de cuarentena, nueva sección en Zenda

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