Soy un buen actor fingiendo estar vivo. Con todas esas cosas que los demás hacen por… sus motivos tendrán. Motivos, algo de lo que carezco de forma robótica, cromada, robada.
Sin embargo, día tras día casi parece que el traje de piel muerta no me cuelga. Pero no es mérito mío, no le pongo esfuerzo, no sabría cómo. Es tan solo entrenamiento, costumbre de años. El traje está ahí para vestir, pero no está vivo. No se alimenta, no respira, no interacciona. Es como un virus que haya descubierto la simbiosis. Tiene casi todas las propiedades de la vida. Salvo las importantes. Aun y así convence a otros. Siempre que no se me mire a los ojos. Cosa fácil, porque no dejo que nadie lo haga ya.
Un ejemplo de falsa cosa viva que hago es festejar… kind of, at least.
Escribo estas líneas un día antes de la celebración de Acción de Gracias. Ustedes, espero, no han (sí, “han” como obligación) de observar esta celebración. Por mi parte, muchos años, recuerdos y otras cosas que atan me obligan a tenerla en cuenta.
Seis cosas, razones, despropósitos, tengo por los que no dar las gracias en absoluto este puto año.
Encenderé un gran fuego, y le escupiré cosas inflamables, como mis palabras, o como el dolor que me corroe tal que ácido.
Escribo estas líneas y quizás salgan para Navidad, donde tampoco habrá festejos ni hipocresías de mi lado en esas fechas.
Escribo esto ahora porque durante años, en Thanksgiving, me las ingeniaba para adaptar una fiesta para personas que ahora me deben de ver como alguna especie de diablo.
No importa.
No importan. Al menos casi todos ellos.
Soy un ser hecho de recuerdos. Son la parte más viva de mi ser. Ser despreciado por quienes cuidaste, por quien amas, es una losa, una losa que bien colocada da para escribir cosas más interesantes que una columna. Ya se verá. Por el momento se aprovechan del espacio de cuerpos que deberían estar ahí para que les dedique las horas en las que la mañana aún no sabe que lo es, para que les dé vida.
Pero estas líneas van por mis Cuecueyes, por mis Tiki-tikis. Suenan a palabras indígenas. No lo sé, es lo único con lo que yo no tuve que ver. A mí me suenan a hogar, a roto, a tiempo pasado. A que venga ya la puta muerte, ostias. Ostias y por favor. Ostiaputa.
Para mí este ha sido un año de absoluta pérdida. Puedo ser radical y decir que la pérdida, las pérdidas más grandes y absolutas de mi vida.
Entre ellos mis Cuecueyes.
Un Cuecueye es una cosa que representa el hogar, la magia, la ilusión por vivir. Son unos seres que te levantan cada vez que los miras. Pero que necesitan de ti del mismo modo que tú de ellos. Son pequeñas guías, esquirlas de sol para seres en los que el alma es demasiado voluble, seres que pueden perderse en un vendaval de nada. En este caso son felinos. Vin, Ari.
Vin es un niño de mirada intensa, dorada. Con un toque de locura y despotismo que me puedo imaginar de dónde ha sacado. Es largo y lánguido como una mañana de primavera, y sabe usar su voz mejor que cualquier humano. A mi niño le gusta la paz, el sol, los olores de todo lo vegetal, y mirarme a los ojos. Y ronronearme como no le ronronea a nadie después de un día sin verme. A mí me gusta que me devuelve la vida, como aquel día en que lo rescatamos, pulgoso, parasitado del todo, afiebrado y sediento de las voraces sierpes de asfalto de Miami. Vin es mi Cuecueye de la confianza, del amor incondicional, de mi reflejo. Le dan miedo los sonidos de ruedas, quizás porque los asocie con maletas, con despedidas, con no volvernos a ver. Quizás por ese algo de profetas que tienen todos los gatos. Vin es mi hijo, el vivo, y en ese fuego que no apagaré en toda la noche no dejaré de pensar en él. No dejaré de rogar por que esté bien, ya que no lo podré volver a ver. A pesar de ello, mi niño está siempre en mis pensamientos.
Esa es la primera de las cosas por las que no puedo ni quiero dar gracias este año.
Ari es una niña hermosa, que lleva toda la jungla en la mirada. Es tan felino, tan acecho y magia, que la floresta se le continúa con un pelaje gris verdoso, suave como no lo fue el motor donde su dulce madre la parió. Ella cuida de todo el mundo, y ojalá que pueda hacerlo muchos más años. Es salvajita, pero es tan intuitiva y brava como su hermano no lo es. Hermano por el que siente una adoración intensa. Ella también nos llegó de pulguita, y había que alimentarla con biberón, y desparasitarla, y enseñarle y hacerle todo lo que una madre haría. Ari no muestra su cariño del modo en que lo hace su hermano, pero cuando lo hace es como ver llover en un campo árido y quebrado. Un fresco y tierno milagro. También es un pequeño diablo, que hace reír, siempre inventando juegos, con esa mirada seria, con esos ojos que tantas veces he mirado e imaginado junglas densas, depredadores solitarios, que saben de los susurros de la noche y de los pasos que nadie ha de escuchar. Esa mirada que tampoco veré de nuevo.
Ella es la segunda cosa por la que no agradeceré ni pinga.
Tiki-tikis. Nombre colectivo, que se les dio porque tienen la desgracia de ser tortugas, animales que la gente sitúa a medio camino entre pez y lagarto. No saben leerlas, y por eso se venden a precios de risa, cuando son pequeñas y monas. Pero crecen. Y requieren una alimentación estable, basada en su especie, edad y estado reproductor. Requieren de agua limpia, bien filtrada, sin amoniaco ni heces. Las tortugas, las Tikis, son los seres más cochinos del mundo. Y a pesar de ello, me preocupa que naden hoy entre un agua que es no es la que necesitan. También requieren de más espacio conforme crecen, de luz apropiada. De atención. Tengo temor de que se vuelvan mueble, de que una infección bacteriana las asalte. De que el macho, inusualmente más grande que la hembra, siga con sus ataques, hasta hacerle una herida. Fui responsable de que sobrevivieran. No de su compra. Eso fue una idea que corresponde a otros. Ellas sostuvieron mi espíritu tanto tiempo, con sus maneras lentas y suaves, con sus ojos pintados y la boba elegancia de su nadar. Ahora no estoy para ellas, pero no dejan de ser mi familia.
Ellas son la tercera y cuarta que no puedo agradecer.
Esto último es una cosa que fue separada antes de ser dos. Madre y feto. El feto de nombre bello, emparentado con Ari. La madre… lo diré de esta forma… No deseo hacer grandes cosas en la vida, aquello que me impulsaba ahora es garra, filo torpe, sangre negra, una absurda carga de revolver que no convierte en asesino a quien la entrena, ni en guerrero, ni en nada más que triste farsa. Pero hay una sola cosa en esta vida que he hecho bien, y que he sabido —con mis fallos, mis enormes, abismales, fallos—, y espero aún saber hacer, y esa es amar. Sufrir el amor, sentirlo, protegerlo, aceptarlo. Al final es solo aceptación. Independientemente de la cara con la que me mire la vida. Nuestro bebé debió haber nacido antes del fin de este año. No lo hará. El por qué está en columnas que nunca publicaré, por amor, por respeto. Pero esa pérdida me ha creado unos cimientos de dolor que sé que no se irán. Y a pesar de todo, a pesar de que el hombre que fui ya no existe, de la melancolía incurable, honraré mis sentimientos, por verdaderos.
Ese compromiso conmigo mismo, con la esencia de algo que nació hace tantos años y lo que iba a nacer, es la quinta cosa por la que no dar gracias. Preferiría un algo tangible que agradecer, no una tragedia a la que serle fiel.
Hay plantas que saben leer. Es más, hay flores que solo quieren leer y escribir. Entre ellas, el girasol es el más bello, el más fuerte. Los girasoles, primos lejanos de las margaritas, que se malvisten de ellas y miran embobados al sol, leerán esto, aunque desconozcan la lanza que me cruza y me clava a otra costa. El girasol que falta, pero que brilla lejano, es la sexta. La última.
Seis cosas que me acosan cada noche. Seis núcleos con los que construirme pesadillas. ¿Lo demás? Lo demás no importa. El tiempo es ya solo la distancia del núcleo del reloj al número, el arco lento que nos marca instantes indefinidos. Ese aliento que nunca puedo ya tomar pleno.
Feliz lo que sea, lector. Lo importante es que usted se lo crea. Si así lo desea.

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