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Tal para cual

Coinciden estos días en la prensa dos cineastas sin nada que ver entre ellos. Aparentemente, al menos. Walt Disney, cuya productora cumple cien años, y Martin Scorsese, que estrena nueva película.

Disney falleció hace cinco o seis décadas, mas no por eso dejó de producir, y Scorsese es el Cecil B. DeMille del siglo XXI, pese a que en sus películas no se manifiesta Dios. Tampoco hace falta: lo suple el click de los Zippo, omnipresente por encima del ñam-ñam de las palomitas. “¿Por qué suena tanto ese mechero?”, se preguntaba en voz alta un celebrado crítico de los noventa en mitad de una proyección. “Estamos en el cine”, aclaraba, “no en un anuncio de mecheros”. Un fan de Scorsese le respondía desde las butacas de club. “¡Maricón!”. En la nueva película del pequeño gran hombre italo-americano no tendremos, al menos, ese problema: la acción transcurre en una época anterior a los Zippo, así que esta vez los enganchados al manierismo no podrán disfrutar del emblemático click que en su día popularizaron soldados, hippies y rockers estadounidenses (ni extasiarse con el brillo restallante de las carrocerías de los Mercedes y los Porsche, que obliga a los personajes de Scorsese a usar las raibán incluso de madrugada). Es previsible que a cambio reciban unas buenas dosis de murmullo de la brisa en el desierto y sean testigos de vistosas masacres, ya se verá.

"Si Disney ha seguido viviendo después de muerto se debe a que su productora supo mantenerse fiel a la anti-estética establecida por el Fundador, que se resume en rellenar con mermelada hasta el pollo frito"

Si Disney ha seguido viviendo después de muerto se debe a que su productora supo mantenerse fiel a la anti-estética establecida por el Fundador, que se resume en rellenar con mermelada hasta el pollo frito. Martin Scorsese, por su parte, se ha pasado la vida rellenando sus películas de planos, cuantos más mejor, y en vez de la sala de montaje parecen salir de la cabina de realización de un evento deportivo: fatuas e hinchadas. Y es que una película no es mejor por llevar más planos. Llamar director de cine a Scorsese sería hacer un flaco favor a los Raoul Walsh de la vida, a los George Marshall, Henry Hathaway, John Ford, William Wellman y Howard Hawks, la generación que, cabalgando entre el mudo y el sonoro, se sacó de la manga el cine comercial americano a base de convertir la economía en arte: si podían resolver con dos planos, no metían diecisiete. Fieles a las enseñanzas de los viejos maestros, sus sucesores —no sé, Clint Eastwood, Woody Allen, Peter Weir o Ridley Scott, por ejemplo—, usan con firmeza la brida, conducen ellos sus cabalgaduras y nunca permiten a sus películas desmandarse y correr sueltas por el campo.

"Cada uno en su estilo, ambos practican una suerte de recargamiento ilimitado que se resume en cuanto más, mejor, sin límite ni vergüenza"

Scorsese es un realizador de televisión desubicado; Walt Disney, el inventor de una especie de blandenguería que ha terminado sustituyendo la expresión artesanal y genuina del sentimiento por una cadena de producción similar a la de los salchichones. Ternura prêt-à-porter, siempre igual de acaramelada y relamida y que en su momento, cuando él se encontraba entre nosotros y se ocupaba personalmente, dio al menos La dama y el vagabundo (el titulito se las trae), Peter Pan, Blancanieves o El libro de la selva, pero que una vez desaparecido el Maestro se ha entregado con armas y bagajes a los edulcorantes industriales y otros espantos que atentan contra los jugos gástricos del alma. Pienso en La sirenita, Pocahontas o ese horror de los horrores que es La bella y la bestia (otro título demente y que, si existía ya al margen del cine, quedó corrompido, tanto en el cine como fuera, una vez que hubo pasado por las azucaradas manos de los herederos de Disney).

La verdad es que Disney y Scorsese tienen bastante más que ver entre ellos de lo que pudiera parecer. Cada uno en su estilo, ambos practican una suerte de recargamiento ilimitado que se resume en cuanto más, mejor, sin límite ni vergüenza: a cascoporro y a morir por Dios, venga densidad, venga desmesura, venga exceso, falla y mascletà hasta que se indigeste el espectador (y si revienta, se le entierra y a otra cosa: la industria del entretenimiento está llena de digestiones pesadas, hígados derretidos y toda clase de víctimas sumergidas en crueles montañas de delirio barroco. Pero ése es otro tema y lo dejaremos para otro día, que se hace tarde y mañana habrá que madrugar). Boas noites, rapaces. Y sentidiño. A cascoporro.

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