Imagen de portada: ‘Dos figuras en el bosque’, de Vincent Van Gogh (1890).
Hay un género poco frecuentado por los autores españoles por el que, sin embargo, los lectores sienten un renovado interés: el folk horror. A todos nos resultan familiares las historias del gótico sureño que se adentran en la violencia y la oscuridad de la América profunda, gracias a novelas de Faulkner o de Flannery O’Connor. Pero ¿existe un terror folclórico hispano? ¿Una Shirley Jackson en español? En la Escuela de Imaginadores contamos con algunas voces que empiezan a explorar estas posibilidades.
El imaginador Ricard Berenguer (Barcelona, 1995), además de graduarse en la Escuela de Arte y Diseño de Vic, dirige el pódcast Burgo Insomne, dedicado al terror y la ciencia ficción. Y está poniendo sus conocimientos y sus habilidades técnicas al servicio de esta indagación por los territorios más deprimidos. ¿Tendremos pronto nuestro propio género oscuro en las aldeas de Galicia, los pueblos castellanos o las sierras del Empordà? Por lo pronto, como podrán comprobar, «Tiro certero» es un relato redondo.
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Tiro certero
El animal llevaba la muerte en el vientre desde hacía un buen rato. Barn se daba cuenta por cómo arrastraba su pata trasera, en las huellas. Por las gotas oscuras que dejaba cada pocos metros en la nieve. Se adelantó por el matorral de laurel escopeta en mano dejando a Roy unos metros tras de sí.
Claro que iba a aguantar, pensó Barn. Por todos sus jodidos muertos que iba a aguantar. Fue él quien le metió en la cabeza cazar a ese maldito ciervo. Escuchó como chirriaba de nuevo el tapón de la petaca de Roy.
—Eso, dale un trago más —dijo al fin—. Ya casi estamos.
A Barn le ardía la cara del frío. Se detuvo en un grupo de hayas y se agachó para tocar una mancha oscura en una rama caída.
—Roy, cércate —dijo—. Güele esto, yo tengo la nariz entumecía.
—¿Qué s’eso?
—Tu güélelo, joer.
Roy se guardó la petaca y se agachó a su lado, con los ojos bien abiertos.
—¿Y? —dijo Barn—. ¿A qué güele?
—A meao, hostias —contestó con una mueca.
—Bien, eso significa questá reciente.
*
Se habían adentrado demasiado. Desde esa parte de la cresta les sería casi imposible cargar con ese ejemplar sin dañar la carne, aunque de eso ya se había encargado Roy disparando a boleo los dos cartuchos de su escopeta. A un par de kilómetros, Harland, su compañero, esperaba en la camioneta.
Los había traído esa mañana mientras la niebla aún descansaba en la loma. Hacía un par de meses que Roy había encontrado a su hermana colgando de una viga en el patio trasero de su casa, y, desde entonces, habían vuelto a unirse. Roy, bebía más de lo que hablaba y hablaba aún más de lo que pensaba; eso había provocado que lo echasen del aserradero de Bennie, donde los tres habían trabajado toda su vida.
La camioneta subió lenta por el camino de la cresta. Harland sujetaba con una mano el volante mientras la ceniza se acumulaba en el cigarrillo que llevaba entre dientes. La manga izquierda de su camisa colgaba, vacía, al lado de la ventanilla, meneándose con el viento cada vez que tomaban una curva.
Habían cruzado la cresta, pasado el terreno de los Piper, hacia el oeste. Vieron a Jenny, que vivía sola en esa finca desde que su hijo se reventó la cabeza por accidente. Caminaba apresurada entre el bosque y la carretera. Más adelante, su destartalada ranchera descansaba en un margen como una muela podrida. Harland aparcó la camioneta un kilómetro más adelante, al lado de una verja que marcaba el coto de caza.
Se quedó sentado detrás del volante mientras Barn y Roy se adentraban en el bosque con sus escopetas. Había estado cazando en esas crestas desde que era un chaval. Las conocía bien. Cuando cazó su primer cervatillo, su padre le golpeó en la espalda tan fuerte que le quitó el aire y le dijo «ahora ya eres un hombre». Pero eso fue mucho antes de que el frío se llevara su brazo izquierdo en un accidente. Desde entonces, sus salidas de caza terminaban en cuanto llegaban a la entrada del bosque y lo único que podía hacer era esperar a que los borrachos de sus colegas regresaran con algo, o, como en la mayoría de las veces, con nada.
Harland se estiró. La espalda le crujió en dos sitios. Miró al retrovisor. Una silueta se recortaba entre la niebla que ya empezaba a dispersarse dentro del bosque. La mujer se le acercó por el camino embarrado detrás de la camioneta, golpeó suavemente la ventanilla entreabierta con el cañón de su rifle y Harland terminó de bajarla.
—Oye, Hal —empezó a decir la señora Piper, barriendo con la mirada el interior de la camioneta—. ¿No habrás visto a Morrison por aquí?
—¿Morrison?
—Sí, Morrison.
—No lo sé, Jenny, ¿lleva chaqueta? Con este frío, si se te ha perdido alguien, más le vale llevar una buena chaqueta.
—¿Que si lleva chaqueta? ¿Cómo va a llevar chaqueta? Es un perro, idiota.
—¿Un perro? No he visto ningún perro, Jenny.
—Maldita sea, Morrison —dijo, preocupada—. Saltó la cerca esta mañana al ver a un ciervo al otro lado de la finca. Era un cachorrito cuando lo encontró mi hijo hace cosa de un año. Ahora es grande como un lobo. Su mamá debió de abandonarlo.
Se hizo ese silencio que tienen los bosques; ni pájaros, ni viento, solo el leve crujir de las ramas que se juntaban encima de la carretera. En algún lugar lejano, un pájaro carpintero empezó a golpear un tronco.
—Por cierto, Hal —dijo—. ¿Qué haces aquí? Antes me pareció ver a Barn y al imbécil de su amigo cruzar el río, cerca del cortafuegos. ¿No irían contigo, verdad? Bah, ¿Sabes qué? no me importa. Pero no te conviene juntarte con ese par de borrachos si no quieres terminar como ellos.
La señora Piper golpeó la camioneta con sus manos callosas.
—En fin, Hal, debo seguir buscando a Morrison —dijo, mirando hacia el bosque—. Y si ves a ese par de idiotas, recuérdales que es ilegal cazar pasado el cortafuegos.
*
Lejos de ahí, Roy jadeaba como un cerdo, cojeando detrás de Barn. Iba a rematar la faena, aunque sólo fuera por orgullo.
—Oye, Barn. ¿Cuánto tiempo llevamos detrás d’ese animal?
—¿Hoy? —preguntó Barn, con retintín—. Hará una hora y media, quizá dos. Pásame la petaca.
—¿Dos horas? Joer, Barn. Como aguanta ese bicho. Sería mejor que nos largásemos; nosestá dando una buena…
—Shhht —siseó Barn de repente.
Roy se acomodó junto a su compañero detrás de una roca llena de zarzas.
No era tan grande, como había dicho él antes de disparar, a pesar de estar más cerca ahora. Tampoco vió ese pecho fornido donde deberían estar las dos manchas blancas. Ni siquiera tenía astas, como los ejemplares que colgaban de las paredes del Willie’s. Definitivamente no era un ciervo.
—Mecagondiós —dijo Barn saliendo de detrás de la roca.
El animal estaba tumbado entre un lecho de hojas, el vientre le subía y bajaba apresuradamente y agitaba las patas como si aún estuviera corriendo.
—¡Un perro, Roy! —empezó a gritar—. ¿En serio? ¿Te paece esto un ciervo? ¡¿Andestán están las astas, Roy?!
—No sé Barn, me confundí con unas ramas, seguramente. Vétele tu a saber. Este bosque tá lleno de…
—¿Lleno de qué, Roy? —soltó Barn con sorna—. ¿De ramas? ¡No me jodas!
Barn se acercó al claro. Una herida fea se abría justo detrás de las costillas que asomaban entre la carne del animal.
—Menudo bicho. ¿Seguro qués un perro?
—Me da igual, como si es un maldito coyote. Lo qués seguro es que nos un puto ciervo. —Se tocó los bolsillos—. Ah, maldita sea… Roy, acércame un par de cartuchos, tengo que terminar con esto. ¿Roy? —Su compañero se había echado a llorar, y fue entonces cuando Barn comprendió que ya había bebido suficiente de la petaca. Aún estaba delicado por la muerte de su hermana—. Venga, Roy, lo siento… no quería gritarte. Anda, cércame un cartucho, este animal ya sufrío demasiao.
—¿No los llevas tú? —contestó el otro, sorbiendo la nariz.
—No, no los llevo yo —replicó Barn—. Dijiste que los querías llevar tú.
—Los dejé nel suelo del remolque. —La voz de Roy se quebró—. ¿Qué hacemos? Barn miró al animal. El otro le devolvía la mirada, sin parpadear, con la respiración entrecortada.
—¡Roy! —gritó Barn al ver que su compañero se acercaba al claro.
—No puedo más con estos gemidos —murmuró.
Roy rodeó la cabeza del animal con los brazos, tratando de torcerle el cuello como lo había visto hacer a Harland con las gallinas, años atrás. Barn oyó cómo el aire se le atascaba en la garganta, luego un torbellino de patadas.
De repente, el animal se revolvió con fuerza. Un colmillo le alcanzó a Roy justo debajo del mentón, y se le clavó en la carne blanda. Soltó un alarido y cayó hacia atrás, llevándose las manos al cuello.
—Déjame ver —dijo Barn, agarrándole del abrigo.
La sangre brotaba entre los dedos de Roy, brillante y líquida. No salía a borbotones, pero no paraba.
—¡El cabrón ma mordio! —se lamentó Roy—. Ni siquiera lo vi venir.
Barn cogió una roca y terminó el trabajo. Fue entonces cuando lo vio. Más arriba, tras los matorrales. Las dos manchas resaltaban entre los oscuros troncos de los pinos; sus ojos brillaban, juiciosos. Una rama crujió debajo de los pies de Roy y el ciervo saltó hacia la penumbra del bosque.
Roy se apoyó en un tronco seco. Barn se quedó de pie a su lado, escuchando cómo el bosque volvía a cerrarse sobre ellos. Todo el silencio regresó, salvo por los jadeos de su compañero.
—Tenemos que volver —dijo Barn, recogiendo la escopeta del suelo—. Vamos.
Roy asintió, pero no se movió. Barn lo ayudó a ponerse en pie.
—La camioneta nostará lejos.
*
Harland seguía en el asiento del conductor, fumando mientras leía un periódico doblado. No levantó la vista hasta que estuvieron a unos seis metros. Los vio salir por el otro lado del camino asfaltado, como si hubieran cruzado un portal. Entonces salió de la cabina, tiró el cigarrillo y caminó rápido hacia ellos.
—¿Qué coño ha pasado?
Barn abrió la boca, pero no le salieron las palabras.
Harland le inspeccionó la herida.
—M’atacó un perro —contestó, al fin, Roy.
—Tú le disparaste primero —replicó Barn.
—¿Disparasteis a un perro? ¿Por qué ibais a disparar a un perro, idiotas?
—Se ve que Roy lo confundió con un ciervo.
Harland se los quedó mirando, sin saber qué decir.
—Venga, subid.
Harland giró la llave y el motor arrancó, tosiendo un par de veces antes de asentarse en un zumbido cansado.
—¿Ande vamos, Hal? —preguntó Roy.
—Al Willie’s. ¿A dónde sino?
El Willie’s era donde toda la gente de la cresta iba si le ocurría cualquier cosa. No porque Willie tuviera remedios para todo, sino porque fue lo suficientemente listo para montar un bar justo donde todos los habitantes de la cresta se paraban, debido a que los motores de sus viejos coches se calentaban al subir las empinadas curvas que cruzaban el lugar. Eso, hace falta aclarar, no ocurría desde hacía años. Ahora, con la variante nueva que rodeaba la zona de explotación forestal, los coches podían seguir su camino sin mayor problema. Aun así, los habitantes de la cresta seguían usando esa excusa cuando regresaban borrachos del supermercado de Mudcreek.
Harland vio el coche del sheriff tras tomar la intersección, aparcado delante del Willie’s. Era el único coche que de verdad se averiaba en esas carreteras.
Pararon justo al lado.
—No habléis si no hace falta. No nos conviene que nadie sepa que habéis estado al otro lado del cortafuegos.
—Nadie nos vio, Hal —replicó Roy.
—La señora Piper no diría lo mismo.
—¿Jenny? —dijo Barn.
—Iba buscando a Morrison.
—¿Morrison? —se rio Roy— ¿El cantante? Ahora sí que s’avuelto loca del tó.
—Su perro, capullo —soltó Harland—. Es grande como un lobo, dijo. Se le escapó detrás de un ciervo.
—¿Un perro grande como un lobo? ¿Detrás d’un ciervo? —dijo Barn.
—¿No será el que ma mordío? —le siguió el otro.
—Me cago en la hostia —dijo Harland a regañadientes—. Más os vale que no sea el maldito Morrison.
Bajaron y cruzaron el aparcamiento de grava. El viento arrastraba la nieve que volvía a caer como ceniza.
*
El Willie’s los acogió, caluroso. La calefacción repiqueteaba en la esquina. Techo bajo, paredes llenas de fotos ahumadas. Peces enormes decoraban el hogar. Cabezas de ciervo, un calendario atascado en junio del ‘85. El camarero, un tipo huesudo con nudillos tatuados y gafas de culo de botella, levantó la vista de donde secaba un vaso. Un cliente habitual estaba al fondo de la barra: Hank Bishop, camionero jubilado con una pierna más corta que la otra. Dos chavales jóvenes jugaban al billar en silencio. Uno de ellos se detuvo a mitad del tiro, con el taco en el aire. Harland se acercó a la barra.
—Una cerveza y un trapo.
Willie asintió y abrió una Falls City sin preguntar. La dejó sobre la barra con un clink. Barn cogió el trapo, se lo dio a Roy y se quedó cerca de la puerta, quieto como un poste. Roy se apoyó en la pared, sujetando el trapo con fuerza. Nadie dijo nada durante un rato.
Entonces alguien dijo algo.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Earl Dotson desde su taburete. Aún tenía aceite de motor bajo las uñas. Conocía a Barn del aserradero, lo había visto borracho más veces de las que podía contar.
Roy no contestó; se limitó a mirar a Harland.
—No es asunto tuyo, Dot —dijo el otro, girándose, al ver que todos habían centrado la vista en él—. No es asunto de nadie.
—¿De nadie? —dijo el sheriff tras cerrar la puerta del baño—. ¿Tampoco mío, Hal?
—Aún menos tuyo —replicó Harland, levantándose, grueso como un tronco de nogal.
La gente volvió la cabeza a sus jarras.
—He escuchao disparos del lao oeste de la cresta —siguió el sheriff, subiéndose la cremallera de los vaqueros—. He venío aquí porque pensé que, tarde o temprano, iba a entrar algún idiota con una ‘scopeta.
—No llevamos ninguna ‘scopeta —le cortó Barn.
—No creo que tu amigo opine lo mismo, ¿nos verdá, Roy? —El sheriff se acercó al tipo que se sujetaba un trapo en el cuello—. ¿Qué t’a pasao, Roy? ¿T’as vuelto a pelear en sueños? ¿O ha sido otra vez culpa de la petaca?
Roy se abalanzó sobre él, pero aún le flaqueaban las piernas y el sheriff lo tuvo esposado en un abrir y cerrar de ojos.
—No hace falta que lo esposes, apenas se mantiene en pie.
—Por eso mismo l’he esposao —dijo el sheriff—. Si no habéis ido de caza al otro lao de la cresta, no hay ná de qué preocuparse.
Se agachó junto a él.
—Dime, Roy —prosiguió—. ¿Esos disparos fueron vuestros?
—No le cuentes ná, Roy —dijo Barn.
—Solo tuve un acidente —dijo Roy.
—¿Y q’hacéis aquí en vez d’ir a visitar a Neil?
—La camioneta, que s’ahoga.
El sheriff le apretó la mano a Roy con su rodilla.
—So… Sólo disparamos pa asustar un perro lobo —dijo al fin, apretando los dientes.
—¿Un perro lobo? Ya no hay lobos por estos bosques, y aún menos, perros.
—Sí que los hay. Lo vimos en un claro. Era gris como el cielo en invierno. Lo confundí con un cier…
—Así que le disparaste.
—Yo no he dicho na d’eso.
—Pues a mí me l’ha parecío. —El sheriff lo levantó como pudo—. En ese lao de la cresta no se dispara. Ni a ciervos, ni a lobos, ni al Espíritu Santo. Venga, Roy. Esta noche dormiremos juntos.
El viento arrastró la nieve que se arremolinó delante de Harland antes de que el sheriff cerrara la puerta del Willie’s tras de sí.
Justo en ese momento, la señora Piper entró, apresurada y con ojos cansados.
—¿Alguien ha visto a Morrison?
Silencio.
Harland dejó un par de monedas en la barra y se acercó a Barn.
—Venga, vámonos.
—Oye, Hal. —Jenny lo cogió del brazo—. Debo encontrarle.
Barn lo miró.
—¿Podrías acercarme un poco? El coche se me ha averiado y debo encontrar a mi pequeño.
Tras un momento, Harland aceptó y los tres subieron a la camioneta.
—¿Qué hizo Roy? —preguntó mientras seguían la carretera—. Estaba herido.
—Nada, Jenny. Un accidente con un ciervo.
—¿Con un ciervo? —replicó— Los ciervos no muerden, Hal.
—Pos ese sí —dijo Barn desde el asiento de atrás.
La señora Piper lo fulminó con la mirada.
—Ese ciervo que os atacó —continuó—, ¿tenía dos manchas en el pecho?
—¡Sí! —contestó Barn—. Esacto. Llevábamos horas tras d’él. Roy se l’echó encima porque se nos terminaron las balas, se le fue la cabeza al muy colgao.
—Ya veo —dijo la señora Piper tras un silencio. Se volvió hacia adelante en su asiento.
Las ruedas de la camioneta chirriaban en cada curva. Jenny miraba el vacío entre los árboles con las manos sujetando su rifle. Harland la miraba de reojo. Tenía los dedos gruesos, marcados con cicatrices. Pasaron el puente que había tras el cortafuegos y, justo en el cruce, Jenny golpeó el salpicadero.
—Aquí está bien —dijo.
Se abrochó la chaqueta y se giró buscando a Barn con la mirada.
—Dime, Barn —preguntó—. ¿Sufrió?
—¿Qué? —contestó extrañado.
—El ciervo, Barn. ¿Sufrió?
Barn no contestó. La señora Piper salió de la camioneta y cerró la puerta con fuerza. Los dos la perdieron de vista en medio de la penumbra que ya empezaba a acechar. Entonces, Harland metió la marcha. Barn se recostó en su asiento con el corazón golpeándole las costillas.
—¿Ande vamos, Hal? —Barn cortó el silencio.
—Vas a terminar el trabajo, Barn. Será mejor que la señora Piper no encuentre a Morrison tirado en la nieve.
Pararon justo en el mismo sitio que aquella mañana. Harland le dio una linterna a Barn.
—Hay una pala detrás. —Estas fueron las únicas palabras de Harland.
Barn se quedó mirándolo, pero sabía que con eso no iba hacerle cambiar de opinión. Al fin y al cabo, su compañero tenía razón. La cinta de la escopeta se le había enredado en la bota. La apartó de un puntapié y salió de la camioneta. Cogió la pala y se adentró en el bosque, barriendo la oscuridad con la linterna.
Harland encendió un cigarrillo y un déjà vu le invadió el cuerpo. El humo se arremolinó en el parabrisas. Hacía demasiado frío como para bajar la ventanilla. Deseó estar en casa. Pensó en lo que le dijo la señora Piper esa mañana y en cómo había terminado él ahora. Parado en mitad de la cresta, esperando al idiota de su amigo a que enterrase a ese pobre animal.
Justo en ese momento, un disparo flageló el bosque. Los cuervos graznaron en lo alto de las copas de los árboles. Harland paró el motor el cual lo había estado calentando. Aguzó el oído. Otro disparo le llegó por dónde Barn había desaparecido. Pensó durante un momento. No iba a salir sin luz, y aún menos sin saber lo que estaba pasando. En un segundo lo entendió. Cerró el puño en el volante. Levantó el asiento trasero y cogió su rifle, el cual llevaba demasiado tiempo ahí encerrado. Lo sujetó entre las piernas para comprobar la recámara. Una bala. La que le quedó por disparar justo antes del accidente. La ventanilla chirrió mientras el humo se escapaba hacia el cielo nocturno. Tiró el cigarrillo. Llevaba demasiado tiempo sin disparar. Se preguntó si podría manejarlo bien. Recostó el rifle en la ventanilla e intentó estabilizarlo con el muñón del brazo izquierdo. Asintió y lo sujetó bien con la otra mano. Apagó las luces del coche. Cogió aire y clavó la mirada en el vacío.
Si aparecía la señora Piper, más le valía acertar el tiro.


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