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Todas las familias felices

Todas las familias felices

Luz de Eunate

El perfil de la iglesia de Santa María de Eunate se deja intuir como un ensueño a la derecha de la carretera, según se conduce desde Estella hasta Pamplona, y al apreciar su silueta recortarse contra los cielos límpidos del estío navarro el viajero de hoy quiere creer que el asombro que siente es el mismo que embargó a los peregrinos de ayer cuando, sin brújula ni mapas, se adentraban en estos parajes ignotos de los que tanto prevenía el Codex Calixtinus y sin previo aviso daban con este deslumbrante prodigio de piedra. Mis lecturas desmentían que fuera ésta una construcción templaria, como se ha querido inferir de sus muchas peculiaridades arquitectónicas, y optan por aventurar que se erigió bien como un mero escenario para la devoción mariana o bien como un hospicio para los caminantes que se dirigían a Compostela. La guardesa, que también echa por tierra la tradición que obliga a dar tres vueltas completas a la iglesia —«son cosas de turistas», responde con cierto desdén cuando acudo a ella para preguntar el porqué de tal costumbre—, me apunta otra posibilidad que yo desconocía: la de que Eunate fuese en su origen una capilla funeraria destinada a acoger los cuerpos de los miembros de una cofradía local que aún existe y mantiene el templo bajo su titularidad. La hipótesis se fundamenta en unas excavaciones que se hicieron allí a mediados del siglo pasado y en cuyo transcurso aparecieron varios sepulcros excavados en el pequeño terreno que separa el claustro exterior del muro que enmarca todo el conjunto, así como unos osarios ocultos en los intersticios de los treinta y tres arcos que conforman ese deambulatorio circular que tantas preguntas suscita entre los aficionados a los esoterismos históricos. Tras conducirme por el soberbio interior del edificio y explicarme los secretos de su falsa simetría —ninguno de los ocho paños que componen el octógono tiene las mismas dimensiones, como tampoco son de medio punto todos los arcos que enmarcan los vanos, y es curioso que la primera mirada, siempre distraída, no repare en esas diferencias nada sutiles—, me cuenta que en aquellas prospecciones apareció una sepultura de mayor envergadura que el resto. Se encontraba en el lugar más importante del recinto, frente a la puerta principal y enfrentada al altar mayor, y las características del esqueleto que contenía llevaron a concluir a quienes estuvieron presentes que sólo podía tratarse del cuerpo de una mujer, acaso una reina o una dama de postín o quizá la mismísima fundadora de una hermandad que pudo ser femenina en sus orígenes. No está resuelto el misterio y puede que no se resuelva nunca. Ni siquiera podría dar respuesta atinada la imagen de la Virgen que preside el ábside, porque ni siquiera ella estaba allí cuando sucedió todo esto. La escultura es moderna y el destino de sus antecesoras fue tan accidentado como pintoresco: la primera la sepultó un cura o un obispo en un lugar indeterminado pero sacro, lo que da que pensar que quizá se encuentre bajo la misma iglesia, y la segunda la robó el tristemente célebre Erik el Belga, cuyos atentados contra el patrimonio histórico trazaron en épocas no muy lejanas un ominoso itinerario de la desidia eclesiástica e institucional. La Virgen actual, no obstante, las imita con bastante gracia, y siguiendo el curso de su mirada al atardecer se aprecia el fulgor último del crepúsculo, a esa hora mágica en que la luz de Eunate se va apagando con sordina y permite que sean las estrellas las que cojan el testigo y alumbren, con su candor iridiscente, la nostalgia anticipada de una noche de verano.

Los libros arden mal 

"No acaban de aprender que los libros arden mal y que, aunque sea a duras penas, siempre acaban ganando la batalla"

«Prefiero la revolución a las pesadillas», cantaba Joan Manuel Serrat en una de sus canciones más populares, que compuso en una época en la que aún no se sabía, o no se quería saber del todo, que las primeras no están exentas de convertirse en lo segundo. En la revuelta sandinista que quiso llevar a Nicaragua la brisa democrática que le habían negado los Somoza se involucraron personalidades tan respetables como el teólogo Ernesto Cardenal o el escritor Sergio Ramírez, pero hace tiempo que quien oficiara de líder en la Junta de Gobierno conformada tras el derrocamiento del sátrapa ha optado por seguir los pasos de su predecesor y transformarse él mismo en una de esas figuras atrapadas en las contradicciones dañinas de su propia ambición. La orden de detención que Ortega acaba de dictar contra Ramírez es una muestra más, no sé si la definitiva, de la degradación moral de un dirigente que ni siquiera pretende ya hacerse pasar por demócrata. Los libros —y las palabras que contienen, y las personas que las escriben— acostumbran a encontrarse entre las primeras víctimas de quienes dicen salvar patrias cuando no hacen más que hundirlas. No acaban de aprender que los libros arden mal y que, aunque sea a duras penas, siempre acaban ganando la batalla.

Cosas de familia

"Todo adolescente tiene el deber moral de asesinar a su padre, viene a decir el narrador de Queridísimos niños, la última novela de David Trueba"

Como mi madre y yo cumplimos años con un par de semanas de diferencia, y no siempre coincidimos en el mismo espacio en esas fechas, en ocasiones buscamos un día intermedio —ella es supersticiosa en eso y no lo quiere festejar antes de tiempo y a mí los calendarios nunca me han importado gran cosa— para reunirnos y organizar una comida con la que conmemorar nuestros aniversarios respectivos. Cuando llego a su casa, ellos aún están en el vermut y entretengo la espera rebuscando en la biblioteca. Termino hojeando un viejo ejemplar de Historias de padres e hijos, el volumen en el que Manuel Vázquez Montalbán reunió tres relatos breves protagonizados por Pepe Carvalho en cuyas tramas juegan un papel importante las relaciones paterno-filiales. «Nadie puede escapar a esta relación», leo en el prólogo. «Todos somos hijos de alguien, aunque algunos se nieguen a ser a su vez padres. […] Por otra parte, cualquier relato, corto o largo, está lleno de padres e hijos o de hijos y padres.» Involuntariamente, el texto me recuerda el famoso adagio de Tolstói sobre las semejanzas entre las familias felices y desde él desemboco en El desencanto, la película en la que Jaime Chávarri retrató a los Panero y que se exhibió por primera vez en los cines el 17 de septiembre de 1971, lo que significa que también ella anda cumpliendo años estos días. El relato que urdían sus fotogramas daba ferozmente la razón al aserto de Montalbán: un padre ausente recibía el escarnio póstumo de sus herederos, viuda e hijos, en una sucesión de delirios y confesiones que no aspiraba a ser una metáfora de nada, pero terminó encarnando el ansia de las nuevas generaciones de entonces por desentenderse de aquello que las había conformado. Todo adolescente tiene el deber moral de asesinar a su padre, viene a decir el narrador de Queridísimos niños (Anagrama), la última novela de David Trueba. Me conmueve, de pronto, darme cuenta de que sobre El desencanto versaba el primer artículo que publiqué en Zenda —sin imaginar siquiera que no mucho después publicaría otro y que no tardaría en disponer de una sección a mi nombre— y que tal cosa sucedió hace ya un lustro, lo que añade a mi aniversario biográfico este otro en el que no hay tartas ni velas y que celebro, simplemente, con esta rutina adquirida de escribir, con mejor o peor fortuna, unas cuantas líneas en las que semana tras semana voy dejando constancia, a mi manera, de las circunstancias que van definiendo mi paso por el mundo.

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