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Los mares que nos unen

La función del arte

Cuando la profesora de Literatura nos habló en COU de la obra de Alfonso Sastre, lo hizo refiriéndose a él en todo momento como una figura del pasado, alguien cuya trayectoria estaba cerrada y de quien no cabía esperar novedades reseñables. No alcanzo a recordarlo, pero es posible que, a tenor de sus palabras, muchos de los que ocupábamos los pupitres diéramos por hecho que el señor al que mencionaba había muerto. Vivía aún Buero Vallejo, a quien sí leímos con detenimiento —creo que un par de cursos antes había sido lectura obligatoria su Historia de una escalera, y fue también por esos años cuando leí El tragaluz, no sé si por mandato académico o por voluntad propia—, y algo nos contaron de aquella polémica que evocan los periódicos, a raíz del fallecimiento de Sastre, acerca del modo en que el teatro que pretendía plantar cara al franquismo debía denunciar las infamias de la dictadura. Las posturas son conocidas: mientras Sastre abogaba por una crítica radical, en la forma y en el fondo, por más que la censura enarbolase el lápiz rojo y las obras muriesen antes de nacer, Buero defendía la utilidad de un teatro que hablase entre líneas y empleara subterfugios comerciales, con el fin de sortear las veleidades inquisitoriales en primera instancia y alcanzar después los favores de la mayor cantidad de público posible. Las dos opciones eran respetables desde un punto de vista teórico y la segunda se reveló más efectiva tanto en lo que se refiere a la contribución al imaginario popular como en cuanto atañe a la carrera literaria de su autor, que terminó ganando el premio Cervantes y hasta ocupó un sillón en la Real Academia unos años antes de que exhalara su último suspiro el mismo dictador que lo había encarcelado al término de la Guerra Civil. Aunque la discusión sea vieja, su trasfondo no deja de estar nunca de moda. Atañe a una doble cuestión que tiene que ver con la naturaleza política del arte y el modo de encauzarla. En cuanto al primer punto, resulta bastante incuestionable salvo que optemos por fingir o hacernos los distraídos: toda expresión artística o intelectual entraña una determinada mirada sobre el mundo y tan político era el teatro de Sastre o Buero como el de aquellos que en el mismo periodo llevaban a escena obras más acomodaticias en lo que a su relación con el régimen se refiere y cuya decisión de no posicionarse era una toma de posición en sí misma. En lo que tiene que ver con el segundo aspecto, cabe preguntar si el arte tiene alguna obligación moral —esto es, si los creadores deben tener en cuenta a los futuros receptores mientras trabajan en su obra y adoptar una vocación, vamos a decir, pedagógica— o si no debe obedecer a otra cosa que la voluntad de cada cual; es decir, la pertinencia de lo que algunos dan en llamar mensaje —de forma un tanto irreflexiva, dado que cualquier obra lo tiene, aunque sea por omisión— y que acaso se asemeje más a la moralina, dado que se trataría de concebir el arte como una herramienta encaminada a transmitir un valor ético o moral que el autor considera superior. La controversia es inagotable e irresoluble, aunque a la postre sean estas mismas características las que contribuyen a zanjarla, puesto que vienen a dictaminar que cualquier autor tiene o debería tener derecho a hacer lo que considere con su propia obra; y, por mucho que ambos flancos gocen de militantes entusiastas, eso no debería suponer que quienes defienden una determinada posición se adueñen de ciertos prejuicios a la hora de evaluar la labor de aquellos que se asientan en la orilla contraria. Por mucho que el teatro de Buero y el de Sastre se emplazaran en orillas distintas, uno y otro contribuyen a explicar en igual medida el mar que las unía.

Más que mil palabras

"Me vienen estas ideas a propósito de la muerte de Mario Camus, un cineasta que convirtió la literatura en una de las piedras angulares de su obra"

El conocido aserto de que una imagen vale más de mil palabras no siempre se ha hecho efectivo en las desiguales relaciones que ha venido manteniendo el cine con la literatura. Hay libros estupendos que han alumbrado películas horrorosas —evitaré dar nombres— y otras en las que el séptimo arte o bien ha dado la talla exacta que merecía su referente impreso —voy a citar El nombre de la rosa, de Jean Jacques-Annaud a partir de la novela homónima de Umberto Eco— o bien les aporta una nueva perspectiva —como hizo Coppola al reinterpretar en Apocalypse Now la maravillosa El corazón de las tinieblas, de Conrad— o incluso alcanza a superarlo mediante una reinterpretación completa de su espíritu —y me referiré aquí a lo que hizo Ridley Scott cuando convirtió la minimalista ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, en la monumental Blade Runner—. Me vienen estas ideas a propósito de la muerte de Mario Camus, un cineasta que convirtió la literatura en una de las piedras angulares de su obra hasta el punto de que es muy posible que sin su concurso no se hubiesen popularizado, del modo en que lo hicieron, obras que hoy se consideran indispensables en nuestras letras. Lo hizo desde muy pronto al traspasar al celuloide las páginas de Ignacio Aldecoa —los relatos Young Sánchez y Los pájaros de Baden-Baden y la novela Con el viento solano—, pero su mejor época llegó cuando, recién llegada la democracia, inició un camino que se prolongaría durante toda la década de los ochenta y dejó joyas absolutas como sus revisiones de La colmena, Los santos inocentes o La casa de Bernarda Alba, en la gran pantalla, o Fortunata y Jacinta y La forja de un rebelde, para televisión. De entre todas ellas, siento un especial cariño por su adaptación de la novela de Delibes, acaso porque mi memoria conserva intacto el estremecimiento infantil que me embargó cuando, a una edad aún demasiado tierna para entender bien ciertas cosas, entreví en la pantalla del televisor las imágenes terribles de un ahorcamiento aparentemente accidental, y recuerdo cómo lo que me pareció entonces un crimen deplorable tornó en justicia poética cuando mi adolescencia se asomó a las páginas originales y volvió a temblar al son de las palabras que culminaban esa novela majestuosa: «[…] el señorito Iván sacó la lengua, una lengua larga, gruesa y cárdena, pero el Azarías ni le miraba, tan sólo sostenía la cuerda, cuyo cabo amarró ahora al camal en que se sentaba, y se frotó una mano con otra y sus labios esbozaron una bobalicona sonrisa, pero todavía el señorito Iván, o las piernas del señorito Iván, experimentaron unas convulsiones extrañas, unos espasmos electrizados, como si se arrancaran a bailar por su cuenta, y su cuerpo penduleó un rato en el vacío hasta que, al cabo, quedó inmóvil, la barbilla en lo alto del pecho, los ojos desorbitados, los brazos desmayados a lo largo del cuerpo, mientras el Azarías, arriba, mascaba salivilla y reía bobamente al cielo, a la nada, milana bonita, milana bonita, repetía mecánicamente, y, en ese instante, un apretado bando de zuritas batió el aire rasando la copa de la encina en que se ocultaba.»

«Visit Spain»

"Había concluido la autarquía y el franquismo empezaba a abrirse al exterior para iniciar el lavado de cara que tendría en el turismo una de sus principales armas"

Corría el año 1955 cuando el fotógrafo Ramón Masats se aprestó a viajar por una España que empezaba a superar, a base de desarrollismos y parches varios, el trauma de una guerra que había resquebrajado su identidad y su autoestima. El periplo le llevó diez años y dio como fruto Visit Spain, un amplio reportaje documental que se apartó de la intención primigenia —la de captar unas cuantas imágenes que reflejaran los «valores patrios» con vistas a su publicación en La Gaceta Ilustrada— para ofrecer un retrato fresco y desprejuiciado de un país que pugnaba, infructuosamente, por encontrarse. Había concluido la autarquía y el franquismo empezaba a abrirse al exterior para iniciar el lavado de cara que tendría en el turismo una de sus principales armas —Educación y Turismo, se llamaba el Ministerio correspondiente, no hubo nunca rastro de la palabra «cultura» en las altas nomenclaturas de los gabinetes dictatoriales— y emplearía el modelo desarrollista para dar a entender que aquí no había pasado nada. Vistas desde el presente, con la perspectiva que da el tiempo, se constata que las fotografías de Masats sirven al fin con el que se concibieron, pero ni aun así esquivan las sombras que planeaban sobre una sociedad desprovista de unas cuantas cuestiones fundamentales. Al repasarlas, no puedo evitar preguntarme qué pensarán quienes dentro de cincuenta, cien o ciento cincuenta años echen la vista sobre nuestro tiempo y vean las imágenes que se están tomando en esta época en la que comenzamos a dejar atrás una pandemia. Acaso las estampas que muestran incendios forestales, marchas neonazis, macrobotellones y rudimentarias infografías piramidales se puedan comprender entonces como las desnortadas consecuencias de una catástrofe que no fuimos capaces de asimilar, si no como el preludio de algo indeseado que, hoy por hoy, estamos lejos de sospechar.

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