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Tres mil años de viaje literario

Tres mil años de viaje literario

Atlas de Literatura Universal, obra publicada por Nórdica Libros, con ilustración y diseño de Agustín Comotto y Tono Cristòfol, es un feliz viaje por la literatura de todo el planeta a lo largo de más de tres mil años de historia. Ofrecemos el prólogo de Pedro García Martín, coordinador del volumen.

PRÓLOGO

Escribir muchos libros es cosa de nunca acabar,
y estudiar demasiado daña la salud.
Eclesiastés 12, 12.
En el espacio leemos el tiempo.
Friedrich Ratzel

Los mapas están de moda. Sea porque los consultamos en calidad de usuarios, pues nos orientamos con el GPS al volante del automóvil, buscamos una estación en el plano del metro o miramos una dirección en el callejero de nuestro smartphone. Sea a causa de robos sensacionalistas, como los de los Ptolomeos y el Codex Calistinus, que pusieron a la Biblioteca Nacional y a la catedral de Santiago en el mapa de la inseguridad patrimonial. Sea por la incesante edición de libros sobre mapas que han hecho de la cartografía un género.

Pero, sobre todo, proliferan actualmente gracias a su polivalencia en el lenguaje, puesto que se habla con soltura de mapas del poder, mapas neuronales, mapas de los afectos, mapas genéticos, mapas demográficos, mapas virtuales, mapas del tiempo y un largo etcétera en el que incluimos a los mapas literarios. Al punto que la palabra mapa se ha convertido en una suerte de comodín cultural. Un concepto polisémico que, toda vez que ha abandonado su refugio geográfico, lo mismo vale para un roto que para un descosido.

La cosmovisión nació con el relato de los orígenes del mundo: ya los mitos orales de la creación, ya los libros del génesis. El aedo Homero cantó en sus poemas los periplos de los héroes. El geógrafo Anaximandro plasmó en mapas las peripecias de los viajeros. Desde entonces, cartografía y literatura irán de la mano. El mapa asumió una vocación ecuménica. El paisaje se hizo geopoético.

Desde los portulanos a los mapamundis, de la carta de Juan de la Cosa al atlas virtual de Google Maps, las corografías y cartelas de los mapas nos dan una información suplementaria a la geográfica en forma de imágenes y textos. Máxime cuando les rodean vistas de ciudades, trajes típicos y los trabajos y los días de los países del mundo. «Los mapas —solía decir Mercator— son los ojos de la historia». En este sentido, el cartógrafo que escribe e ilustra un mapa es un autor y, de algún modo, su obra pertenece a la familia de la literatura de viajes.

 

El propio Jorge Luis Borges fantaseó en torno al poder literario de los mapas, cuando atribuyó a un tratadista del siglo xvii, Suárez Miranda, unos Viajes de varones prudentes que eran apócrifos, donde se contaba que:

«En aquel imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al uso de la cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era inútil y no sin piedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas».

El autor del Aleph ironizaba sobre los excesos en cartografía. Aunque, en aras de la mesura, convenimos en que el cartógrafo escribe en el lenguaje de los mapas. Y escribir es dibujar el mundo. Y dibujar el mundo comienza por trazar su mapa.

Del mismo modo, y a la inversa, el arte de cartografiar las obras literarias también recrea el mundo. Nos proporciona nuevas e insospechadas lecturas acerca de su naturaleza creativa. Todos los géneros admiten este método de análisis. Las obras clásicas tan celebradas y los pliegos de cordel de los humildes. La poesía más excelsa y el epistolario menos esmerado. Las novelas de viajes extraordinarios como Miguel Strogoff y La vuelta al mundo en ochenta días de Jules Verne. El cuento de remembranzas líricas al modo de Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Y, en fin, el ensayo filosófico como Los pasajes de París de Walter Benjamin, donde el flâneur ejerce la mística  del paseante al perderse por la ciudad para encontrarse.

En este sentido, Franco Moretti propuso en su Atlas de la novela europea realizar cartas geográficas a partir de la literatura. Nosotros retomamos su testigo. Los mapas nos hablan. Debemos aprender a escucharlos. Los mapas se escriben. Debemos aprender a leerlos. Los mapas esconden secretos. Debemos aprender a descifrarlos. Si en sus voces y en sus silencios los estudiamos como medios analíticos, y no nos paramos sólo en su belleza ornamental, la lectura cartográfica puede sacar a la luz evidencias que han pasado desapercibidas en la lectura bibliográfica. Pongamos algunos ejemplos. Representemos las informaciones extraídas de los textos sobre el mapa físico en el que se desarrollan sus tramas.

Las novelas picarescas de la España del Siglo de Oro tienen como escenarios predilectos Sevilla y Madrid: la tierra de Jauja y la Corte de los Milagros, la Babel del Engaño y la Babilonia entre dos mundos, respectivamente. El oficio de pícaro, basado en el disimulo y la mentira, requería un modo de vida errabundo a lo largo del camino real que enlazaba la capital de España con el puerto de América. No en balde por él circulaban los metales preciosos que arribaban con la flota de Indias y, a su vez, los comerciantes que abastecían aquélla de mercancías. A resultas de este trasiego de personas y riquezas, donde, según dice Guzmán de Alfarache, «corría la plata, como corre el cobre por otras partes», sendos polos atraían a bandidos apostados en las encrucijadas, a malhechores que merodeaban por las ventas y a ladrones que saldaban cuentas en los patios de Monipodio que en el mundo han sido.

También es elocuente la cartografía patibularia del París decimonónico. Tanto en Los misterios de Eugène Sue como en la Comedia humana de Balzac, las bolsas de pobreza y crimen se focalizaban en dos espacios del tejido urbano: los patios y callejones sin salida y las periferias en crecimiento. Los maleantes delinquían en esos cul-de-sac que se alineaban junto a las avenidas comercialesparalelas al Sena. A la vez que la prefectura del barón Haussmann diseñaba un nuevo urbanismo, en el que se ensanchaban las calles con fines de orden público, matones y cacos campaban a sus anchas por la Cité. Esa oposición entre distritos nobles y lugares canallas esbozaba un paisaje moral en el que el bien y el mal luchaban por el control de la ciudad.

Algo parecido sucedió con el Londres de Charles Dickens. El genio literario de la era victoriana recurrió a la metáfora del laberinto criminal para narrar las historias delictivas de las «clases peligrosas». De ahí que el lugar más inmundo del Londres en el que discurre Oliver Twist se hallase en el dédalo de callejuelas que llevan desde la iglesia de Rotherhithe hasta las orillas del Támesis. Allí donde las gentes marginadas de la ciudad, pululando entre el polvo de los barcos carboneros y el malvivir en casuchas desvencijadas, subsistían invisibles para sus convecinos de clases acomodadas.

En cambio, los relatos policiales de Sherlock Holmes estuvieron ambientados en sus inicios en los focos marginales del Soho y Paddington, pero enseguida pasaron al distrito incluido entre el West End y la City. De esa forma, Arthur Conan Doyle hizo transitar a su detective desde los crímenes reales de los pobres a los crímenes imaginarios de los ricos. Al maestro de la deducción pronto se le quedaron pequeños los casos vulgares de la miseria urbana. De ahí que necesitara trasladar el misterio y la aventura a los barrios exclusivos de los poderosos. Entre otras razones
porque, a causa del morbo que provocaba entre ellos, vendía más ejemplares de sus novelas, pues disponían de dinero para comprar libros y eran aficionados a la lectura.

Pues bien, en este Atlas de literatura universal pretendemos cartografiar las obras señeras de la historia. Su selección, compartiendo las palabras de Umberto Eco en El vértigo de las listas:

«(…) ha constituido una experiencia muy excitante, no tanto por lo que hemos conseguido incluir
en este volumen como por todo aquello que hemos debido excluir».

De esta forma, partimos de dos criterios antológicos: que sean libros incontestables para la abrumadora parte de la crítica y que estén repartidos por los ámbitos culturales del mundo. Después, cada clásico es presentado por un escritor afín a su contexto creativo, para, de seguido, ser ilustrado por un mapa que refleja en dibujos el discurrir de su argumento.

En nuestro caso, hemos escrito cada texto en el lugar de los hechos; hemos levantado el mapa del autor sobre la topografía de su obra. Soñamos en Venecia —la ciudad nenúfar flotando indolente en la laguna— el viaje chinesco de Marco Polo. Recreamos el Decamerón en el lugar ameno de Villa Palmieri al solaz de sus cuentos en el jardín. Y, asomados junto a Boccaccio al mirador de Florencia, evocamos las escalas mercantiles de los Bardi en Nápoles, la Aviñón de los papas y la Rodas de los caballeros. Escalamos en Rávena la geografía mística de la eternidad —infierno, purgatorio, paraíso— que Dante traza en la Divina Comedia. Leímos los versos del poeta ante su tumba: «Era già l´ora che volge il disio…». Un túmulo enverdecido en un vergel de sarcófagos: paredaño al claustro recoleto de la cisterna; vecino a la basílica de San Francisco donde se oficiaron sus funerales. Seguimos los pasos de Jules Verne desde su Nantes natal hasta su Amiens adoptiva —desde el centro de la tierra a la luna— donde alumbró los Viajes extraordinarios. Y recorrimos, en fin, el fabourg parisino de Saint Germain e hicimos promenades en las playas normandas a la búsqueda del tiempo perdido que tanto desasosegó a Proust.

¿Y todo este periplo sentimental para qué? Para ponerle rostro al autor, encarnar a sus personajes y habitar en sus escenarios. Para empaparnos de impresiones antes de componer este atlas de remembranza literaria. Para hacernos la ilusión de haber vivido lo que vivió el escritor. Alejados ya, él y nosotros, del ruido del mundo.

De vuelta a nuestro libro colectivo, y a la postre, tras recorrer una treintena larga de títulos, dibujamos una suerte de Imago mundi de la literatura universal. Un fresco histórico en cuyo espacio podemos leer el tiempo. Un mosaico donde las teselas librescas son hijas de su época. Aun a riesgo de la advertencia bíblica sobre el daño para la salud que produce escribir y estudiar. A sabiendas de que elegir un manojo de títulos es cosa de nunca acabar…

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Autor: Varios. Título: Atlas de la literatura universal. Editorial: Nórdica. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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