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Un acto de fe

Secret, Rudolf Kosow.

Camino por la bruma de las calles con una camisa de asillas y una falda corta. Es agosto, pero podría ser diciembre, podría ser cualquier otro mes del año menos este. Tengo frío. Vine hasta aquí solo para recoger el libro que había encargado. A veces no sé qué hacer y compro libros, como ese hombre jubilado que sale a buscar un rasca y se gasta veinte euros sin querer. No hay diferencia entre él y yo, ni aunque leer sea más lento que rascar. Camino rápido como si alguien me estuviese esperando. Nadie me espera. Nadie, y eso me alivia porque me doy cuenta de que en realidad corro porque me apetece. Hace días que siento que me aburro de vivir. Coincide con que no estoy leyendo nada que me enloquezca. Subo rápido las escaleras de la tienda y miro a mi librera. Me lo dice con los ojos: no está, no está el libro que te mandé a pedir. Pienso que ahora sí que nada tiene sentido. Decido dar una vuelta por el mostrador. Me siento nerviosa. Hay libros nuevos que ya vi en varias cuentas de Instagram pero que no me apetece leer. Miro en todas las direcciones sin ver nada, como un perro recién abandonado. En los últimos años me dejo sorprender muy poco, voy a comprar libros que ya sabía que iba a comprar antes de salir de casa. Siento ganas de llorar, pero no lloro. Intento no llorar en público ya por estas cosas. A lo mejor no es el libro lo que me pone triste, el libro es solo la cabecita de la garrapata, debajo hay un bicharraco chupándome toda la sangre. De repente veo uno rosado, brillante, fosforescente: La inocencia de Marina Yuszczuk. Abro la primera página y leo: “No sé cómo escribir esto, voy a empezar y punto. Todos los cuentos de iniciación que escriben las chicas se parecen: hay un momento en que se descubre algo desconocido, se intuye que eso tiene que ver con el mal, se reciben como un eco las prohibiciones de los adultos. Las cosas que se hacen a espaldas de otros siempre se parecen a una transgresión, tal vez solamente un secreto”. Siento que tengo que salir corriendo antes de que alguien lo descubra, antes de que alguien se dé cuenta de que llevo un objeto muy valioso arriba, como cuando compras un artículo en Wallapop demasiado barato y tienes miedo de que quien te lo vendió se dé cuenta de que ese no era el precio que correspondía. Pago y salgo agarrándome los brazos. El frío me trinca los pelos y me los jala. Por mi cabeza avanzan, como en una cinta mecánica de una fábrica de salsa de tomate Lybis, todos esos títulos que he ido coleccionando en los últimos años y que tratan sobre niñas: Las niñas prodigio, Sabina Urraca; Vozdevieja, Elisa Victoria; Papi, Rita Indiana; ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, Lorrie Moore; Ojos azules, Toni Morrison; Con rabia, Lorenza Mazzetti; El cuerpo en que nací, Guadalupe Nettel, Las primas, Aurora Venturini, Todos se van, Wendy Guerra; El barranco, Nivaria Tejera. Me subo al coche y lo coloco sobre el volante. Le saco una foto. Delante del cristal, el cañaveral se mueve como un animal en celo. El viento lo menea todo. Afuera el mundo se raja pero aquí dentro es suave como un durazno. Pienso que soy estúpida. Después de tantos días tengo ganas de volver a vivir solo porque voy leer este libro. Me acuerdo de toda esa gente que se cree que leer es un valor moral, que los hace superiores, más importantes. No, no es eso. Es algo más sencillo. Lo que pasa es que es lo más parecido a un ritual religioso que tengo en mi vida, a un acto de fe. Como salir a caminar por las plataneras a las siete de la tarde, como podar los pimentoneros, como aguantar una postura de yoga durante cinco minutos, como tomarse un agua de toronjil aunque no estés malita, como bañarse con agua fría por elección, como rezar antes de dormir, como cumplir una promesa. Eso, como una promesa: como entrar de rodillas en la basílica de la Virgen de Candelaria y llegar de rodillas hasta la altura de la virgen. Cuelgo la foto en Instagram y arranco el coche. Reviso los espejos y meto la marcha atrás. Antes de salir, paro. El coche se calla. Solo se escucha el silbido de las matas al moverse. Vuelvo a leer la primera página. No quiero que nadie lo sepa. Es como si el libro me estuviera abrazando.

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