1.
El cine es magia. Ficción, mentira sincera, como suele decir mi amigo Garci. Y fábrica de sueños, para desesperación eterna de los propagandistas de alienaciones ideológicas. Lubitsch, un enamorado de la belle époque años después de que la “guerra que iba a acabar con todas las guerras” —esto es, la Primera Guerra Mundial— la hiciera saltar por los aires, y en la que encuadró algunas de sus películas, sonreía mascando un sempiterno cigarro habano mientras mascullaba con su fuerte acento alemán que prefería el París-Paramount a la Ville Lumière. Quien haya visto La viuda alegre, Una hora contigo, Un ladrón en la alcoba, La octava mujer de Barba Azul, Una mujer para dos o Ninotchka no lo dudará un instante, como ocurre asimismo con Ariane, según Wilder, o Un americano en París, de Minnelli. Y que conste que adoro el París de los noirs de Melville, los cuentos morales y las comedias y proverbios de Rohmer, por no hablar de las andanzas parisinas de Antoine Doinel – François Truffaut y en particular Besos robados, con la voz de Trenet evocando amores perdidos inolvidables. Pero Paris-Paramount es otra cosa, porque está fabricado, ya saben, de nosotros mismos, porque “somos de la misma sustancia que los sueños, y nuestra breve vida culmina en un dormir”. Will Shakespeare dixit.
Quién gana o quién pierde —la vida del nazi sólo vale un balazo despectivo—, ese es un enigma que resuelve cada espectador. Lo cierto es que Ilsa vuelve con Laszlo, éste regresa al combate por una Europa libre de fascismo y Rick se larga con el capitán Renault hacia una amistad fraternal, asentada sobre un dinero claramente venal. Las palabras y las ideas sobre lealtades sentimentales, venganzas emocionales, sacrificios, escepticismos, pragmatismos y cinismos, y añadan cuantos ismos quieran al lance, quedan sobre la mesa. ¿Qué les pasó a todos ellos más allá del final del celuloide? Garci —Casablanca es una de sus películas favoritas, e incluso ha filmado un magnífico documental, Casablanca revisitada— tiene una idea que comienza y acaba en Nueva York, pero es él quien debe contarla, si así le apetece.
El de Casablanca es un magnífico final. Si se decidió o no al final, si cambiaron el previsto —en Hollywood jamás se rodaba una película con un guión sin un final—, o que dieran con la tecla los hermanos Epstein, Julius J. y Philip G., tan parecidos que se intercambiaban las novias, mientras conducían hacia el estudio, da lo mismo. Porque sólo existe lo que se filma, y Michael Curtiz filmó toda la película, y especialmente ese complejo y dilatado suspense final, de una manera magistral. Lo que no impide que cada espectador se apodere, se apropie de la película y la introduzca en su vida, en sus sentimientos y emociones. Ya saben por lo de la sustancia misma de nuestros sueños.
2.
“—Jacob Blunt era el último paciente del día. Entró en mi consultorio con un hibisco escarlata en su pelo rubio y ensortijado. Se sentó en la silla frente a mi escritorio y me dijo:
—Doctor, creo que estoy volviéndome loco.
Era un joven apuesto y aparentemente sano. Por cierto, no había manifestaciones visibles de neurosis. No parecía nervioso —ni parecía estar reprimiendo una tendencia al nerviosismo—, sus ojos azules miraban a los míos y llevaba el traje limpio. Los rasgos del rostro eran enérgicos, el tórax bien formado y, salvo una ligera cojera, no tenía defectos. Por mi parte nunca habría pensado que tuviera que estar en mi consultorio de no haber sido por aquella flor en el cabello.
—Casi todos tenemos ese miedo en algún momento de nuestra vida —le dije—. Durante una crisis emocional, o después de períodos de trabajo excesivo, yo mismo he tenido dudas sobre mi salud mental.
—Los locos imaginan ver cosas, ¿no? —me preguntó—. ¿Cosas que en realidad no existen para cualquier persona?.
Se había inclinado hacia adelante, como si temiera perderse alguna palabra de mi respuesta.
—Las alucinaciones son un síntoma corriente del trastorno mental —asentí.
—Y cuando uno no solo ve cosas… sino que además le pasan cosas… cosas irracionales quiero decir… eso es tener alucinaciones ¿no?
—Sí —dije—, una persona mentalmente enferma suele vivir en un mundo imaginario, irreal. Se aparta completamente de la realidad.
Jacob se reclinó hacia atrás y suspiró con alivio:
—¡Ese soy yo! —dijo—. Estoy loco, gracias a Dios. No está pasando en realidad.”
Guillermo Cabrera Infante, Caín para sus admiradores y amigos, entre los que me cuento, sitúa a John Franklin Bardin, el autor de El percherón mortal, como uno de los grandes maestros de la novela policíaca, a la altura de Edgar Allan Poe y Dashiell Hammett. Bardin nació en 1916 en Cincinnati. Su infancia fue terrible, traumática. Trabajó en publicidad y dio clases de Literatura creativa. En tres años publicó tres grandes novelas: El percherón mortal (1946), El final de Philip Banter (1947) y Al salir del infierno (1948).
A su vez, el gran Caín advertía que consideraba un crimen destripar el argumento y desarrollo de El percherón mortal. Así que no lo haré; por eso me he limitado a reproducir el comienzo de la misma. Una inmejorable presentación. Todo lo que sucede a continuación es tan fascinante como impredecible, tan sorprendente como abracadabrante, tan absurdo como implacablemente lógico. No se si Chaplin, Ionesco, Beckett, Wodehouse, Miguel Mihura o Umberto Eco leyeron la novela de Mr. Bardin, pero si lo hicieron descubrieron de inmediato a un colega, a un compinche de conspiraciones narrativas en las que la locura precede a la cordura, el absurdo a la vida, el misterio a un territorio inexplorado sito a caballo de la mente y el corazón.
Por qué demonios el prestigioso alienista, el doctor George Matthews, acepta acompañar por las calles de Nueva York a Jacob Blunt, un inesperado paciente, joven millonario que le ha confesado sin rebozo que cree que está volviéndose loco, es el misterio anudado a otro misterio mortal, que el lector de El percherón mortal quizás descubra leyendo la novela. Eso no se lo puedo asegurar, pero la aventura de leer esta novela lo compensa con creces. Y es que por sus páginas Nueva York es Nueva York, pero una Nueva York con actrices asesinadas frente a cuya casa descansa un percherón, millonarios que llevan prendidos en el pelo hibiscos rojos, duendecillos irlandeses que visten trajes de colores y que parece benevolentes filántropos, por ejemplo como Joe, que viste un traje violeta y paga diez dólares diarios para que gente como Blunt lleve flores concretas en el pelo, o Harry, que lleva trajes verdes y le paga por silbar en el Carnegie Hall, o Eustace, que lleva impermeables que le da veinte cauros de dólar cada día y le paga diez dólares por repartirlas por la ciudad. Pero también una ciudad nocturna capaz de vislumbrar cafeterías dibujadas por Hopper o De Chirico, y ferias de variedades que coexisten con hospitales psiquiátricos.
El doctor decide acompañar a su paciente porque estima que eso le ayudará a tratarlo. No les diré qué pasa a continuación, no puedo según mi admirado Caín, pero al menos les diré que el problema es que la actriz aparece asesinada y la policía arresta a Jacob acusándolo por ese delito. Al doctor Matthews le despiertan de madrugada con la noticia.
“Todo lo que se me ocurrió preguntarle en ese momento fue:
—¿Qué hizo con el caballo?
Todo ello es un mero esbozo de una novela genial, inclasificable. Pero les advierto que produce adicción, que es peligrosa, porque si aceptan el desafío de leerla no creo que el mundo, el suyo, el de los demás, siga siendo el mismo.



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